Las flechas del racismo en el mundo académico
- Lorenzo Diaz Cruz
En nuestro país tenemos un problema enorme: un elefante en la sala, ese elefante es el racismo, una conducta discriminatoria que subyace en nuestra convivencia diaria. Es una mancha que moldea, hiere y limita la convivencia en la sociedad; es tan grande que se puede reconocer en los rostros de los actores que aparecen en la publicidad o en la apariencia física de las elites económicas, políticas y culturales del país. Esos rostros que aparecen en el cine o la televisión no reflejan la composición racial de un país tan diverso como el nuestro, compuesto por tantos pueblos originales que todavía sobreviven o que se fundieron en el caldero del mestizaje.
¿Y cómo se vive el racismo en el mundo académico en nuestro país?
El mundo académico tiene de todo, desde la gente más educada que aprecia el valor de los que se superan desde abajo, hasta los más elitistas que miran con recelo al provinciano, o se burlan del acento del colega que aprendió tarde el inglés. Por una parte, hay un amplio sector que nunca molestaría a otra persona por el color de su piel o su origen étnico, al menos no en público. Sin embargo, es menor el porcentaje de gente que reconoce que el problema existe aún en el medio académico, tampoco reconoce que a ellos les costó menos llegar a donde están, gracias a su origen y sus privilegios.
Incluso, hay quienes piensan que no hay una maldad inherente en ciertos comentarios o actitudes racistas, muchos las consideran solo manifestaciones inocuas y humorísticas de una sociedad que aspira a “mejorar” en todos los rubros, incluido el color de piel. Pero quienes lo padecen perciben un trato cruel, una experiencia traumática que se vive todos los días.
Cuando se habla de cambiar a México, debemos incluir una revisión de todas esas conductas que toleran la agresión contra algunos mexicanos. Tristemente el racismo no es la única conducta discriminatoria en nuestro país, que señala a los gays, las mujeres independientes, los punks, entre muchos otros grupos minoritarios.
Por otra parte, también deberemos preguntarnos sobre la influencia del racismo en el proceso educativo de una persona. ¿Qué autoestima puede llegar a sentir un niño indígena o moreno que crece en esa cultura? ¿Cuánto influyen en el fracaso o la mediocridad escolar los actos discriminatorios? ¿Cómo acercarnos para conocer cómo viven los niños más pobres su tránsito por la escuela? ¿Cómo reconocer las dificultades que vive ese niño para acceder a los más altos niveles de educación?
Según los estudios de la OCDE, en nuestro país solo 17% de las personas de entre 25 y 64 años logran tener estudios universitarios. Esto nos coloca en los últimos lugares entre los países de la OCDE, cuyo promedio es 37%, según el estudio. De hecho, solo 1% de los mexicanos de ese rango de edad tienen una maestría o equivalente, mientras que menos de 1% tienen un doctorado.
Las personas que vienen de los grupos más vulnerables de nuestra sociedad y logran pasar por todo el sistema educativo, desde primaria hasta la licenciatura, son una minoría dentro de esa minoría. Ese hecho afortunado o manifestación de la fortaleza y grandeza del espíritu humano, ocurre muy pocas veces, pero ocurre. Conocemos algunos casos, ya sea de primera mano o por la prensa, de estudiantes que son capaces de vencer las dificultades y logran terminar un postgrado.
Casi podemos considerar un héroe a ese niño o niña que logró alcanzar las etapas superiores del sistema educativo, o incluso obtener una maestría o un doctorado, para luego incrustarse en la elite del mundo académico. Nos podríamos fijar en el final feliz, alabar el sistema educativo, la justicia o el triunfo individual, pero difícilmente alcanzamos a conocer la odisea que debió vivir esa persona. Enfrentar tantas agresiones en todas las etapas de su educación le causó un sufrimiento emocional que tuvo serias repercusiones en sus carencias afectivas y lo marcó en términos de seguridad y autoestima.
Lo que quizás podemos hacer para acercarnos al drama asociado con estas historias de superación y carácter, es recrear esas vivencias a partir de nuestras propias experiencias o de lo que fuimos testigos.
Desde muy temprana edad, esa persona morena encontró ese México racista que habría de molestarlo toda la vida. Cuando somos niños aparentemente no tenemos prejuicios, podemos jugar con cualquier vecino, hasta que aparece el padre o familiar que pide a sus niños dejar de jugar con el hijo del albañil o de la sirvienta. En el mismo hogar, es posible que ese niño escuchó a su madre quejarse de su cabello erizo; también escuchó las alabanzas de toda la familia para el tío que logró “mejorar la raza”, porque se casó con una tía de ojos verdes y que todos admiran la belleza europea de sus hijos. La auto-denigración aparece también en las palabras de la prima mayor que se sintió feliz porque las enfermeras afirmaron que su hijito recién nacido no era tan moreno como ella.
Cuando esa persona llegó a la escuela, descubrió que el color de la piel juega un papel decisivo y hace más fácil el camino para algunos, o puede ser una pendiente cuesta arriba para otros. Los niños o niñas de la escolta son aquellos que los maestros consideran más agraciados, entre los cuales no suele incluirse a los de piel más oscura.
Desde temprana edad nuestro héroe notó que obtener un reconocimiento le costaba más que a los otros; los maestros no podían creer que leyera tan bien, que le fueran más fáciles las matemáticas. Sus compañeros morenos o más pobres también sufrieron para obtener ese reconocimiento que podría haber sido tan reconfortante a esa edad, cuando lo necesitaban para reafirmar sus habilidades y talentos. Ellos o ellas nunca ganaron el concurso de pintura, ni el de declamación ni el de escoltas. Al fin de año sus apariciones en el video del grupo fueron escasas, ni esperanzas que aparecieran en el cuadro de honor del grupo.
Cuando el héroe terminó la secundaria y entró a la prepa, aprendió que debía defenderse del lenguaje de sus compañeros, de las agresiones del matón del grupo, de los robos de materiales en los talleres. No se dio cuenta cómo ocurrió, pero de pronto esa persona cruzó la frontera del agredido al agresor, se reía de los chistes contra el indio, contra el chaparrito, contra el humilde que debía ayudar a su papá a cuidar el puesto de raspados en la entrada de las canchas. Pero dejó de reírse cuando la ruleta del racismo lo tocó de nuevo.
Algunas veces nuestro héroe miraba pasar los camiones con los estudiantes del Poli o la UNAM por su pueblo y percibía que por ahí podría haber una salida. Se esmeró en encontrar una prepa que le diera los elementos para ingresar a alguna de esas instituciones, las puertas a un paraíso donde lograría superar su vida paupérrima. Se esforzó y se puso a estudiar muy duro para el examen de admisión a la universidad, ese juez supremo que separa a los elegidos de los condenados. Logró aprobarlo, aunque para presentarlo debió viajar toda la noche y llegar todo desvelado.
“Ya estás aquí”, rezaba el video que lo recibió el primer día en la universidad, y se moría de los nervios ante la seguridad que irradiaban sus compañeros. Llegaron las clases y estaba consciente que no podía dejar pasar esa oportunidad; trabajó con gran ímpetu y concentración para absorber todo el conocimiento posible. El esfuerzo dio buenos frutos y sus notas lo animaban. Pero no todo era felicidad, algunas veces alcanzaba a escuchar los rumores a sus espaldas, “ese mono negro se cree muy listo”, “que chiste, si se la pasa estudiando”, “mira ya dejaron entrar a las sirvientas a la universidad”. El peor día se presentó cuando el muchacho se atrevió a corregir al profesor de cálculo, que se volvió un energúmeno, acusó al muchacho de arrogante, provinciano, inmaduro, y le dijo que seguramente ya lo habían corrido de otra universidad, pero venía a presumir sus conocimientos de repetidor.
Algunos de los que experimentaron esa agresión, no aguantaron más y se regresaron a su pueblo, quizás otro se hizo pequeño para sobrevivir, nuestro héroe hizo de tripas corazón y siguió adelante. Aprendió a sobrevivir, recibiendo rechazos, indiferencia. Pero según muchos, el muchacho no tenía derecho a quejarse, eran solo chistes, humor mexicano. Eres un llorón, le dijo un amigo, en el fondo te queremos, morenazo de fuego.
Nuestro héroe no se hundió en la amargura total porque junto a ese México ojete, racista y agresivo, también conoció otro México, más solidario, amistoso y generoso, que lo ayudó a pasar esos malos tratos, un México que nos permite vislumbrar una salida en el futuro.
Luego buscó una actividad que lo motivara para dedicar el resto de su vida, aquella donde no importara la raza, ni el origen, donde se respetara el conocimiento y los méritos del trabajo. Fue en la ciencia donde encontró la respuesta.
Eligió estudiar una maestría. Por fin llegó a un lugar donde lo recibieron mejor, le dieron todas las facilidades para aprender, crear, superarse. En un abrir y cerrar de ojos terminó la maestría, los sueños se acumularon y logró estudiar un doctorado en una universidad del extranjero.
Llegó y disfrutó el ambiente de esa universidad del primer mundo, ese ambiente era el futuro de la humanidad, razas de todo el planeta convivían, profesores que iban y venían, de cualquier parte del mundo. No encontró ninguna muestra de animadversión en ese medio, ni se fijaban en su color o su origen. Afuera de la universidad si era diferente, había una sociedad conservadora que no sabía lidiar con esa diversidad, confinada a las cuadras que ocupaba el campus universitario.
En ese lugar, lejos de México, reaparecieron las diferencias entre las distintas clases de mexicanos. Por un lado, estaban los que venían de familias acomodadas, que hablaban perfecto inglés, habían viajado antes y recibían cada verano la visita de sus familiares. En el otro extremo estaban los que llegaron ahí gracias a la beca de Conacyt o de alguna embajada, que apenas les alcanzaba para pagar la renta y comida. Aunque todos trataron de convivir de una manera civilizada, esa convivencia se acabó cuando cada quién regresó a México.
Al paso de los años las cosas empezaron a salir muy bien para nuestro héroe, se acumulaban los papers, las participaciones en congresos, visitas a universidades de todo el mundo, el trabajo con los estudiantes, y con ello llegó un cierto reconocimiento.
Así lo invitaron a participar en alguna comisión decisiva del aparato científico nacional. Entonces regresaba a la realidad. En esos grupos había una representación mínima del México moreno, e inexistente en el caso de los indios. En alguna ocasión constató que sólo había dos morenos en todo el auditorio, se trataba de un profesor de la India y él mismo.
Al regreso de los viajes por el mundo recibía otra dosis de realidad. Muchas veces, aunque ya hubiera pasado por migración, aparecía algún agente que le pedía su pasaporte y le volvía a preguntar de dónde venía. En treinta años de carrera científica y viajes, nuestro héroe encontró que esa conducta había cambiado casi nada o muy poco.
Tenemos pues un gran problema, que sólo hasta fechas muy recientes está recibiendo mayor atención, gracias en parte a las redes sociales que todo lo registran.
Pero, ¿cómo lograr que la gente acepte que los méritos y el valor de una persona no deben estar asociados con el color de su piel?
La respuesta no es sencilla. Lo mínimo que puede hacerse es reabrir las puertas de la movilidad social y repartir el bienestar entre todos. Al mismo tiempo hay que educar a los niños con otros valores, no sólo en la escuela, sino también en la casa y en los espacios de entretenimiento. En suma: “hay que cultivar nuestro jardín”.
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Doctor en Física (Universidad de Michigan). Premio Estatal Puebla de Ciencia y Tecnología (2009); ganador de la Medalla de la DPyC-SMF en 2023 por su trayectoria en Física de Altas Energías. Miembro del SNI, Nivel lll. Estudios en temas de educación en el Seminario CIDE-Yale de Alto Nivel (2016).