Al compás de México
- Ximena Constantino
Si los colores de mi bandera pudieran hablar, estos tendrían voz de canciones. El rojo pasional de un país que llora al escuchar su himno en otros lados, el verde de los campos que me llevan a mi México prehispánico y el blanco de la paz utópica de una nación que añora por siempre.
Por fortuna, no somos negro y blanco, por fortuna para llegar a cada tonalidad, como en la música, hay que pasar por diversos cromatismos. Porque somos mucho más que verde, blanco y rojo, mucho más que un Grito de Independencia para sentirse patrióticos festejando con banderas chinas en un 15 de septiembre.
Somos sonidos, somos nuestra música, somos magia. Somos el sonido del caracol y las conchas que los danzantes llevaron en sus pantorrillas y que aun portan con orgullo fuera del Templo Mayor. Aquel cilindrero de mirada triste, pero de vestimenta pulcra que evoca un “Cielito Lindo” o un “Bésame mucho” desafinado con su caja desgastada a cambio de un par de monedas; también nos representa aquel señor de edad mayor que llega a las cantinas y que ofrece sus arpegios como música de fondo para los amantes del último rincón, porque si algo nos enseñaron Los Panchos es que “Contigo” se puede hacer una “Historia de un amor” eterna.
Revueltos y enredados, a veces viajamos por el metro y el talento en las voces se hace presente, porque somos también ese Villazón y esa Katzarava pero también somos ese que se sube al Metro regalando su voz de tenor sin nula educación musical, y que sin embargo goza de un talento excepcional. Porque México es un país lleno de talento, pero con oportunidades desiguales.
Y así como vamos de revueltos en el Metro también sonamos a Revueltas en todo el mundo, con su Sensemayá, con sus choques de armonía que nos evocan a ese caos citadino, y ese choque cultural con el que siempre nos hemos enfrentado en la historia. Sonamos a Chávez, Ponce y Grever. Somos Gabriela Ortíz, Granillo y Gina Enríquez. También somos Moncayo, pero sonamos más a los huapangos, y mira que tenemos varios y de muchos tipos. De solo pensar en esas melodías, que los violines hacen puedo imaginarme la Huasteca Potosina hasta pasar por Querétaro, Guanajuato y Puebla. Llegando a la tierra de sol, Oaxaca, me siento entre las nubes en donde los niños hacen música y tocan con el corazón, con guaraches y huipiles, entre jarabes y sones el corazón se alegra, aunque la mente se molesta al desconocer por qué nuestros gobernantes no voltean a ver a esos niños que son el verdadero tesoro de nuestro país. Luego me voy volando, como “La Bruja”, hasta Veracruz. Ahí me gusta quedarme porque el baile y la sensualidad se hacen presentes. Porque el género del danzón vibra en cada abanico de las señoras y en las guayaberas de los caballeros. Somos esa pareja de amantes canosos que bailan al compás de un “Nereidas” o de un “Palabras de amor”. Somos Acerina y un: ¡Hey familia, danzón dedicado a…! que gritara el danzonero Sebastián Cedillo.
Y es que la genialidad del mexicano para meterse a donde no pertenece siempre ha sido brillante, y Arturo Márquez no sería la excepción, pues quién se hubiera imaginado que este género popular podría llegar a las más importantes salas de concierto, colocando el danzón como un símbolo de nosotros los mexicanos, y nuestra facilidad de hacer lo que se nos dé la gana.
Somos también esa fiesta de cumbias, banda y tequila, sal, limón y mezcal en la que se muestran todos nuestros gustos musicales pasando por los diversos grados de alcohol que entra en la sangre. Quizás esta pueda variar dependiente de la zona del país donde te encuentres, porque “arriba el norte, y quien no me crea, que revise el mapa”. Esos sí que andan “desvelados” por estar pensando en “La belleza de cantina”. El acordeón en su máximo esplendor y, de nuevo, el sonido de saxofón acompañando los clásicos de Los Tigres del Norte. Somos también eso, los narcocorridos que nos recuerdan la cruda y violenta realidad con la que tenemos que aprender a vivir como mexicanos y lo cercano que estamos del sueño americano, que nos hace convertirnos en el infierno de muchos centroamericanos.
Cuando la fiesta continua la banda sinaloense se hace presente, cantar y bailar pegadito se nos da mucho, porque el mexicano es exagerado y extremista en todo. Se nos da sufrir por amor y cantar a todo pulmón “Que te ruegue quien te quiera” o “No me pidas perdón”, a veces somos más exagerados y hasta cantamos “Acábame de matar”, claro. Porque no olvidemos que para nosotros la muerte es una broma y la vida, como dijera Pedro Infante “Para mí la vida es un sueño”. Ya entrada la madrugada, casi para amanecer, donde el color del cielo clarea y los gallos cantan, nos gusta echarnos “El último trago”. Qué sería de nuestra identidad sin el mariachi, sin un José Alfredo Jiménez o sin un Javier Solís. Para todo usamos a los mariachis, para abrir o cerrar la fiesta, para declarar nuestro amor y también para despedirnos de nuestros seres queridos, porque ya muerto solo nos vamos a llevar “Un puño de tierra”.
Esto somos, y lo que me faltó, porque después de todo este es nuestro México lindo y querido, donde la vida no vale nada.
Opinion para Interiores:
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Saxofonista y comunicóloga. Ha ganado premios y estímulos tanto en música clásica como popular. Es gestora de eventos para promover la equidad de género. Su formación musical y su asociación con marcas reconocidas como Yamaha, Veerkamp, BGFrance y Daddario, demuestran su influencia en la escena internacional.