Universidades católicas y homosexualidad
- Elmer Ancona Dorantes
El tema de la homosexualidad no deja de ser espinoso; en México aún nos cuesta entender que el asunto de Género está íntimamente ligado a los derechos humanos, al derecho positivo, a las garantías individuales y sociales que todos estamos obligados a acatar por Ley, nos guste o no.
En las universidades públicas y privadas de país, independientemente de la orientación religiosa, credo o doctrina que ofrezcan, debería fijarse una leyenda en sus principales entradas que diga: “En este recinto de sabiduría no se desprecia ni se discrimina a nadie”.
Todos los establecimientos mercantiles de la Ciudad de México, por ejemplo, están obligados, por ley, a contar con una Placa por la No Discriminación que emite el gobierno local, junto con el Copred, órgano responsable de evitar prácticas de esta naturaleza.
En el artículo 10, apartado B, fracción II, inciso C de la Ley de Establecimientos Mercantiles se expresa con toda claridad este mandato que, a mi parecer, está encuadrado en un marco de digna civilidad:
“En este establecimiento no discriminamos. En la CDMX se prohíbe negar, excluir o distinguir el acceso o prestación del servicio a cualquier persona o colectivo social por su origen nacional, lengua, sexo, género, edad, discapacidad, condición social, identidad indígena, identidad de género, apariencia física, condiciones de salud, religión, formas de pensar, orientación o preferencia sexual, por tener tatuajes o cualquier otra razón que tenga como propósito impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos”
Autoridades, rectores, catedráticos, universitarios, padres de familia y hasta la misma Iglesia Católica están llamados a debatir estos temas de toral importancia para la sociedad, abrir su panorama de ideas y creencias y terminar con los sesgos de intolerancia que pudieran caracterizarlas.
En este espacio de opinión no se pretende promover la homosexualidad ni cualquier otra forma de expresión género-sexual que exista; simplemente se busca defender, con la razón y argumentación posibles, los derechos que tienen todos los hombres y mujeres por el simple hecho de formar parte de la especie humana.
Son principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad que nadie les puede negar, arrebatar, bloquear, aplazar, vulnerar ni limitar.
Recientemente se han dado casos de universidades de orientación católica que han cerrado las puertas a jóvenes catedráticos o estudiantes por el simple hecho de ser homosexuales.
Estas universidades, en primera instancia, deberían poner en práctica lo que Jesucristo haría si estuviese presente en nuestro siglo (que lo está): ser Misericordioso con todos, amar a todos, sin importar las características o diferencias propias que tengan.
Deberían poner en práctica los principios de inclusión, tolerancia, respeto, dignidad y no discriminación determinadas en las leyes nacionales y en los tratados internacionales a los que debemos estar obligados sin excepción.
Estoy seguro que tanto los homosexuales como los heterosexuales están conscientes de que en toda universidad, pública y privada, hay reglamentos disciplinarios, normas de orden y de bien actuar que se deben acatar. Eso no está a discusión. Ni unos ni otros pueden armar desmanes en sus casas de estudio.
Lo que se pone a debate es que ninguna institución educativa (independientemente del nivel de estudio) debe discriminar a nadie por el simple hecho de tener una preferencia sexual, propia o distinta, a la de sus rectores o fundadores. Si no pueden con esto, mejor que ni abran sus puertas o que las cierren, si ya están operando.
Un catedrático homosexual no es ni más ni menos inteligente, bondadoso, honrado, ético, moral, visionario, planificador, organizador o académico que uno heterosexual; la preferencia sexual no tiene nada que ver con esto, entonces ¿por qué cerrarle las puertas?
El principio del cristianismo es Amar al Prójimo como a uno Mismo. Empecemos por eso, sin distingos, sin intolerancia, sin radicalismo, sin pena ni vergüenza, sin temor de “ofender” a Dios, porque nuestro Creador se ha de estar riendo demasiado de nuestra ignorancia.
Hablar claro y directo, sin temor a molestar o incomodar a nuestros propios amigos católicos que defienden a capa y espada, a ultranza, sus férreas e inamovibles creencias.
Soy orgullosamente heterosexual, pero como catedrático y periodista, como defensor de una auténtica libertad de expresión y de las demás libertades humanas, considero que son tiempos de abrir la ventana de la conciencia.
En mi corta o larga vida con toda seguridad –y de manera torpe o inhumana- ofendí a alguien por su preferencia u orientación sexual; de tenerlo enfrente le ofrecería una disculpa desde lo más profundo de mi corazón.
Catedráticos, universitarios, rectores y padres de familia de estas universidades católicas –esencialmente cristianas- están llamados a abrir su conciencia y sus corazones para dar cabida a todos, más allá de las diferencias y preferencias, de las contrastantes visiones, de los posicionamientos.
Es un asunto de amor cristiano, de misericordia, de humanidad, de derechos universales; incluso, diría un buen amigo, éste no es un asunto de Religión, sino de inteligencia humana.
Opinion para Interiores:
Anteriores
Periodista y analista político. Licenciado en Periodismo por la Carlos Septién y maestro en Gobierno y Políticas Públicas por el Instituto de Administración Pública (IAP) y maestrante en Ciencias Políticas por la UNAM. Catedrático. Ha escrito en diversos medios como Reforma, Milenio, Grupo Editorial Expansión y Radio Fórmula.