Sobre el ataque a Ernesto Calderón en Puebla
- Arturo Romero Contreras
Una vez más presenciamos el ataque de una manada. Como siempre, se trata de un acto de bajeza moral: la manada contra una víctima sin capacidad alguna de defensa. Fuerza de la mayoría. Disolución de la responsabilidad individual. Afirmación estúpida de un supuesto poder que no hace sino demostrar la más absoluta fragilidad y desposesión.
¿Cómo explicar que un grupo de hombres bravucones descargue sus fuerzas de manera tan desigual? ¿No es vergonzoso el acto mismo para quien se ha atribuido alguna fuerza y superioridad? Es lo que sorprende también de las violaciones o del bullying: la cobardía y la desproporción en nombre de alguna superioridad.
El 8 de septiembre ocho chicos golpearon a Ernesto Calderón causándole fracturas y daños graves. Hasta ahora sabemos que Ernesto iba en compañía de su novia y un sobrino. Alguien de la manada lanzó cerveza al grupo de tres. Ernesto protestó. La manada respondió con una golpiza. Nadie puede reaccionar de esa manera si no se siente profundamente ofendido, vulnerado. Son ocho personas de cristal o no, mucho menos, trapos de subjetividad, vaciados de toda sustancia. Primero, porque necesitan agredir lanzando su cerveza. Ahí comienza todo, con el acto de afirmación, la provocación que espera una respuesta sumisa que lo coloque en posición de poder.
Pero, hasta donde sabemos, los ocho de la manada pertenecen a una clase social muy alta, asisten al Tec de Monterrey y a la Universidad Anáhuac. Son hijos también de empresarios y funcionarios. Sus padres están en la cima económica del poder socioeconómico y ellos lo saben. ¿Por qué entonces requieren afirmar su poder con un acto de tan poca monta? ¿Por qué la mayor concentración de poder y una vida de privilegios destruyen la personalidad hasta el punto de tener que vivir de provocaciones vulgares? Todo está dicho ahí, en la necesidad de afirmar la superioridad donde en el fondo privan, subjetivamente, la impotencia y la privación como correlato de la prepotencia y la abundancia objetivas.
Primera hipótesis: hay una relación inversamente proporcional entre la potencia objetiva y la integridad subjetiva en nuestro modo social y económico de vivir. El triunfo en este modelo de producción va de la mano con el arrasamiento de un sujeto capaz de satisfacción y de seguridad de sí. Insatisfecho busca acumular y consumir. Inseguro, busca desesperadamente reconocimiento por la seducción (imagen, pretensión y engaño) y por la violencia (trollear, bullear, violar, golpear). El sujeto se hace nada, se despedaza. Primero, porque los otros son igual de avaros que él: no le declaran su amor sino todo lo contrario, se muestran únicamente como competidores, como lobos que viven de la lucha de deseos. Deseo de verticalidad. La relación jerárquica del viejo mundo, detentada por curas, gobernantes, padres o maestros, no da lugar a la comunidad de hermanos y hermanas, sino a su lucha y al deseo de reemplazar a la figura faltante de autoridad por auto atribución instantánea de poder por medio de un acto fatuo de violencia. Violencia que no es instituyente, sino puro acto, puro acontecimiento o happening: inmediatez.
La manada y su comportamiento. Esto es algo que podemos ver gracias al feminismo. Los hombres hemos asumido esta violencia cobarde como natural, como modo de ser. Lo recordamos de la primaria, la secundaria y la prepa. El mundo estaba dividido entre los poderosos, que afirmaban su soberanía aplicando la fuerza sobre los más débiles, y los amenazados, golpeados, humillados. Siempre lo tomamos con la ley de la vida. Pero el feminismo permitió que los hombres nos viéramos. La violencia contra las mujeres tiene su extensión en la violencia entre hombres. Lo que se persigue en el chico “bulleado” es lo femenino. Y eso femenino es la indefensión. Si se golpea a un chico y éste no responde, entonces merece más golpes, porque no ha demostrado ser hombre. Mientras menos responda, más se “feminiza” y más violencia suscita desde su agresor. Crecí en los ochenta y los hombres agredían y humillaban todo lo “femenino”: lo “joto”, no jugar futbol, no saber pelear, no ver las luchas en la tele. En la primaria son uno o dos. En la secundaria aparecen las manadas. Ellas poseen la misma estructura de las manadas que aun más tarde, realizan golpizas y participan en violaciones masivas.
Hablamos aquí del presente, de un modo de organización social, de un modo de producción. Son elementos de actualidad. Y parece que estamos obligados a denunciar todo esto como un signo deplorable de nuestra época. Pero debemos ser cuidadosos, porque el comportamiento de la manada es inmemorial. El antropólogo René Girard ha desarrollado una teoría muy interesante sobre el deseo y su relación con los sacrificios rituales. Nos dice, en primer lugar, que aprendemos a desear mirando a los otros. Otro parece un complemento a la tesis Hegel-Kojéve-Lacan al hecho de que deseamos ser reconocidos por el otro, deseamos su deseo. Es un complemento porque no sólo dice que queremos ser el objeto de deseo de los otros, sino que eso lo aprendemos socialmente, en la experiencia de una lucha de deseos.
Me parece que esta lucha puede adoptar dos formas: una positiva, que es la seducción y otra negativa, que es la dominación. Para ser deseados seducimos. O bien, oprimimos. Es la máxima que conoce el político desde hace siglos: ser amado o ser temido. Pero Girard agrega algo, un desenlace fatal a este sistema, un atractor que hace colapsar el sistema: aprendemos a desear deseando lo mismo que los otros. Eso significa que terminamos deseando lo mismo, las mismas cosas, en el mismo sistema, lo que implica que competiremos por lo mismo. Y en ese tipo de competencia, como en la lucha por el reconocimiento, la batalla es a muerte. Hobbes dice que requerimos de un soberano que nos ponga en orden, porque no sabemos ser sujetos. Hegel dice que se aprende a golpes, que la lucha tiene como resultado el reconocimiento, el consenso. Lacan dice que el orden simbólico, la cultura, impone una distancia y nos permite procesar el deseo y el conflicto. Girard es más pesimista y dice que sólo el sacrificio calma la guerra. Es una observación antropológica que merece atención.
Girard estudia la figura del chivo expiatorio, es decir la elección por parte de un grupo de un culpable, al cual se le achacan todos los males. Un problema social de reconocimiento difuso se concreta en un individuo determinado. Él debe ser sacrificado para que todo regrese al orden. Lo cierto es que los chivos expiatorios en verdad calman a los grupos. Y es esto, cree Girard, lo que termina convenciéndolos del carácter divino de la víctima y del carácter efectivo del sacrificio. El chivo expiatorio tiene una eficacia simbólica de reconciliación, fuerza que los grupos saben percibir, pero que creen mágicamente. El comportamiento de la manada de los ocho funciona de este modo. La impotencia sentida subjetivamente entre sus miembros requiere de un elemento exterior, de un chivo expiatorio que regule su posición en el poder. Esta posición es masculina, sí, pero también económica y social. Es, muy probablemente metafísica, patriarcal y colonial a la vez.
Ahora, recordemos una enseñanza psicoanalítica básica, y es que en toda escena social hay siempre, al menos, tres elementos: yo, tú y el Otro. Los chicos de la manada no se regulan directamente por la golpiza. Ellos se imaginan mirados por alguien que puede reconocer en sus actos la hombría. Sin ello estarían desamparados. Alguien debe de verlos. Y ese ojo que los mira es un ojo colectivo que ellos han interiorizado y al cual le rinden culto. Vemos entonces cuatro elementos: yo, el otro, la cosa en disputa y el Otro que me mira. Los chicos de la manada se enfrentan a otro y lo sacrifican a su Dios-alfa. La cosa es aquí el cuerpo que deben golpear vilmente. Lo vemos a gran escala en el sistema económico: las relaciones sociales jerárquicas se sostienen en una creencia, pero se ejecutan o se realizan sobre las cosas, los bienes, las mercancías, los territorios, es decir, sobre alguna corporalidad, sin la cual todo quedaría en la pura virtualidad.
¿Ahora, de qué se trata este ritual de purificación? ¿De la expulsión de lo otro? No, porque lo otro es ya el resultado de la operación llamada chivo-expiatorio. El verdadero problema es que el chico golpeado y la mujer violada son indistinguibles de cualquier otro chico y cualquier otra mujer. Si fueran realmente otros entonces les daríamos la razón: hay un elemento objetivamente extraño. Pero lo que verdaderamente trata de conjurar la figura del chivo expiatorio es la ambigüedad. El chico golpeado debe ser constituido como otro, lanzado a la lejanía de la alteridad para poder ser golpeado. Rita Segato nos cuenta que en sus entrevistas a violadores en la cárcel que todos ellos se sienten justicieros. No son delincuentes, sino ejecutores de la justicia. Ellos violan solamente a las malas mujeres, que deben ser distinguidas claramente de sus madres, sus hermanas y las vírgenes. Ellos suelen ser puritanos. Lo mismo sucede con los bullies: ellos castigan a los débiles, a los que no son verdaderos hombres, a los que no entienden su inferioridad. Es verdad que siempre descargan su fuerza sobre los más desprotegidos. Pero sucede más bien al revés: ellos golpean a alguien y si éste no contesta o muestra signos de debilidad, entonces merecía ese golpe y muchos otros, porque con ello ha demostrado su inferioridad. Es así que merece todo el castigo del mundo. Violadores y bullies no son gente sin valores, como denuncian las universidades a las que pertenecen. Todo lo contrario: son puritanos, de valores inflexibles y claros. Y más allá son los verdaderos mantenedores del orden social existente, sus guardianes, porque regulan su funcionamiento interno y lo libran de toda culpa. Todo lo que hacen está justificado.
Pero entonces, ¿se trata de algo moderno o de algo inmemorial? Ambos. Se trata de cómo un modo contemporáneo de vivir y organizar las relaciones sociales se apoya en “soluciones” arcaicas. Lo vemos todo el tiempo. El capitalismo se ha apoyado en el patriarcado para decidir el papel de la mujer en el mundo laboral o sobre el racismo para asegurar los precios de la mano de obra. Pero no se trata de relaciones necesarias, sino siempre estratégicas. Debemos reparar en una paradoja. Nuestro mundo, moderno y capitalista, aplaude la praxis humana, la producción y la autodeterminación. Significa movilización de todas las fuerzas naturales por parte del ser humano para producirse absolutamente y su mundo. Pero lo que vemos es una subjetividad que se declara inmóvil e impotente. La inmovilidad y la impotencia subjetivas tienen como correlato la movilización y la potencia objetivas. La manada lo demuestra con claridad: un mundo hipermoderno intentando salvarse con estrategias arcaicas en un horizonte que aplaude la actividad y la productividad, pero que produce un vida pasiva e impotente.
Opinion para Interiores:
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Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.