La mamá del Brayan

  • Augusta Díaz de Rivera
Sabía que era dinero mal habido, pero necesitaba los mil pesos que le llevaba todos los viernes

Para Glorita.

La madrugada del domingo ya estaba despierta Lupe por el ladrido de los perros, que siempre se enteran de las cosas antes que nadie, cuando llegó el “tuercas” a golpear la puerta de lámina de la vivienda como si el diablo lo persiguiera: tenía que ir “rápido rápido” a la calle de la tienda de don Sabino. No hubo necesidad de dar explicaciones, sabía que se trataba de su hijo.

Lo supo desde que lo parió sola hacía 17 años, a las 6 de la mañana, en la casa de su comadre Rosa, cuando fue a recoger la manteca con que preparaba las chalupas que vendía en la esquina de la 8 poniente y 5 de mayo. El recién nacido no medía mas de 45cm y se veía escuálido, sin embargo al cargarlo le parecía que pesaba más de 10 kg, sin duda había heredado el peso del alma atribulada de su progenitor.

Con la ausencia del padre de sus dos hijos mayores, que ya llevaba diez años sin volver de New Jersey, el amor otra vez le había salido demasiado caro a Lupe, esta vez en brazos del Ramiro, recién condenado a cinco años de cárcel por robo a mano armada.

Lupe todavía trajo al mundo a dos hijas más después del Brayan, y la familia crecía hasta con nietos, hijos de Britni la mayor. A ciencia cierta no se sabe si fue el olor nocturno de tanta piel amontonada con manteca y cebolla, los golpes de su padrastro, o la monotonía de la escuela, el caso es que a los once años Brayan terminó por hacer de la calle su casa y de una pandilla de malvivientes su familia. 

De lo que sí nos enteramos todos, es de que sin haber terminado la primaria ya ganaba más dinero que don Paco el de los baños. Lupe sabía que era dinero mal habido, pero necesitaba los mil pesos que le llevaba todos los viernes.

Lupe salió de su casa acompañada del “tuercas” rumbo a su horrible encuentro, caminaba apresurada, con un nudo de piedra caliza en la garganta, sonándose los mocos con el delantal, temblando dentro del sudor helado que le provocaba la escena que imaginaba.

Al dar la vuelta en la calle del siniestro lo vio a lo lejos y cayó de rodillas. Su Brayan rebelde acribillado, su hijo el flaco desfigurado. Gateaba para alcanzar su cuerpo, todo se ensordeció alrededor de ella, no oía el ruido de las patrullas, las luces de las torretas parecían fantasmas de colores que bailaban su triunfo, el aire sin estrellas ignoraba su dolor.

Recostó su cuerpo sobre sus ropas rojas de sangre y lloró el llanto de las madres solas, más desgarrador que la culpa sin explicación , más silencioso que la justicia de los pobres.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Augusta Díaz de Rivera

Licenciada en Relaciones Internacionales UDLAP. Maestra en Políticas y Administración Pública Tecnológico de Monterrey. Diplomado en Migración y Gobernanza del CIDE. Fue Diputada local y federal. Actualmente Regidora de Puebla