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  • Ignacio Esquivel Valdez
Los especialistas decían que su cuerpo funcionaba adecuadamente.

La puerta entreabierta del baño permitió entrar al murmullo de la regadera acompañado de algún golpecillo ocasional en el cancel. Leonel despertó de buenas escuchando estos sonidos y luego de abrir los ojos salió de la cama, se puso de pie e inició una serie de sentadillas con los brazos estirados al frente. Vio salir a María del baño envuelta en una toalla, la cual traviesamente jaló un poco y ella sonrió. Se despojó del pijama y tomó una ducha y en medio del vapor y la espuma jabonosa entonó su ópera favorita “Nessun dorma”, tal y como el mismo Pavarotti nunca lo hubiera hecho.

Cerró las llaves, se colocó una toalla corta que le cubría lo necesario. Posó frente al espejo como era su costumbre para ver si el gimnasio había hecho su trabajo. La imagen acusó el mismo resultado de siempre. No le importaba. Vio a un lado la báscula de María, se subió y vio 50 kilogramos. Gritó “Nena, la báscula se descompuso”. María estaba sentada en la cama poniendo crema a una de sus piernas. “Yo creo que sí, porque siempre me marca el mismo peso, jajajajaja”, bromeó.

Leo salió del baño llevando entre sus manos el aparato, lo puso en el suelo, subió en él y la lectura fue la misma. María tomó su lugar y leyó 57. “Pues sí, debe estar descompuesta, la llevaré a arreglar, pero eso significa que yo peso más de 57 y no me agrada la idea”.

Su vida siguió siendo la misma por varios días hasta que María comentó una noche durante la cena “Ya me entregaron la báscula, me debes 200 pesos”, “O sea, quieres que yo pague lo que tú descompones”, replicó él en tono jocoso, como era su costumbre. Ella sacó el aparato de una bolsa y lo puso en el suelo. Subió y la aguja volvió a mostrar los 57 kilogramos. Leo le pidió probarla y la aguja marcó 50. “Te estafaron”, dijo él.

Sábado por la tarde, Leo y Mary iban del brazo por la banqueta cuando llegaron a una farmacia donde habían colocado una báscula nueva, muy moderna, que con 10 pesos te da tu estatura y presión sanguínea. María subió y el aparato imprimió un papelito que decía “57.2 kilogramos, 1.60 metros de estatura”. Leo subió, introdujo una moneda y el papel se imprimió, él lo leyó y dijo “50 kilogramos”, confirmando las mediciones anteriores. Lo que ella nunca había visto en Leo se presentó ese día, un rostro desencajado.

La visita con el médico fue imperante. Ambos iban preocupados. Una enfermera pidió que el paciente ingresara en un cuarto para tomar sus signos. Leo no quiso ver la lectura de la báscula al momento de pesarlo, así que le dio la espada. La enfermera no hizo preguntas, todos los datos recolectados los apuntó en un papel que entregó al médico, quien al leerlas preguntó si las cantidades eran correctas. “Sí ¿por qué?” se escuchó desde el pasillo, “¿Cómo es posible que este hombre pese 47 kilogramos?”, respondió el galeno.

Al momento de la consulta, el médico lo hizo pesarse en distintas máquinas y todas daban el mismo resultado, en tanto que todo lo demás era normal. Le pidió hospitalizarse para analizar el caso.

Aquel hombre de tan buen talante se volvió taciturno, María trataba de animarlo. Los médicos no sabían qué hacer y el tiempo pasaba. Una noche en que sintió la vejiga muy ocupada, tomó el orinal y al terminar derramó el contenido. A media luz, intentó estirarse para alcanzar el botón que llama a las enfermeras y su pie derecho resbaló con una inevitable caída. Leo cerró los ojos presintiendo el golpe, pero para su sorpresa no hubo tal, por el contrario, él se encontraba flotando en el aíre como astronauta en gravedad cero. Se sintió intimidado y desconcertado. Tomó el barandal de la cama y regresó a ella para arrebujarse en las sábanas como un chiquillo asustado.

La vida de Leo se había convertido en una tragedia al no saber qué pasaba. Los especialistas decían que su cuerpo funcionaba adecuadamente, pero su ingravidez era algo inexplicable. María no soportaba verlo así, Leo casi no hablaba ni le prestaba atención.

Un día María llegó al cuarto donde su esposo estaba recluido. Le llevó flores y le puso sus piezas favoritas de ópera. Leo continuaba con la enfermiza indiferencia. Al ver que no había logrado nada, María rompió a llorar. Estaba de rodillas en el suelo son las manos en el rostro. De pronto sintió la mano de Leo en la cabeza y le dijo “Ánimo nena, vamos a estar bien ¿Sabes? Tengo ganas de un poco el sol ¿Me sacas al jardín?”. 

Un camillero amarró a Leo a una silla de ruedas y lo llevó al patio del hospital mientras María daba las explicaciones a una enfermera empecinada en que no salieran. El aire fresco y el sol matinal lo reconfortaron. Escuchó a algún pajarillo que andaba por los árboles. Le pareció que su canto era un himno a la libertad, sin paredes ni techos, totalmente despojado de miedos y prejuicios. Se sintió identificado con el ave y recuperando el ánimo comenzó a cantar su pieza favorita:

Nessun dorma! 

Nessun dorma!

Tu pure, o Principessa

nella tua fredda stanza 

guardi le stelle…

Al llegar a ese punto, se desató y comenzó a ganar altura. Sin importarle que la bata se le abriera, dio vueltas en el aire cantando: 

No, no, sulla tua bocca lo dirò

quando la luce splenderà!

Ed il mio bacio scioglierà il silenzio

che ti fa mia!...

Seguía subiendo, rebasó el árbol donde estaba el pajarillo que le había inspirado, pasó por encima del último piso del hospital y mientras se perdía en el infinito se alcanzó a escuchar, como nunca Pavarotti lo hubiera logrado.

La potente voz todavía se escuchaba mientras él ya era un punto en el cielo.

All'alba vincerò!

Vincerò!

Vincerooooooò!

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas