El premio

  • Ignacio Esquivel Valdez
Me quedé otra vez mudo y boquiabierto.

Me senté en una banca vacía del parque hundido. Abrí el cierre de mi vieja mochila para sacar el libro que había elegido al azar en mi casa, pues había sido necesario traerlo.

8:30 A.M.,  miré a mi alrededor, a esta hora había algunas personas haciendo ejercicio o llevando su perro a pasear. A nadie le importaba que yo estuviera ahí. Abrí el libro en la página reservada, miré, leí y releí. Cerré el libro, lo abrí nuevamente para convencerme de que esto estaba ocurriendo. Bajé un poco la mirada y alcancé a leer:

“Jensen: ¿Es un empleado administrativo ese individuo?
Petersen: No; solamente hace copias cuando abunda el trabajo. Pero en sus tiempos era todo un caballero el viejo Ekdal”.

¿Qué clase de novela era esta? Cerré el libro para ver el nombre del autor ¿En qué idioma está Henrik Ibsen? Qué más daba, en verdad no me importaba la novela, sino el par de papeles que yo había puesto en esa página. Uno era un boleto de lotería y el otro, el resultado del sorteo.

Número del boleto, fecha, sorteo, todo igual, incluso mi incredulidad.

Aún era temprano, por eso me bajé del metrobús mucho antes de las oficinas centrales de pronósticos, con la idea de hacer tiempo y de pensar qué haría con el premio. Recordé que Doña Lolita, una vecina, solía decir dos cosas sobre el dinero: “Los billetes no compran la felicidad, pero cómo ayudan” y “Por mucho que ganes, siempre hará falta la lana”. Sonreí al pensar en eso, ya no me haría falta y ayudarían a mi felicidad ¿En qué lo gastaría? Lo primero era irme a desayunar a un buen restaurante. ¿Cuál? No tenía idea, pero debía ser algo a la altura del festejo. Luego, me iría a un centro comercial a hacer lo que siempre había querido: terminar casi sin poder sostener las asas de tantas bolsas, en lugar de ver mi reflejo en los vidrios de los escaparates con las manos en los bolsillos  

Me compraría un carro para salir a pasear, una casa, me iría de viaje con mi familia, aunque también le preguntaría a mi padrino, que es muy listo, cómo poner un buen negocio.

Con esos pensamientos cerré el libro al cual le prometí solemnemente leerlo por completo, pues ya tendría el tiempo suficiente para hacerlo. Me levanté de la banca y caminé por Insurgentes hasta encontrar el edificio Central de Pronósticos.

En la entrada había un mostrador atendido por una señorita muy guapa a quien le pregunté dónde cobrar mi premio. Muy amable me dijo que subiera al tercer piso y preguntara en una ventanilla. Llegué al lugar y me recibió un tipo quien me pidió mi credencial de elector y el boleto. Me pasó a una oficina donde me hizo esperar un buen rato hasta que volvió con otra persona quien me felicitó y entregó un cheque con la cantidad de veinte millones de pesos. Me sugirieron depositar de inmediato el cheque en un banco y si no tenía una cuenta, que la tramitara en ese momento.

Tomé el cheque y mi credencial, los puse en el libro y me salí del edificio dando las gracias a medio mundo. Me acordé que cerca de mi casa había una sucursal bancaria y pensé que sería buena idea abrir la cuenta ahí, pues era mejor estar cerca por cualquier cosa.  Crucé la calle para llegar al camellón con la rampa de acceso al metrobús, saqué la tarjeta y la presenté al torniquete ¡Sorpresa! No tenía saldo, pero ¡Tampoco llevaba dinero! Ironía de la vida, con millones encima y no podía recargar mi tarjeta. Me regresé a la banqueta para caminar hasta viaducto y de ahí a la Roma, donde mi padrino tenía un negocio de imprenta. A él podría pedirle un poco de efectivo.

Al llegar a la calle de Chilpancingo, un tipo se me acercó y me dijo “Quihubo amigo, no quiere echarse un cafecito conmigo, tengo un negocio que proponerle”. No supe que pensar, el sujeto parecía gente decente, vestía de traje y corbata e iba solo con un portafolios y nadie más se veía cerca. Le dije que si él iba a invitar, se lo aceptaba. Nos metimos a un restaurante chino donde por 30 pesos te sirven café con leche y un biscocho. Me dijo que pidiera lo que quisiera y le acepté unos huevos con jamón. Una chica limpió la mesa y se fue con nuestro pedido.

Me dijo que me había visto salir con el cheque y que no tuviera miedo, que no me iba a robar ni a pedir nada, pero a cambio, él podía hacer que yo recibiera más dinero que lo que me habían dado “¿Y cómo es eso?”, le pregunté. “Muy sencillo, me das el cheque y yo te doy el dinero en efectivo y cincuenta mil pesos más ¿Qué dices?”.

La cabeza se me revolvía ¿Por qué alguien quisiera darme más dinero del que yo le pudiera dar? La mesera llegó con nuestra orden y una canasta de pan de dulce y luego nos sirvió el café con leche. Él acercó su tasa y le puso azúcar que revolvía moviendo lentamente la cuchara sin quitarme la mirada de encima. Me sentí incómodo. Le pregunté por qué hacía eso y dijo “Sólo negocios, amigo, usted gana y yo gano”, “¿Es dinero falso?”, dije sin pensarlo mucho y él se rio. “No tenga miedo, es dinero bueno”, “Bien, pero ¿Qué tengo que hacer?”, le pregunté con curiosidad, “Simplemente vamos a un Banco, depositamos su cheque en una cuenta y es todo, el portafolios con veinte millones cincuenta mil pesos es suyo”.

La verdad la oferta era tentadora, pero seguía sin cuadrarme, él no ganaba nada, al contrario, perdía dinero. Al notar mi duda, tomó el portafolios y me lo dio diciendo “Toma fajos al azar y con discreción revisa los billetes para que veas que nos hay problema, siéntate de frente y abre el portafolios. Así lo hice, quedé con la pared de espaldas y puse el portafolios en la mesa, lo abril y la misma tapa del maletín cubría el contenido. Saqué un fajo, lo miré, no parecía tener problema, saqué otro del fondo y también parecía genuino, de un tercero saqué un billete y revisé la marca de agua y otros elementos. No había duda, eran billetes buenos.

Tener ante mí el efectivo y con una ganancia extra al premio, me fue desapareciendo los temores, pensé “Total, esto también lo puedo depositar en la sucursal cerca de mi casa y puedo dejar algo afuera para ir gastando”. Me entusiasmé.

Es ese momento llegó un mesero en lugar de la chica que nos había atendido al principio, “Se les ofrece algo más”, le dije que trajera chiles en vinagre con tal de que se fuera. El tipo asintió con la cabeza y se marchó, no sé si alcanzó a ver el dinero. Al llegar a la barra cerca de la caja intercambió miradas con otro mesero. Mi compañero también lo vio y tomando el portafolios se levantó con un movimiento brusco. El tipo de la barra se acercó e interceptó a mi acompañante que intentaba escapar. Le dijo “Cálmate, no vale la pena”. Pude ver que estaba pálido y regó la vista confirmando que no había alguna otra salida del restaurante. Entre ambos meseros sentaron al tipo en la mesa frente a donde yo estaba, lo esposaron y se lo llevaron a la calle donde un automóvil aguardaba. Lo subieron en la parte trasera sosteniendo su cabeza. No supe en qué momento pasó, pero mi café estaba regado en la mesa y mi boca tan abierta que se pudieron haber metido docenas de moscas.

El tipo que se había presentado como mi mesero, entró de nuevo al local y se me acercó, se sentó en la silla que había ocupado mi acompañante y dijo “No se preocupe amigo, somos policías, usted no ha hecho nada, no lo vamos a llevar a ninguna parte, a ese lo veníamos vigilando y sólo esperábamos que volviera a hacer de las suyas para que nos lo cargáramos”. Todavía estupefacto sólo pregunté “¿Qué hizo?”. El policía tomó el café lechero que había sido abandonado y le dio un gran sorbo. Limpió su boca con una servilleta y dijo “Ese cuate se dedica a ofrecer dinero a cambio de cheques de los premios, ofrece una compensación para que el dueño del cheque no se niegue”, “Pero ¿Por qué?”, “Porque es dinero sucio”, “¿Los billetes no son buenos?”, “Sí lo son, pero son obtenidos cometiendo crímenes, al cambiarlos por cheques y depositarlos, los hacen pasar por dinero bien habido, en otras palabras, lo lavan ¿Entiende?”. Me quedé otra vez mudo y boquiabierto. El policía se terminó el café acompañándolo con una concha mientras me decía “Tenga cuidado, no será el único pillo que se le acerque por el papelito que trae, vaya, métalo al banco y gástelo poco a poco, a nadie le diga que tiene ese dinero o le saldrán nuevos amigos y parientes, socios y necesitados, y hasta su propia familia les puede hacer mal ser ricos, cuídese”.  Se levantó y se salió del local. Sus palabras fueron un martillazo en mi cabeza.

Hace dos meses que sucedió todo esto. Yo he seguido en mi vida normal, vivo en la misma casa y trabajando en el mismo empleo. El cheque lo dejé dentro del libro. Henrik Ibsen sigue esperando a que lo lea o a que me decida qué hacer con el premio.

Nunca pensé que cuando la suerte me favoreciera para hacerme feliz, no lo fui, como dijera Doña Lolita.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas