¿Es posible el cambio en México?
- Vitaliano Torrico
A una década de su publicación el ensayo renueva validez en varios de sus postulados, el que el gobierno de la revolución nacional fue dictadura o, cuando menos, autoritario, etc. Y el que en un incidente modernizante aparezca el neoliberalismo incapaz de poner fin a la época heroica de México; más bien, cobra nuevos bríos hasta en la emoción de Giovani Sartori, a quien el Presidente de México impuso la condecoración del Águila Azteca: “…al borde de las lágrimas… sostuvo que México nunca ha sido una dictadura, que los mexicanos fueron capaces de establecer un sistema donde, si bien existió una fuerza hegemónica, hay un nuevo presidente cada 6 años. Y advirtió que a los dictadores los matan o se quedan ahí eternamente, y en México hay expresidentes.”(El universal 16-05-15)
I
De las noticias publicadas por la prensa nacional hay una que ha pasado desapercibida. “La Jornada”(6-04-03), por ejemplo, apenas registra un asunto político en su sección economía. Y es que ella debía producir un impacto tal que, por lo menos, generaría toda clase de reacciones. Pues, el que un politólogo de la dimensión de Giovani Sartori afirme que es “necesario que Fox logre reformas”, no es asunto menor. Y es que el tema del cambio en México está a la orden del día. Y no sólo desde la campaña proselitista que terminó por sacar al PRI del gobierno -después de ejercer el poder político de la nación a lo largo del siglo pasado-, y estableció el gobierno del cambio. En su momento el cambio adquirió, gracias a la inusitada acción del marketing(?), el poder de resolver los males de México. Pero ocurre que éste, como algún otro asunto elevado a panacea, suele salir del control de aquellos que, con sus conjuros, desataron fuerzas que desconocían; entonces semejan al brujo que ha perdido su poder. De ahí que el cambio invocado para la reciente elección de diputados haya tenido el efecto contrario, pues en lugar de levantar el “freno al cambio”, ha comenzado por restablecer el poder político de la nación. Y si la prensa no ha hecho más que presentar el dicho del renombrado politólogo, es porque, seguramente, el lugar en que lazó su afirmación, la reunión de la asociación de banqueros de México en Cancun, tenía múltiples connotaciones políticas.
Y sorprende que la clase política mexicana no haya reaccionado ante esto. Pues Sartori es popular en México porque los intelectuales echados a la política combatieron la “dictadura” del PRI con sus teorías sobre la democracia. Y esta política adquirió carta de ciudadanía en las últimas décadas del siglo pasado, porque, entre otras cosas, el gobierno se propuso dar cause a los movimientos del “68” y “2 de octubre”, cuyos actores hasta hoy protagonizan escándalos públicos. Y es que estos movimientos, víctimas de la represión, no han logrado, ni en su momento ni ahora, levantar un proyecto político capaz de tornar en inútil el que ejercía el gobierno del país; esto es, los objetivos con los que gestaron dichos movimientos se diluyeron en su propia acción de zapa de la revolución mexicana, o sea, aquellos con los que pretendían un mundo mejor que el que había construido ésta. De ahí que la proclama de la democracia se haya convertido en el estandarte que el abigarrado movimiento anti-priista levantó. Ahora esta política ha venido a suplantar a la que se hallaba en el escenario político de la nación. Con ella terminaron por asestar un certero golpe mortal a la revolución mexicana que ha resistido todos los embates antes de abandonar el lugar que ocupara por un siglo; pues no era casual que se mencionara hasta con hilaridad la peculiaridad del país, entre las curiosidades que ostenta en el concierto de las naciones, que las dictaduras del siglo habían fenecido mientras que la de México permanecía incólume.
El dicho del politólogo pone de relieve el convencimiento al que han llegado, ciertamente, incluso los que impulsan el cambio que el gobierno por sí mismo no puede llevar a cabo. De ahí que sus partidarios hayan recurrido a una suerte de “autoridad” moral que exhorte a quien corresponda a que lleve a efecto el tema que el tiempo exige. Pues ya no hay en el propio país ese árbitro que, en otro tiempo, fijaba el camino a seguir. Esta forma de autoridad que las sangrientas luchas sociales de las primeras décadas del siglo pasado había establecido, parece haberse esfumado como por ensalmo; su desaparición súbita ha dejado la sensación de que el país se halla a la deriva. Pues no es difícil encontrar en la prensa a no pocos que enjuician acremente la realidad del país. Y es que los mismos críticos del “sistema” que condenaron todos sus actos, con su silencio expresan la imposibilidad del cambio que en el siglo pasado fue una constante, incluso para desmontar los frutos que la revolución había entregado a la nación; esto es, la fuerza política que encarnaba el PRI fue utilizada contra ella y, cosa asombrosamente curiosa, contra el propio partido de estado, con el manido argumento de la modernización. Pues la historia nacional registra su postrero fruto: el gobierno actual. Y éste no cumple a sus propios partidarios con más cambios necesarios o, mejor dicho, más reformas que abran nuevos causes a su interés. Esta falta provoca el lamento de quienes no sólo no pueden conservar lo ganado en el ciclo neoliberal, sino que ello se desperdicia en la medida en que el país cae paulatinamente en las secuelas de la política modernizadora; esto es, que “México se ubica en el lugar 24 de competitividad mundial luego de haberse colocado en el lugar 19 en 2002: un descenso de cinco posiciones en tan sólo un año. Resalta el hecho de que la mejor ubicación que ha obtenido México fue en 1999, cuando tuvo el lugar 14. Desde entonces el descenso ha sido constante, ocupando de nuevo el lugar 14 en el 2000 y el 15 en el 2001.”(nexos: julio 2003)
Cómo contrasta esto con la euforia de julio del 2000. Ya no del sorprendido pueblo con un resultado electoral inesperado, sino de la prensa extranjera. Ahí está la española que calificó la derrota electoral del PRI de un acontecimiento histórico semejante al de la guerra de independencia; y hoy persiste en que en la elección de diputados no fue derrotado el gobierno ni su partido. Este sentimiento prima en la “nueva” clase gobernante, pues ha asumido, como la cosa más natural, que, con su voto, el pueblo le restituyó el dominio que le arrebató dicha guerra. Y lo interesante de esto es que para gobernar se arrogó los privilegios y el boato colonial. Esta curiosa actitud tenía que chocar naturalmente con el curso en el que el país se desenvuelve desde el siglo pasado. De ahí que las manifestaciones públicas de los empresarios son contra el entorpecimiento de este curso. Pues aunque ellos hayan sido los principales promotores del gobierno del cambio, reaccionaron ante una mentalidad que se contrapone a su desenvolvimiento material. Así en esa protesta, sin quererlo, manifiestan implícitamente que son fruto de la revolución, pues ésta construyó el ámbito en el que alcanzaron prosperidad que el Internacional Institute for Manangement Development, con sede en Suiza, les reconoce.(nexos: julio 2003) A la mitad de su mandato el gobierno del cambio sólo revela incomprensión del país; cosa que tampoco es nueva, ya que J.A. Aguilar Rivera, en su El gran problema nacional, muestra esta paradoja: “Si alguien escribiera una versión moderna del libro clásico Los grandes problemas nacionales(1909), del gran teórico positivista Andrés Molina Enríquez, seguramente pondría en primerísimo lugar en su lista de problemas a la ‘Realidad’. Pocos problemas son tan acuciantes para los mexicanos como el enfrentamiento cotidiano con la desnuda realidad. Es un obstáculo que ningún plan nacional de desarrollo ha podido salvar...”(nexos: julio 2003)
De ahí que la acción de los hombres del poder responda a una lógica insólita, la cual es ciertamente regresiva y, por tanto, contraria a la naturaleza de las cosas. Y aflora no sólo en el ejercicio del gobierno sino desde la campaña electoral en la que el candidato, para ganar la elección presidencial, tuvo que levantar el estandarte de la virgen de Guadalupe o, como hace el presidente municipal de Puebla, agotar su labor de gobierno en que dicha ciudad no es de Zaragoza sino de los ángeles. Con este anacronismo aplicado a fondo, pretenden remontar la historia nacional hasta los tiempos en que ejercían su dominio de manera indiscutida. Y con otro conjuro suponen borrada la historia en que esto fue suprimido materialmente. El nudo gordiano de este espectáculo consiste en que son personajes fruto de la postrera modernización del país; esto es, viven en el mundo moderno al modo colonial.
Este no es ciertamente un asunto privativo de México. Pues América Latina ha respondido a esta ironía, en todos los momentos de su vida nacional, asumiendo la cultura y la política que en el mundo moderno estaba en boga, mientras que México llevó a cabo una transformación real de su vida nacional.
II
Hay que decir, entonces, otro tanto del PRI que, según la prensa que por alguna extraña coincidencia registra el eco de la opinión pública, está de regreso. Y esto porque ese público se halla en la nave que va a la deriva. Como en toda zozobra ha reclamado electoralmente a esos viejos capitanes que les había generado un ambiente de certidumbre. Y esto no ha tenido lugar, ciertamente, por el llamado de algún politólogo por muy especialista que sea en ingeniería constitucional y profesor emérito de alguna Universidad donde ciertos regnícolas son “entrenados” para modernizar su terruño. No ciertamente sino que se trata de una historia aún inconclusa. Y es que ésta, al haber sido trazada de múltiples maneras, con su abigarramiento, ha terminado por encubrir su contenido real. Pues aquí está la diferencia precisamente con sus hermanas del sur: mientras que en éstas la inestabilidad política ha sido una constante de su historia nacional, México, una vez superada la “contienda armada”, registra una continuidad histórica; es decir, como refiere Guizot en su Historia de la civilización Francesa lo que es verdadero en una nación, en esta larga duración de la revolución ha tenido lugar la constitución de la nación mexicana. Y Abelardo Villegas dice, en su el sustento ideológico del nacionalismo.- en el nacionalismo y el arte mexicano(UNAM, 1986), que ésta es “una realidad histórico social”; o sea, fruto de su desenvolvimiento histórico. Y lo distingue del nacionalismo, el cual por ser tan abigarrado como las historias (sobre todo académicas) escritas sobre ella, “a menudo, no poseen una gran dosis de verdad.” Esta ideología, por decirlo así, entre nosotros -América Latina- generalmente se ha contrapuesto al desenvolvimiento histórico de la nación. Y los detractores de ésta, que ahora visten el traje neoliberal y globalizador y, también anti-populista, continúan condenando y golpeándola con el anuncio del fin de la historia. Y es que el nacimiento de nuestras naciones resultó del enseñoreamiento de las ideologías en el mundo moderno.
De ahí que la mexicana haya sido una revolución nacional, es decir, sin haber seguido ideología alguna. Más bien los acontecimientos se desarrollaron poniendo a la orden del día su propia historia nacional. Así la revolución llevó a término los postulados de la reforma, la cual había logrado, finalmente, afianzar la nación que luchó por afirmarse como independiente. De ahí que la Constitución que fuera aprobada bajo el fuego de la “decena trágica”, haya hundido sus resoluciones en las profundidades de su ser nacional. Pues incorporó a la acción del Estado a las mayorías sociales que habitan la nación. Con esto rompió el fundamento sobre el que descansaba el dominio colonial y que la República había conservado por un siglo como su componente legítimo. Tal es el significado, por ejemplo, de la tenencia de la tierra, lo mismo que de la legislación laboral que comprende a vastos sectores sociales urbanos y rurales organizados en sindicatos; en México comprende a organismos empresariales de todo tipo, donde asoma notoriamente la mentalidad que sobrevivió a la reforma y la revolución y cuyos exponentes son equipo del gobierno del cambio. De ahí que los que ven en la revolución una realización cuando más agraria, juzgan desde la perspectiva presente, es decir, que ella no ha sido entendida como superación de una época histórica. La nueva realidad inaugurada tenía que generar, pues, nuevos problemas tan o más grandes como los que fueron superados. Además, si el ejido satisfizo a la población campesina, ésta no era más que una parte de la sociedad. La otra detentaba el poder político y social de la nación, estamentos privilegiados que habitaban lo mismo el campo que la ciudad. De ahí surgió la nueva configuración de la sociedad mexicana que fue “explicada” y “conocida”, como en el resto de América Latina, como lucha de clases, país capitalista atrasado, etc., etc.; es decir, fue objeto de la ideología. Pues era el tiempo en que el mundo entero, para ser digerido, tenía que pasar por su tamiz.
Ahora bien, si la revolución había logrado la confluencia de sectores sociales distintos en pos de la nación, entonces por qué no llegaron a su término las tareas y los objetivos que surgían de su propio despliegue histórico? El asunto estriba en poner de relieve la comprensión que tenían los hombres del momento en que transformaban el país. El relato histórico muestra la pugna constante de éstos sin alterar el curso político establecido por la revolución, y persiste ahora en el que fuera partido de Estado. Estos actos vienen a constatar el peso de la tradición que nos heredó la colonia, y que el gobierno del cambio y su partido reproducen con mayor virulencia. Y la revolución no ha remontado este peso, es decir, la nación que debía entrar al mundo moderno con la guerra de la independencia, se halla atrapada en su pasado. Así terminó por arrojarle, como decía Carlyle de la restaurada monarquía sobre Cromwell, el perro muerto sobre el porvenir de la nación: pues esa realidad que imperaba, por ejemplo, en el campo, el del labriego sin yugo del patrón, permanece inalterable hasta hoy; es decir, si la revolución lo incorporó a la vida nacional como usufructuario del ejido, éste no ha dado un paso para desenvolverse en el mundo moderno. Más bien, los sucesivos, mejor dicho últimos gobiernos del PRI, bajo el látigo del neoliberalismo lo someten al mundo globalizado, a la competencia con la agricultura más industrializada del planeta abajo la forma del tratado de libre comercio. El resultado está a la vista, la pauperización del sistema productivo agrícola nacional con su devastadora consecuencia social. Y el argumento para justificar la medida gubernamental es que no se han modernizado como la agricultura de exportación. Esta lógica no podía ser más contraria al desenvolvimiento de la nación, ciertamente, pero ha funcionado para los menesteres políticos del momento.
Y aún sirve para condenar la revolución con el estigma de populista: toda una época de ella ha sido desacreditada brutalmente por populista. Sobre todo por sectores sociales que surgieron con el desarrollo de la revolución. Y aquí salta un hecho curioso, pues con ellos pretendió incorporar a la vida nacional los componentes motrices con los que se mueve el mundo moderno, esto es, la industria y el comercio. Para ellos fomentó y creó instituciones que conectaran al México de la revolución con el mundo civilizado. Pues en éste así se desarrollaron aquellos elementos vitales que hacen de la industria y comercio el desenvolvimiento natural del mundo que vivimos, o sea, la ciencia y técnica moderna. Ahora mismo esto tiene lugar en las instituciones educativas. Y aquí aparece ostensiblemente la falta de la revolución, pues en lugar de impeler a éstas a funcionar con la lógica inherente a su naturaleza -que tanto vale decir incorporarse al movimiento del mundo moderno-, las contaminó de manipulación política: en este lenguaje los encargados del futuro de México manifestaban el deber cumplido; como en tiempos de la colonia aún se rinde tributo al jefe que las hace posible. De ahí que en pleno siglo XXI las instituciones educativas de México ignoran simplemente lo que debían dominar y manejar con maestría. Y para esto no había que importar del extranjero como algo nuevo y extraño a la nación, sino desarrollar los elementos que nos llegó con el conquistador y que, sobre todo entre nosotros, alcanzaron notoriedad no en México ni América Latina sino en Europa: ¿No es éste el caso del fraile que de la Nueva España regresó al Colegio de la Fleche de París, donde fue maestro de Renato Descartes, padre de la ciencia moderna?
Pues esto salta en aquello que los expertos llaman educación informal, donde parece confluir toda la vida nacional, tanto que hasta la política cotidiana de la “era” neoliberal ha sido encajada a su molde. Para esto ahí están los mass media que se imponen con toda su brutalidad y distorsionan la idiosincrasia nacional. Estos medios (electrónicos) que surgieron también con el despliegue de la revolución, tienen una dimensión colosal; pues bien pronto adquirieron autonomía y, entonces, su comportamiento se disoció de ésta. Si bien en su comienzo aportaron a la configuración de la nación, muy pronto se convirtieron en canal de intromisión del estruendoso movimiento que azota a las grandes urbes del primer mundo, de eso que nuestros “a culturados”, dando la espalda a las “buenas costumbres” de la nación, asumen sus modos de vida para sentir que habitan otro mundo. Este espejismo generado por los mass media trajo consigo el desprecio de lo mexicano, el cual se manifestó incluso en las esferas más altas de la intelectualidad, quienes encontraron sólo miseria en el hombre que la revolución había tomado en sus manos como el punto central de su acción. Y esta consideración, que aún está ausente en la manera de afrontar la realidad nacional, podía impedir que el curso de la revolución fuera alterada y luego empujada a obrar contra ella misma. Así el PRI perdió el poder político de la nación, ya mucho después de que la revolución perdiera su fuerza creativa, cuando dio cauce a toda esa parafernalia anti-PRI que sólo ve populismo en los defectos y faltas de sus gobiernos; y hoy día -que ya no detenta la presidencia de la República- en la dirección política de la nación que recobra tímidamente imponiendo el freno al cambio que pretende el gobierno del cambio.
Y, sin embargo, de esos mismos sectores sociales surgieron quienes dejaron asentado el sentido propio de la nación que la revolución encarnó. Esto ocurre ahora mismo en el ámbito del arte. Y no solamente la exaltaron positiva o negativamente sino que, recobrando su tradición indígena y colonial, elevaron el carácter nacional hasta constituirla en valor universal. De ahí viene el reconocimiento a la revolución, antes que de los propios de los extraños que vinieron a desvelar lo que el tiempo y la conquista española simplemente enterraron. Y de ahí ese nacionalismo que aún finca el porvenir de la nación en el mundo pre-colonial, reputándolo de “una de nuestras mayores fuentes (para) reconstruir nuestra identidad..., uno de los grandes baluartes contra los intentos de globalización cultural.”(La Jornada,7-12-03, p.5a) Este lamento que semeja al del indígena que veía sepultar su mundo, carece de sentido histórico: ignora que éste, por ser tal desde que llegó el conquistador, vive en un mundo globalizado, aunque pretenda defenderlo del que está en boga. Y esta actitud ¡cómo contrasta con los que llevaron la nación y, por tanto, la revolución a la consideración del mundo moderno! Y para esto no se conformaron con adorar el arte y, en general, la cultura nacional, sino que confrontaron lo que se hace aquí con lo que se hace allá. Aquí está el hecho en que la realidad nacional ha cobrado vida real, palpitante y, por lo mismo, capaz de fustigar sino a los propios, a los extraños que lo equiparan y condenan lo mismo que al Capital de Marx. Y esto -que aparece a la luz de nuestra exposición- ha constituido y configurado la nación que la revolución proyectó. Y se comprende gracias a Blas Galindo que dice: “escribo música como se escribe en todas partes, música universal, y lo que me sale es música mexicana; así soy yo.”
Y, entonces, ¿qué se ha perdido? !Nada¡ Pues salta por sí misma que esta es la realidad, el muro en el que se difuminan los que han asumido que la revolución es cosa del pasado. Y para abonar su acerto juzgan la crisis que vive la nación como obra del PRI. Ciertamente. Pero aquí cabe hacer distinciones, tratándose sobre todo de la hora presente: el gobierno del cambio es la continuidad de los gobiernos neoliberales que a nombre del PRI desarrollaron la política modernizadora que tendía a disolver la nación en el esquema globalizador impuesto a los países periféricos; en América Latina generó la década perdida, los gobiernos “democráticos” que servilmente acondicionaron su país al propósito globalizador. A esto se ha pretendido nivelar a México, a donde sólo crece la pobreza extrema. Y se ve que donde campea la miseria se obnubila la capacidad de vislumbrar su salida; así la reproducción de “gobiernos democráticos” nos hunde más en la pobreza. Y cuando en México ensayan este procedimiento sólo exacerba la crisis que ha puesto en entredicho no sólo la revolución sino el sentido mismo de la nación. Este estado de cosas ha comenzado ciertamente a crispar la sensibilidad social que, por el momento, ha generado su respuesta electoral, ya que a esto se apeló para erradicar la corrupción con que se identificaba al PRI. Y éste ha entrado sin más a su terreno; es decir, no repara que el poder político de la nación terminó por descomponerse justamente en el juego electoral. De esto se apoderó el anti-priismo, de elementos nocivos que traía consigo la vieja práctica electoral, esa que fue pábulo, por ejemplo, para el comienzo de la revolución. Y todo lo que tiene de moderno este juego se exhibe en los mass media, sobre todo en la televisión.
De modo que tal momento es el que importa. Pues en este punto confluye el espectro político nacional que ha fincado su realización en el ámbito electoral. Y para esto no tienen que pretender encarar la realidad nacional con sentido histórico. De ahí que no puedan asumir que ese momento concentre el curso histórico de la nación; y menos que en el procedimiento electoral intente recobrarse como tal. Así el proceso político del país no se halla en consonancia con el propósito de su clase política. Pues aquél cobra dimensión histórica a despecho de ésta, o sea, basta el fruto que la modernidad impuesta por el neoliberalismo le arroja a su vida diaria, que de todo lo que pasa pretende legitimidad por el medio electoral; es decir, que en este ejercicio agotan su futuro. De ser evidente tal pretensión la democracia que vive no México sino toda América Latina es aquello a lo que puede aspirar. Y sus habitantes los perfectos realizadores del fin de la historia; anuncio que, por lo demás, proviene del imperio. En este espejismo halla su complemento la miseria de nuestra existencia, lo cual no impide que aquella golpee y amenace a diario a ésta. Por lo que no queda más que la reacción de la nación por su sobrevivencia. Así en América Latina el asunto estriba, por lo mismo, en que si por el procedimiento electoral puede sobreponerse a la simple existencia a que ha sido constreñida.
Pero el anuncio, diseñado no para el mundo que queremos sino para el que nos hacen vivir, no resiste la mera confrontación con la realidad. Pues si la nación intenta recobrarse en ese momento, entonces su comportamiento se dirige simplemente a un desencuentro con el juego electoral. De ahí que exija, por decir lo menos, un cauce mucho más amplio para su despliegue: esto, como dice un eminente politólogo y ex-priista, “si queremos conservar el estado de derecho..., vamos a tener que fortalecer la representación política y la capacidad de establecer acuerdos, de otra manera el régimen republicano va a ser sustituido por poderes fácticos.”(La Jornada 1-02-04) Así justifica su acción, esto es, el manejo político lo mismo que su renuncia al PRI. Y olvida que el régimen republicano es fruto de la revolución nacional; de ahí viene su fortaleza que se remonta al surgimiento de la nación misma. Y si ahora está amenazada es, precisamente, porque el curso histórico en el que llegó a su momento culminante se halla empantanado en el juego electoral. El momento contiene así el dilema de la clase política: si no quiere ser rebasada por la historia tiene que afrontarla en su justa dimensión. Y sólo al PRI le corresponde la responsabilidad de recobrar su sentido histórico, proyectarla a su acción política diaria. Para esto tendría que superar la práctica política que lo sumió en la crisis; y como dice un corrido de la revolución, inventar una nueva que proyecte la nación como signo del nuevo milenio.
Por ahora esto ciertamente no se halla en la cultura política que a diario aflora en la lucha por el poder, o sea, en esa desenfrenada carrera por las encuestas de popularidad, el control de organismos de operación política, etc.
Visto así, en perspectiva histórica, no tiene que sorprender ni al observador más desprevenido de comienzos del nuevo milenio, el por qué el PRI abandonó el curso histórico de la nación del que él mismo había surgido.
III
Todavía hay una tercera fuerza política que propugna el cambio en México: la izquierda. En el más reciente episodio “ideológico” protagonizado proponen la bandera de la esperanza. Y la enarbolan contra el neo-liberalismo y el neo-populismo. Esta izquierda que ha renunciado al socialismo, finalmente se ha nivelado a la de toda América Latina que, después de la caída del muro de Berlín, su objetivo histórico es la democracia. Declaran abiertamente que la globalización es la realidad del nuevo milenio. Y para esto se proponen la reconstrucción crítica(?) de los objetivos de la izquierda; es decir, a su caída ideológica de fines del siglo XX responden con más ideología para el siglo XXI. Es el anuncio de que permanecerán en este ámbito.
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