La nueva figura
- Ignacio Esquivel Valdez
A la abuela le gustaba coleccionar figuras de porcelana que con todo cuidado ponía en repisas para lucirlas con todo mundo. Tenía una tetera miniatura con sus tacitas, conejos, vacas, cerditos, patos y corderos, un reloj cucú, un payasito que sostenía unos globos y una bailarina de ballet, entre muchos más.
Aproximadamente cada dos semanas, la abuela solía limpiar las figuras con un paño para quitarles el polvo y aprovechaba para reacomodarlas, sobre todo si su colección creciera. En la Navidad, la abuela recibió un miembro más de la familia, le habían regalado un soldadito de mirada seria y fija, en posición de firmes con su uniforme de gala y un fusil a un lado, era una buena pieza que la abuela agradeció mucho.
Al llegar el día de la limpieza y cambio de lugar, la bailarina quedó junto al soldado que quedó inmediatamente prendado de ella, pero como era muy serio ni volteó, ni dijo nada, a pesar de que el corazón se le derretía cada vez que ella le brindara una corta y coqueta mirada.
Pasaron las dos acostumbradas semanas para que la abuela tomara con delicadeza cada una de sus figuras, las limpió con afán y volvió a colocar una a una en un lugar diferente para agregar una nueva pieza. El soldado, quien durante ese tiempo no había correspondido las miradas de la bailarina, vio que ella había quedado en la pared de al lado y en la repisa arriba de él se había colocado la nueva adquisición, ya que la abuela le mencionó las mismas palabras que cuando el soldado llegó: “Esta es tu nueva casa y ellos son tu nueva familia”.
El soldado veía que la bailarina ya no lo miraba a él, sino al recién llegado y eso hizo que el señor del fusil pusiera la cara más seria, pero al ver que la bailarina juntaba las palmas de la mano y parecía hablar dirigiéndose al nuevo integrante, definitivamente frunció el ceño.
Detrás de la cara adusta, el soldado sufría y eso lo supo el payaso de los globos que estaba a su lado. “Amigo, yo sé lo que es tener el corazón destrozado y portar una máscara de lo contrario”. El soldado no respondía nada y solo tenía la mirada al frente para no ver que la bailarina hubiera escogido a otro. También se hizo sordo a los comentarios del payaso, que, en un afán de dar consuelo, sin querer, lo lastimaba al señalar el desamor que percibía de su compañero. “Ser de porcelana es tener miedo a caer de la repisa, pero el desaire es el terror de un corazón”. El soldado ya no lo aguantaba, pero soportó la situación con la esperanza de que dos semanas después, cambiaran nuevamente de lugar.
Al cumplirse los nuevos catorce días, llegó la abuela para sacudir el polvo de su colección y con ello fue bajando cada pieza. Cuál fue la casualidad de que, al bajar al soldado, la abuela sintió perder el equilibrio lo soltó para irremediablemente sentir que el piso se ensañaba con ambos haciéndolo pedazos la porcelana y el corazón angustiado de la viejecita. “Dios bendito, ¿qué he hecho?”, se lamentó la abuela y se apresuró a juntar los pedazos para después colocarlos en una cajita que se llevó consigo fuera de la casa.
Las figuras que estaban en la mesa, así como las que habían quedado en las repisas lamentaban lo ocurrido y se preguntaban qué destino tendría el soldado. “Seguramente lo van arrumbar”, dijo un jarrón; “No” -interrumpió el payaso con la cabeza gacha, “lo más probable es que lo hayan llevado a la basura”. Todos se quedaron mudos el resto del día de la impresión y nadie notó que, llegada la noche, alguien había humedecido sus mejillas en medio de la oscuridad.
Dos días después, más tarde que de costumbre, la abuela entró a la habitación. Se le veía tan contenta que hasta tarareaba una vieja tonada. Mientras terminaba de limpiar y colocar en las repisas a las figuras, decía: “Esta canción me trae muchos recuerdos, un día como hoy me la cantó mi difunto marido en una hermosa serenata por ser día de San Valentín”. Con cada pieza que tomaba daba unos gráciles pasos de baile y luego la llevaba a su lugar en alguna repisa. Las figuritas se contagiaron de la alegría que irradiaba la abuela, menos la bailarina que seguía triste desde que su pretendido se había ido. En eso, alguien tocó a la puerta y la abuela salió un momento y enseguida regresó con una cajita, de la cual sacó al soldado a quien habían reparado pegando los pedazos en los que se había convertido con el accidente.
El payaso, que había quedado junto a la muñequita, le dio un codazo para que viera quién estaba llegando y para mejor suerte fueron colocados juntos otra vez. El soldado lucía un poco maltratado, pero no había perdido el porte galante y con la vista al frente miraba de soslayo a su compañera.
El payaso al verlos dijo: “Amigos, no cabe duda que el amor es el mejor milagro”, y luego se dirigió al soldado: “Tienes que mirar hacia allá, equivocaste los motivos, ella suplicaba para que tú la tomaras en cuenta y luego para que regresaras”. El soldado vio hacia donde el payaso apuntaba y su sorpresa fue mayúscula, volvió rápidamente la mirada a la bailarina y ella asintió.
En la repisa de enfrente estaba la nueva figura que tenía forma de un regordete niño con alas portando arco y flecha.
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Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas