Teoría y práctica
- Ignacio Esquivel Valdez
Esa tarde fui llamado a la oficina del director, mi jefe, y a pesar de la cortesía que le caracterizaba, me hizo sentir muy mal ¿Y a quién no le incomoda notificarse despedido? Me retiré tan contrariado, que al guardar mis escasas pertenencias y salir por los pasillos, ni siquiera sentí nostalgia por los diez años de trabajo que dejaba en ese lugar de docencia e investigación.
En mi trabajo de físico teórico había desarrollado una hipótesis para hacer posible el viaje en el tiempo, pero mi férrea ética no me permitía entregar mis conclusiones sin resolver el problema de la muy posible generación de una paradoja. Al no tener éxito, rebasé el lapso permitido para ofrecer algún resultado y me había costado el empleo.
El regreso a casa fue complicado, pues a mi mal humor se sumaba la incomodidad del tren subterráneo a una hora en que medio mundo lo usa, y yo estaba acostumbrado a salir de mi oficina muy tarde, cuando ya no hay pasajeros. Llegar a mi vecindario cuando ya había oscurecido. Mi casa era pequeña y estaba frente a un parque que yo solía visitar los fines de semana. Quise hacer una pausa antes de llegar y me senté en una banca vacía.
Como iba a llegar más temprano de lo habitual, pensé que mi esposa se sorprendería, sin embargo la vida es la que nos sorprende a nosotros. Estacionado en la acera del parque, estaba el auto de mi esposa con dos personas dentro. Alcancé a distinguir la inconfundible silueta de ella al volante, pero no lograba determinar, por la escasa iluminación, quién era su acompañante.
Mi sorpresa se agigantó cuando vi que de pronto se abrazaron para luego besarse. Al separarse ella lloraba y él la consolaba.
Lo que sentí me hizo olvidar el problema de esa tarde en la oficina. Tenía la impresión de que la sangre se me salía de la cara por la indignación. Pero ¿qué debía hacer? ¿Reclamar airadamente a mi esposa? ¿Golpear al tipo? Tantas dudas me provocaron otra pausa, unos segundos de escaza reflexión que me hicieron preguntarme qué autoridad moral tendría alguien que dejaba a su señora esperando hasta quedarse dormida todas las noches, y todo por mi obsesión de perseguir una quimera matemática. El resentimiento se volcó hacia mi teoría del viaje en el tiempo que me había hecho perder mi trabajo y, ahora, a mi esposa.
Me sentí miserable, todo parecía ser una sarta de fracasos en ese día y en medio de mi congoja opté por seguir sentado en esa banca. Volteé la mirada hacia mi casa, la luz de nuestra recámara estaba encendida y justo en ese momento se apagó, por lo que me pregunté quién estaría dentro, pero no tuve tiempo de responderme, pues el motor del auto se puso en marcha y se encendieron los faros. Arrancó avanzando en la dirección donde yo estaba y por un par de segundos pude ver el rostro de ella, que no reparó por mi presencia. Acto seguido vi la cara de su acompañante, quien al pasar delante de mí me miró y sonrió.
Al reconocerle se disiparon mis malos pensamientos y mal humor. Tan pronto se alejaron, con muy buen talante me apresuré a ir al pequeño bar que se encontraba a dos calles y sentándome en la barra pedí dos copas, lo que causó un poco de extrañeza al cantinero, pero las sirvió. Tomé una y la choqué con la otra para brindar por el futuro.
Lo que me demostró ese incidente fue que mi trabajo no sólo podía ser completado, sino que su teoría podía aplicarse a la práctica. El dueño de ese sonriente rostro del auto no era otro más que yo mismo veinte años más viejo.
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Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas