Los amorosos nunca mueren
- Román Sánchez Zamora
Por cuatro años nos vimos en un restaurante italiano, de piedras generosas, de un olor a especias. Allí nos sentábamos y charlábamos por horas de mis proyectos, de los suyos, de su semana o su mes, porque luego no podíamos vernos.
Allí ella me veía, sonreía, me miraba cómo le describía, lo que hacía y de mis sueños cuando tuviera en mis manos las insignias de general, entonces sonreía me veía, suspiraba y cada día le amaba más…
Siempre le respeté, a lo lejos siempre, le besaba la mano, le tomaba una foto para recordar su última sonrisa de la última cita y me hacía soñar…
Le propuse matrimonio más veces que nuestros dedos juntos y ella nunca aceptó, siempre me decía que siguiera, que me amaba, ella sentía cómo amaba mi carrera, que nunca me detendría…
Un día, solo se despidió… Me deseo la mejor de las fortunas y llegué a jefe, un rango previo a los generales, me dijo: “vuela, nunca olvides que naciste para las alturas”. Me besó las manos y se fue.
Supe que no le vería más, y ella sabía que le podría encontrar, pero por respeto no lo hice. Jamás volví a saber de ella. Me subí a mi coche; en las noches con lluvia, al ver los pastizales del Campo Militar, y los brillos de las señales preventivas me hacían suspirar y por momentos hasta desear preguntar por ella e irle a buscar, pero las promesas se hacen para cumplirlas y no podía hacerlo.
Como todos me casé. Llegó un ramo de girasoles sin nota, a ella, a Grecia le gustaban, imaginé su sonrisa y aún hoy le recuerdo. Ella murió hace cinco años; cada año paso a ver su tumba en su cumpleaños y recuerdo que me dijo que le gustaba mi nombre…