Desconfianza vecinal, pena social

  • Abelardo Fernández
Reuniones vecinales. Desconfianza mutua. Lugares comunes para resolver. Sospechas

Organización vecinal es una de las alternativas que surgen frente a todas estas contingencias sociales que padecemos en estos turbulentos tiempos. De ninguna manera me planteo presentar aquí un estudio de tal fenómeno, -sería fantástico hacerlo por supuesto-, apunto reflejos,  reflexiones y especulaciones en torno a lo que parece ser la piedra angular de las soluciones a los problemas sociales. Todos entendemos que el liderazgo es hoy de las cosas más difíciles. Lograrlo implicaría ya un capital envidiado por políticos y vendedores. La primera realidad que resulta extrañísima es que un vecino entre a casa de otro vecino, nuestro primer mandamiento es “desconfía del prójimo por sobre todas las cosas, piensa que puede saquearte o chismorrear sobre lo que ha visto”. Saludamos amablemente a potenciales ladrones, practicamos a toda hora una doble moral que deja imposible la posibilidad de imaginar una organización social.

 “Los vecinos que sí confían en otros vecinos se dan cuenta de que los demás no confían y los critican, la desconfianza sigue cundiendo por todas partes”. Tampoco tenemos los tamaños para decirle al vecino que cumpla con sus responsabilidades como ciudadano y deje de hacerse el loco. Las posibilidades de acordar cualquier acción conjunta queda instalada en una superficial relación que solo se da de la puerta para afuera y en aspectos donde el vínculo no quede implicado, esto eso, el bien común, primero y ante todo se traduce en bien individual o propio, nunca en un bien colectivo. Las contingencias vecinales más urgentes están relacionadas con la seguridad: robos a casa habitación, temas propios de la vigilancia, mecanismos de salvaguarda y protección vecinal que van desde silbatos, alarmas, cámaras, rejas que cierran calles, etcétera: analizaré esto más adelante, vuelvo a la comunicación, que pienso que tendría que creo es el tema vecinal prioritario. Los fatigosos intentos de juntas y reuniones padecen el gran mal de la desconfianza, del desconocimiento entre unos y otros, de la distancia existencial, moral, ideológica, profesional, jerárquica y la incapacidad de mirarse como iguales que comparten calles, banquetas, plantas, horarios, vivencias comunes, quizá miradas y sospechas, quizá chismes y críticas, quizá historias emotivas y verdaderos reconocimientos no revelados.

“Mi vecina la doctora trabaja tanto, mi vecino el maestro, la vecina fundadora de la colonia que es tan cariñosa, o la de al lado que construyó un segundo piso para meter a su hija, su yerno y sus nietos para no extrañarlos, el imbécil que estaciona su auto cada rato en mi entrada” (un mundo que pareciera lejos de la legalidad por cierto). A veces nos enteramos de lo que hacen, piensan y sienten los demás por lo que nos contaron de ellos, no por darnos el espacio para presentarnos y hablar de nosotros con claridad. Nos conformamos con saber lo poco que sabemos de los vecinos pero no nos acercamos, nuestras puertas están cerradas herméticamente haciendo de nuestra intimidad y nuestra territorialidad una religión, un culto al egoísmo.  En las reuniones vecinales la desconfianza particular lucha por volverse desconfianza colectiva, es decir, como yo estoy paranoico de que me vayan a robar, propongo que todos estemos paranoicos al mismo tiempo. Dar  por sentado que el peligro permanente es lo que nos relaciona y dejar en claro que no intentaremos nada que nos acerque los unos a los otros es lo que hacemos, y, por otro lado, el escenario de las reuniones y disertaciones nunca nos permitirá escuchar  a los demás, puesto que no importa lo que digan los demás, ni lo que opinen, ni lo que sientan, ni lo que quieran, ni de las propuestas de solución que puedan hacer: esta es la verdadera tragedia. Quien se apodera del discurso terrorífico no admite intento alguno de comunicación, el verdadero mensaje que está detrás de sus rollos es: aquí hay una guerra, estamos en constante peligro “y si no me hacen caso” perderán todo lo que tienen… Sobra hablar de la soberbia que ufanan semejantes posturas.

La falta de interlocución, la desconfianza y los lugares comunes lleva a los ciudadanos a adoptar realidades y medidas sucedidas en otras partes, sin analizar las inconveniencias o las conveniencias prácticas. ¡Necesitamos silbatos, necesitamos alarmas, policías, etcétera!, ninguna de estas medidas parte de la inteligencia de conocerse, confiar o de escucharse, ante la falta de comunicación e inteligencia no nos queda más que los lugares comunes. En el jardín de niños a esta etapa se le llama soliloquio, cada quien dice lo que se le da la gana y no se relaciona un comentario con el otro. Muchas veces, en sus soliloquios, los vecinos pavonean de simpáticos y ocurrentes y tratan de convencer a los demás con chistes, otros se muestran hoscos y amedrentan a los demás con amenazas, algunos parecen predicar verdades incuestionables dichas de manera profética sobre la realidad nacional, algunos otros tienen un aspecto mesiánico o sacerdotal  y sus opiniones son escuchadas con verdadero respeto y aceptación, otros pavonean de sus relaciones e influencias políticas que puede ayudar a la colonia, otros actúan imperativamente como si se tratara de una guerra donde ellos son los capitanes y comandantes del ejército, otros arengan una y otra vez sobre la necesidad de unirnos para tener fuerza, pero nadie acuerda ni intercambia ideas que construyan dando por hecho que lo que opinen no tiene ni tendrá importancia alguna.  lugares comunes a los que todos los demás tienen que someterse: “todos interrumpen a los demás, sin escucharlos, para decir su propia verdad, intentando posicionarse en el liderazgo”.

La falta de encuentro y de comunicación provocada por el terrorismo y la anticipación verbal, arroja en la mayor parte de los casos resultados forzados donde la colectividad se retira y termina renunciando a la verdadera organización. No faltan quienes aprovechan para arreglar los jardines de la colonia, organizar pastorelas navideñas,  rifas, misas, celebraciones de la virgen, etcétera. ¡El problema no se resuelve! Frente a propuestas concretas de cerrar con rejas, cooperar para vigilancia, etcétera, aparecen comentarios extrañísimos como ¿y si cerramos y los rateros están entre nosotros?, ¡muchas personas no tienen dinero para cooperar y no quieren cooperar! Es patético pensar que las vecinas y vecinos se conviertan en detectives o policías y atrapen a los delincuentes a la hora de que suenen las alarmas, si ni siquiera son escuchados ¿cómo pensar que darían su vida para cuidar el patrimonio de sus vecinos atrapando a los ladrones?.

Un tufo político de manipulación es de sospecharse en todo esto, tentáculos invisibles de las autoridades no permiten que las personas concretas de las colonias se organicen verdaderamente, como siempre en todos estos asuntos, uno no puede saber cuál es la mano que mueve la cuchara con la que se cuida que no se queme el chocolate, la verdad es que es una realidad y una pena que este país maravilloso esté tan inconscientemente contaminado en sus relaciones interpersonales como para no decir lo que mira, pensar lo que quiera –que son las peores las ataduras las del pensamiento-, y hacer lo que tiene que hacer para estar mejor. Dios dirá en qué acaba todo esto.

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Abelardo Fernández

Doctor en Psicología, psicoterapeuta de Contención, musicoterapeuta, escritor, músico y fotógrafo profesional.