Marcela la perdida. Basada en historias reales

  • Augusta Díaz de Rivera
Vivíamos 30 mujeres apachurradas en una casa, ninguna estaba por su propia voluntad

Mi nombre es lo de menos, ya no se si tengo derecho a eso. Yo soy poco, tal vez nada. Es la Marcela quien me preocupa, la única amiga que tengo.

 

Siempre me dijo que no le gustaban los pedidos especiales, los 100 pesos extras por resucitar el sexo de un viejo borracho no valían el tiempo que tomaba la proeza, y no ajustaría la cuota que el Ramiro nos pide todos los días. Diario tenemos que calcular entre el tiempo con un solo cliente y sus caprichos, o muchos con menos dinero pero de costumbres más rápidas. De cualquier manera ya teníamos metida no solo la cara, sino todo el cuerpo  donde no queríamos.

 

Conocí al Ramiro en Molcaxac, en los 15 años de mi prima Rosa, yo tenía 16. La Marcela me contó que lo conoció en Huatlatlauca, un año después que yo, a los 14, un domingo que salía de misa con su abuelita. Las historias se parecían: primero los regalos, luego las promesas, al final la huida por amor.

 

Cuando la vi llegar a la casa de la 6 poniente, del brazo de nuestro padrote, me pareció demasiado flaca, de ojos saltones y dientes disparejos, aunque de ojos grandes y más alta que todas nosotras. Entraron en el cuarto de él como dos enamorados. Creo que sentí lástima por ella.

 

-Aprende a cerrar los ojos mientras abres las piernas – le aconsejé – porque por ellos se escapa el alma, y no chilles, que a nadie le gusta la gente triste.

 

Supe que no hizo caso a mis recomendaciones porque cada día estaba más flaca, comía mal y se enfermaba mucho, le caían mal los chiflones de las esquinas en el invierno. Era eso o los dos abortos a que la había obligado Ramiro.

 

-Nomás no hay manera de que esta pendeja entienda cómo se evitan los embarazos- vociferaba el padrote -No voy a mandar a mi mejor vieja a la cama tantos meses.

 

Entonces se la llevaba por el rumbo de la Central de Abastos y cuando regresaban tenía que quedarse varios días en cama. Otras tenían hijos y los mandaban para el pueblo, pero la Marcela tampoco tenía esa opción, su abuela ya estaba muerta.

 

Vivíamos apachurradas en una casa de varios cuartos, con un patio en medio, pintada de amarillo por fuera, con otras 30 mujeres, ninguna estaba ahí por su propia voluntad. Solo podíamos salir vigiladas, nos obligaban a trabajar de 10 de la mañana a 1 de la madrugada. Como quien dice estábamos presas, trata de personas, como le dicen en el gobierno.

 

Cuando llegó la policía a detener al Ramiro y a los otros la semana pasada, a todas nos dejaron salir, algunas no sabían o no tenían a dónde ir, ya teníamos varios años encerradas y la mayoría había llegado muy jóven, así que se fueron a un refugio, ya después no supe de ellas, yo me regresé a Molcaxac con mis hermanos, les dije que había estado de sirvienta en Puebla.

 

Tampoco se nada de la Marcela. Una semana antes de la redada se escapó con un policía que era su cliente habitual. Cliente es un decir, porque a ese no se le cobraba, con permiso de los padrotes, claro. Supongo que aprovecharon la bronca a golpes que se armó en el patio entre todos los hombres por un asunto de la mota y el cristal que allí vendían. En ese momento ella estaba con el comandante en uno de los cuartos cercanos a la puerta.

 

A mí me gusta pensar que todo lo tenían planeado, que la Marcela fue quien nos rescató a todas y que luego se fue a vivir con su policía a Nueva York, o con alguien más que ya la estaba esperando, que Dios miró de repente dentro del infierno en que estábamos y pensó que esa vida de miseria nadie la merecía, no antes de morir por lo menos. El fuego eterno era negocio solo de Dios, eso pienso yo.

 

Lo que definitivamente no me gusta creer es que mi Marcela y la flaca, alta de dientes chuecos que encontraron asesinada en una zanja de Barranca Honda eran la misma persona. Esa si ya sería una burla macabra del destino, un pedido especial demasiado caro por parte de la Santa Muerte, que tanto venerábamos en la vecindad, o simplemente la pinche mala suerte con la que algunas nacen y que ni siquiera las deja morir con decencia.

 

Qué mierda de vida.

 

 

 

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Augusta Díaz de Rivera

Licenciada en Relaciones Internacionales UDLAP. Maestra en Políticas y Administración Pública Tecnológico de Monterrey. Diplomado en Migración y Gobernanza del CIDE. Fue Diputada local y federal. Actualmente Regidora de Puebla