La nueva deriva política: izquierdas, derechas y centros

  • Arturo Romero Contreras
América Latina forma parte de la nueva redefinición de los bordes ideológicos del mundo

La hegemonía política del modelo mundial que suscribía la democracia partidista, una agenda social liberal y el capitalismo neoliberal, llega a su fin. El llamado bloque occidental, surgido de la Segunda Guerra Mundial, mostró sus primeros síntomas de enfermedad con la crisis de los PIGS, pero tuvo que esperar al Brexit para mostrar su enfermedad terminal. El triunfo arrasador de la derecha en las recientes elecciones europeas responde a la colonización del territorio en descomposición con nuevos organismos.

Todavía hace cinco o diez años vivíamos en el fin de la historia, es decir, en un horizonte en el que el bloque occidental de posguerra carecía de alternativas. Nadie podía hacerle competencia. El juego político se restringía a los partidos de siempre, una monótona alternancia que no cambiaba nada. Entonces, se podía decir: “todos los partidos son iguales”. Se hablaba incluso de cómo los términos “derecha” e “izquierda” ya no decían nada. Vivíamos en el mundo post-ideológico. Se identificaban a los últimos representantes de la derecha y de la izquierda por su discurso con olor a naftalina: cada concepto rechinaba de viejo y ningún aceite le permitía articularse con la época. “Ahora sí –decían muchos– podemos concentrarnos en los problemas y no en las ideologías”. Las críticas al capitalismo, al neoliberalismo, la ciencia, la tecnología y la globalización pululaban en un caldo todavía indiferenciado.

Se llamó “izquierda” a los socialdemócratas y “centro” a los conservadores, por mera costumbre. En realidad, la izquierda y su agenda habían prácticamente desaparecido. La derecha, por su parte, se había modernizado: se volvió neoliberal y pasaba muy bien por una posición de “centro”.

Esta última surgía de la alianza entre conservadores culturales y la socialdemocracia cristiana, que silenciosamente gobernó Europa junto con los liberales. La derecha, propiamente dicha, se le atribuía a la Rusia de Putin. La izquierda radical era Venezuela. Lugares recónditos de los que nadie quería saber nada. Excepto eso, que no valían la pena, porque se trataba de lugares lejanos ideológica, política y socialmente. Eran resabios del pasado o pequeños tumores contenidos en el sano y vital cuerpo del mundo globalizado. Con todo, los signos vitales no mentían: crisis económicas, desigualdad, pérdida de legitimidad de la democracia representativa, contaminación, desplazamientos masivos de gente, cambio climático.

Durante la crisis económica de 2007-2008 reapareció el nombre de “capitalismo” en la escena pública. Nuevamente estaba en boca de todos. No se hablaba de tal o cual problema, país, o bache en el camino hacia el progreso. La crisis era global y no había forma de disimularlo. Se trataba del “sistema”. Pero, ¿qué era el sistema? ¿El capitalismo? ¿La globalización? ¿El mundo tecnificado? ¿La mala distribución del ingreso? Así como los keynes fueron cuestionados y destituidos en los años ochenta –tiempos de “estagflación”– así los hayeks, sus sucesores, recibieron su primer citatorio con la nueva recesión.

Pero no se trataba de poner en cuestión esa bestia enigmática que llamamos capitalismo. Más bien asistíamos al momento de descomposición que mostraba un organismo complejo. No existía el capitalismo sin más, sino uno con partidos políticos, agendas liberales, complejos militares, un peculiarísimo libre mercado, una tendencia globalizadora, etc. No había nada de necesario en este ensamble. Pronto se vio lo que no se quería ver: que el capitalismo funciona bien e incluso mejor, en estos tiempos, en regímenes llamados autocráticos, como China.

Para los que equiparan libertad y capitalismo, la evidencia está ahí, como lo estuvo hace ya décadas en Chile. Se vio que los autoproclamados libertarios, suerte de anarcocapitalistas, abrazaban agendas sociales reaccionarias en contra de migrantes, mujeres y homosexuales. El problema de la izquierda de aliar causas económicas con causas culturales se divorció por completo, haciendo que las guerras culturales no sólo opacaran, sino que incluso se volvieran hostiles a las cuestiones económicas. Y ese bloque disperso de grupos marginados, lejos de unirse “interseccionalmente” fue dando lugar a luchas de identidad separatistas, muy lejos del impulso universalista y comunitario de la vieja izquierda.

Hace unos días todos los encabezados de los principales diarios del mundo decían lo mismo: “arrasa la derecha en Europa”. Al mismo tiempo, los actores comienzan a usar de nuevo los términos izquierda y derecha con renovada virulencia. Milei se ensaña con los “zurdos de mierda”. Trump “denuncia” y funde en un mismo grupo a demócratas e izquierda woke y los llama izquierda radical. Los medios clasifican sin ambages a AfD (alternativa por Alemania), el Frente Nacional de Marie Le Pen o los Hermanos de Italia como partidos de extrema derecha.

América Latina no es la excepción. Ella forma parte de la nueva redefinición de los bordes ideológicos del mundo. Todavía hace poco se discutía sobre las diferentes izquierdas (Cuba y Venezuela con raíces comunistas; Brasil con gobierno de tradición sindicalista, pero con economía liberal; Argentina y con su ambigua herencia peronista; México con su izquierda liberal) y su posicionamiento frente al neoliberalismo. Pero los bukeles, bolsonaros y mileis cambiaron por completo este horizonte: ni neoliberales democráticos ni conservaduristas clásicos. Los primeros abrazaban la agenda social liberal: feminismo, LGBTIQ+, legalización de ciertas drogas. Los últimos se oponían a todo ello invocando el nombre del buen Dios, pero no fallaban en denunciar el crudo “materialismo” del mundo moderno, que compartían ultracapitalistas y comunistas. La nueva derecha, en cambio, pelea por meter en el mismo costal a comunistas y keynesianos, diciendo que la batalla última es entre el estado planificador de la economía y el libre mercado. Digámoslo claramente: no se trata de una pelea entre centro, derecha o izquierda, sino de la definición misma de lo que entenderemos con esos rótulos en los años venideros.

Las fronteras se definirán dentro y fuera. La izquierda, por ejemplo, se debate entre su herencia comunista, liberal y comunitarista. Es decir, un enfoque económico, de lucha de clases y de hegemonía ideológica se enfrenta a una agenda social-liberal de derechos civiles sobre la base de un capitalismo cuyos malos efectos pueden ser mitigados con una política monetaria keynesiana, y a una izquierda que ha volcado su interés a los pueblos originarios, con sus usos y costumbres.

La derecha se debate entre sus viejos militantes fascistas, escondidos pacientemente debajo de las piedras por décadas, los cristianos resentidos en un mundo secular y las clases populares desencantadas de comunistas y socialistas. La nueva derecha es socialmente conservadora: religiosa, enemiga de relaciones no heterosexuales, nacionalista y de discurso violento. Suele culpabilizar a dos actores por la miseria actual. Primero, a los “príncipes” (el pantano, la casta, los políticos corruptos, Wall Street, etc.), a quienes se les debe arrancar el poder; segundo, a las hordas del terror: inmigrantes, mujeres empoderadas, homosexuales irredentos. Pero, a pesar de ser socialmente conservadora, se asume radicalmente capitalista. Queda abierta, empero, la disputa entre una economía nacionalista (proteccionista) y el libre mercado.

El autoproclamado centro (o “tercera vía”, como quiso bautizarla Antony Giddens) es el perdedor del momento. Su agenda social se ha desprestigiado. Su modelo económico capitalista ha flexibilizado el mundo laboral, ha producido acumulación desigual de capital, ha causado una crisis ecológica planetaria y ha destruido innumerables modos de vida comunitaria en nombre de un individualismo autodestructivo. Los perdedores de la globalización levantan la voz. La producción offshore y la mano de obra internacional ha pauperizado grandes regiones del primer mundo. Intentan volver desesperadamente a una forma más clara de intervención estatal en el mercado. Pero parece ya demasiado tarde: el mundo se polariza, pero no debido a supuestos actores que violentan sociedades pacíficas. Es que el antiguo ordenamiento territorial-ideológico se disuelve y la desesperación obliga a muchos a definirse de manera rápida y extrema.

Este cuadro es parcial y cambiante. Pronto veremos renacer viejos debates sobre religión, sexualidad, la teoría del valor, el Estado. Por lo que hemos visto hasta ahora, las discusiones serán agresivas. Mucha gente será señalada como culpable, no debemos descartar chivos expiatorios y linchamientos. Se nos exige entrar al debate y luchar por una definición acorde a nuestros principios. El centro ha engendrado a su derecha. En realidad, siempre la tuvo cerca, la requirió para tener a raya a la izquierda.

La izquierda tiene pecados sin perdón. Sin embargo, tiene aún principios mínimos irrenunciables diferentes a los que están en declive y a los que poco a poco toman el poder. Si la izquierda no es capaz de ofrecer una alternativa a lo que hoy gobierna (capacidad crítica) y a lo que ella misma hizo (capacidad autocrítica), no tiene oportunidad. Ella es, probablemente, la que carga con la más grande responsabilidad de redefinición, más allá de las guerras culturales –pero no sin ellas– para dar una nueva oportunidad a la justicia y la libertad radicalmente común, pasando por la economía, la cultura y la ecología.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.