La princesa Samantha y Sam

  • Ignacio Esquivel Valdez
Samantha y Sam. La princesa. El desayuno. El paseo. El baile. El sueño

La princesa Samantha vivía en un castillo con paredes color de rosa y decorado con flores. Esa mañana se levantó muy temprano y se puso un hermoso vestido amarillo con encaje y unas zapatillas que le hacían juego. Le cepillaron el pelo con suavidad y cuidado, se lo trenzaron y colocaron un moño. Salió de su habitación y bajó unas escaleras para llegar al comedor donde le sirvieron un delicioso desayuno compuesto de leche, jugo de naranja y hot cakes, que ella tomó con delicadeza. “Apetece algo más su majestad”, se le preguntó, “No gracias, estoy satisfecha”, respondió.

Salió al jardín y le ayudaron a colocarse un sombrero color naranja y en una cesta colocaba flores recién cortadas. Las mariposas y abejas que revoloteaban y jugaban por ahí, cantando sus canciones favoritas, mientras ella las tarareaba. Dejó las flores en la entrada para que fueran puestas en los floreros del salón. Al medio día en su despacho recibió a la gente para dar las órdenes del día. “¿Cómo debemos peinar a los ponis, su majestad?”, ella lo pensó un poco y dijo: “la crin con trenza y la cola suelta, pero con un adorno”.  “Majestad ¿dónde quiere llevar a pasear a sus gatitos?”. “Cerca del patio, para que no se asusten”, instruyó.

Terminados los pendientes salió a montar a caballo, para tomar aire fresco. Se paseó por las veredas cercanas. Ahí, conejos y ardillas la saludaban al pasar y ella levantaba su mano derecha para corresponder. Bajó un momento para sentarse a descansar a la sombra de un árbol y luego volvió a casa para comer. Fue servida con pollo frito y puré de papas, su platillo favorito. Por la tarde se recibió unas visitas para tomar el té y platicar sobre cosas importantes, tales como los hermosos peluches de unicornio que acababan de llegar a la juguetería del reino, o de la máquina para hacer cup cakes de mil sabores.

Por la noche hubo un gran baile y Samantha lucía un vestido azul y una tiara de diamantes que, a decir de los asistentes,  la hacían lucir más bonita y más princesa. Bailó la primera pieza con el príncipe de un reino cercano. Suave y llena de gracias recorrió todo el salón  hasta que la música terminó. Ya era de noche y los invitados se retiraron; ella se fue a su habitación y se le puso el camisón de dormir. Se recostó sobre su cama y posó su cabeza sobre los cojines de satín. Con una sonrisa en la boca cerró los ojos y quedó dulcemente dormida.

Sam tenía que dormir también, así que cerró la pequeña casa de muñecas que le habían regalado un día antes en su cumpleaños y que la había hecho muy feliz, pues era el complemento perfecto para la muñeca a quien ella le había puesto su mismo nombre.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas