Espacios decoloniales: la tierra, el agua y el aire

  • Arturo Romero Contreras
Cuando hablamos de un pensamiento decolonial seguimos razonando en el modelo del poder territorial

Las teorías postcoloniales y decoloniales hacen uso de conceptos espaciales como margen, exterioridad, periferia o “sur”. Se trata de algo más que metáforas espaciales. Provienen de una concepción del poder y del dominio sobre la base de criterios clásicos. En efecto, el colonialismo español era fuertemente territorial y se comprendió a sí mismo como una extensión de la madre patria.

Pero este primer colonialismo debe ser claramente diferenciado de su versión protestante, donde los territorios conquistados comienzan a ser más bien sitios de extracción y donde lo importante no es la apropiación del territorio. Lo que cuenta es más bien el valor estratégico de las colonias para establecer redes de comercio. En ese sentido, una colonia no está ni dentro ni fuera del imperio, sino que más bien forma parte de un trayecto. El dinero, el trabajo, los cuerpos circulan. El territorio ha sido desplazado por el mar y los perímetros o fronteras, por la circulación. Los iniciadores son los holandeses y los consumadores de este modelo son, sin duda, los ingleses, para quienes las colonias deben ser administradas mínimamente, siempre en coordinación con las élites locales.

Las Guerras Mundiales y luego las independencias en Asia y África sellan el final de este tipo de colonialismo. La URSS no hace sino retornar un viejo modelo de expansión territorial ya condenado al fracaso. El triunfo está del lado de EE.UU. Desde el final de la Segunda Guerra mundial introduce su pie derecho en la historia mundial con un acto económico: un crédito para la reconstrucción de Europa a cambio de prerrogativas políticas y militares que aseguren, además, una ventaja económica. Su dominio ya no son los mares, como en los imperios holandés e inglés, sino el aire. Ya no es preciso tener colonias, sino socios. Y las relaciones de dependencia serán mantenidas a largo plazo por relaciones económicas.

La guerra se utiliza para modificar regímenes de gobierno hostiles a los planes económicos o para crear nuevos mercados, pero no para la conquista territorial. Es un proceder más sutil que el que demanda el agua. El aire representa la rapidez e intangibilidad inmediata de las variables del mercado. Si el capitalismo territorial basaba su potencia en la posesión y trabajo de la tierra, el capitalismo marino lo hace en el comercio por los mares. Pero el capitalismo aéreo comanda tierra y mar, política y derecho, por medio de instituciones financieras.

Constituye el máximo punto de penetración de las relaciones sociales por la economía y de la matemática en esta última. El dominio de Estados Unidos puede ser brutal en términos militares y políticos, pero es capaz de distribuir la actividad económica en actores mundiales, desperdigados, que mueven grandes capitales sin una conexión inmediata con la producción. La deuda, la especulación financiera, el trabajo inmaterial y otros fenómenos “espectrales” constituyen su elemento central. Hablamos de redes intangibles, de la nube, de los datos, en suma, elementos etéreos. Pero es evidente que con ello no desaparecen los mares como lugar de masivo intercambio comercial y de movimiento de capitales, como tampoco desaparece la tierra, no sólo como lugar que asegura derechos a los nacionales (y se los niega a los migrantes), sino también como elemento central de la geopolítica mundial. Es sólo que el aire, con los aviones, el internet inalámbrico, la computación de las variables económicas en milisegundos o la nube, entrelaza las rutas marítimas y los perímetros terrestres en un nuevo orden. El dron puede vencer al tanque y al barco.

Cuando hablamos de un pensamiento decolonial a partir de conceptos como “periferia”. “sur” o “exterioridad” seguimos razonando en el viejísimo modelo geográfico del poder territorial. No llegamos, pues, ni siquiera al modelo de las rutas y circuitos comerciales, mucho menos al mundo etéreo de la deuda y la especulación. Ya en el propio marxismo el proletariado no puede ser descrito en términos de interioridad o exterioridad. Él forma parte esencial del circuito de la producción, pero sólo a partir de su fuerza de trabajo. Digamos que su trabajo es insumo en la cadena de producción. Pero él entra de otro modo en la cadena de la distribución (ganancia), a saber, a partir de un sueldo, el cual no crece cuando el propietario gana. El concepto de exterioridad no tiene aquí ninguna pertinencia. Son más bien los factores raciales o de género, cuyo modelo es más clásicamente la exclusión, los que se utilizan en favor de dicho sistema de producción. Pero entonces, se trata de comprender cómo operan el territorio, la circulación de mercancías y capitales y el capital financiero a nivel global para comprender los diferentes estratos de lo que vagamente llamamos capitalismo.

El capitalismo tiene su propia temporalidad y espacialidad. Pero interiormente posee distintos ritmos: el del trabajo, el de la vida, el de la sociedad, el de la producción. No todo está sincronizado ni opera a la misma velocidad y la misma escala. Tampoco es verdad que el capitalismo se extienda territorialmente de manera homogénea. Ahora bien, el capitalismo no está nunca solo. Es decir, que erramos al creer que éste constituye una totalidad sin exterioridad. El capitalismo opera de manera estratégica con estructuras y procesos muy diversos: raciales, de género, coloniales, generacionales. El horizonte temporal del patriarcado es más amplio que el del capitalismo. Y sin embargo, este último hizo uso de estructuras patriarcales para dividir el trabajo de casa y el trabajo en la esfera pública, buscando que la mujer fuese confinara a la esfera de reproducción de la vida, mientras que al hombre se le reservaría la producción de la cultura. Pero este orden económico no tiene problemas en adoptar actitudes “progresistas” si resulta necesario que las mujeres ingresen al mercado laboral. Los tiempos y las geografías de la dominación no son homogéneas ni estables.  

Un pensamiento decolonial debería mapear los territorios, las rutas de circulación y comprender los mecanismos financieros de deuda, especulación y cálculo de riesgos para comenzar a trazar el espacio de juego del modelo económico actual. Y sobre ese espacio tripartita, trazar las dinámicas patriarcales, estrictamente coloniales y raciales. Este modelo no es simple, porque requiere, en primer lugar, complejizar nuestra topología conceptual. Llamemos así al modo en que pensamos el espacio. El espacio territorial es “geométrico” en sentido clásico: un perímetro rígido que puede ser medido e identificado en un mapa, como las fronteras entre países. Pero hay otros espacios, como las rutas comerciales, para las cuales lo más importante son los nodos y las conexiones. Tenemos espacio también con bordes difusos, como las zonas de influencia. Es porque existen ambigüedades en ello que las naciones se disputan los territorios con el fin de asegurar su dominio.

El territorio se nos ofrece como suelo firme, fácil de identificar en el mapa. Pero incluso el adentro y el afuera se vuelven complicados. Muchas epistemologías del sur subrayan con razón que el centro no está meramente en los países desarrollados occidentales y sus grandes ciudades. Toda ciudad global tiene su propio sur: sus guetos, sus barrios empobrecidos, sus periferias. Y dentro de toda periferia existen también los que se encuentran en el centro, creando redes con otros centros en otras partes del mundo. Eso no desaparece, sino que complica el espacio geométrico clásico asignado a la geografía. El mercado como espacio de redes y de circulación introduce decididamente una variable temporal. La economía opera cíclicamente y por ello, no se agota en ningún momento puntual. Se invierte con miras a una ganancia futura. Se pide un crédito para una mercancía futura. Se cobran intereses con miras a un plazo futuro. Esto hace que se expanda el tiempo más allá del estrecho límite de las cosas actuales. El capitalismo aéreo extiende aún más el espacio. Primero, construyendo rascacielos y subterráneos; segundo colonizando el aire con aviones, drones, cohetes y satélites; tercero, ampliando el espacio-tiempo humano a “escenarios posibles”, lo cual incluye especulación, estimaciones de futuro, cálculo de riesgos, etc.

Sería muy fácil decir que sólo existe la tierra y que el mar solamente moviliza lo que produce la tierra, verdadera madre de toda materialidad. En la misma línea, se argumenta que el capitalismo financiero es “ilusorio”, que no es economía real porque no produce nada y no intercambia nada. Pero es un error despreciar el mundo financiero porque está fundado en un elemento central de la existencia humana que es el mundo simbólico, el mundo de las promesas y de nuestra capacidad de proyectarnos un futuro. También es claro que por más que la tierra produzca, la vida humana se funda en el intercambio, lo que requiere de circulación. Todo esto tiene claras consecuencias sobre el concepto central de liberación. No se trata de salir de un sistema, como si hubiese un exterior simple y no un entramado de relaciones. No se trata tampoco de interrumpir un proceso en general, porque la acumulación tiene lugar en la producción de aquello que sostiene la vida y no puede ser destruido sin una progresiva migración a otro modo de producir, hacer circular, consumir y desechar, lo que involucra elementos éticos, políticos, tecnológicos y científicos. Es necesario una y otra vez trazar la topología y temporalidad del orden en el que vivimos y el tipo de actores que los habitan. Sobre esa base podríamos atisbar las complejas relaciones de dependencia en las que hemos entrelazado la vida social para poder definir lo que la palabra liberación puede todavía significar.     

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.