Huehuetla: choque de dos mundos

  • Joshue Uriel Figueroa
Las personas están marcadas por historias, que tienen contrastes que dejan ver otros mundos

Hace diez años visité por primera vez el municipio de Huehuetla en la Sierra Nororiental del estado de Puebla. Había visitado ya muchos municipios indígenas, pero ninguno me había marcado tanto. Será tal vez la forma en que llegué.

Con un grupo de amigos universitarios nos dispusimos a reclutar equipos de jóvenes que apoyarán al movimiento de regeneración nacional. En un pequeño auto prestado, cooperamos para la gasolina y comiendo tortilla con tlalitos, tomamos una ruta larga y de poca experiencia de Puebla-Zacatlán- Amixtlan y de ahí a Zapotitlán para aterrizar en Huehuetla a las cinco de mañana. Durante el recorrido visitamos a varias personas, todas con una historia distinta; a todos nos unía el hartazgo de la injusticia, la pobreza, la represión.

Recuerdo el rostro de don Miguel en Amixtlán, ojos grandes y oscuros, como de caballo, bigote pronunciado, como si tuviera un cepillo sobre el labio, fornido por el trabajo en el campo, de aspecto rígido como corteza de árbol, pero su voz era todo lo contrario; dulce, suave y por momentos débil, de palabras muy sencillas pero claras, directas, francas.  Vivía en una casita empinada de un solo cuarto sobre el cerro lodoso. Ahí mismo donde dormía con su esposa, tres hijas y un bebé, también jugaban, estudiaban, comían y celebraban. Un burro, tres gallinas y un cerdo eran el capital familiar. Casi sin muebles, solo la cama donde dormían amontonados, una pequeña mesita de madera y un refrigerador viejo, ¡ah! y claro, una televisión de plasma que tenía un pegote de “Mover a México”.

Don Miguel nos contó que a sus casi cincuenta años nada había cambiado en su pueblo y que había estado muchos años luchando y no dejaría de hacerlo para que hubiera un buen hospital. Mientras sus pequeñas jugaban correteando los pollos y mostrándonos sus juguetes, tareas y hogar, sonriente nos ofreció agua, frijolitos con huevo y un abrazo. Nos pidieron quedarnos porque se acercaba una tremenda lluvia, pero partimos. No había visto una familia más unida y feliz.

Un poco más tarde llegamos a otro pueblito, casi vacío, con casas distantes unas de otras y entre las laderas. Por desgracia no recuerdo el nombre, pero sí que llovía en medio de una espesa neblina. Nos recibió una abuelita bajo el techo de lámina de su casita sostenida por palos. Con la lluvia no escuchábamos nada más que la fuerza del agua. Solo con la mirada nos sentó en un tronco, y al lado de su fogón nos dio café; solo con la mirada y con una hermosa sonrisa chimuela entendimos que debíamos esperar a su esposo. Y así fue, esperamos observando un recorte de periódico colgado frente a nosotros con la imagen de Andrés Manuel López Obrador y la frase “Sonríe ya ganamos”. Casi al instante apareció un señor delgado, bajito, de huaraches, con los pies cubiertos de barro, con un bastón de palo sostenido por manos ásperas como rocas. Se le iluminaron los ojos al ver visitas. Al contrario de su esposa, él no paró de hablar. Sus hijos habían migrado a la Ciudad de México, poco los visitaban, pero no se sentían abandonados porque sabían que sus nietos los querían mucho. De pronto la tierra mojada nos llenó de su aroma con café. Nos invitaron a comer, pero ya oscurecía y tuvimos que despedirnos.  No olvido la ternura de sus miradas, pues sentí a mi abuela y sus bendiciones.

Nos perdimos camino a Huehuetla, sin señal, sin GPS, sin gente en la calle que nos orientara. De repente estábamos extraviados entre cerros oscuros y un calor intenso, varias veces nos atascamos y tuvimos que sacar el coche a empujones.

Por fin, a las cinco de la mañana llegamos a Huehuetla (nos esperaban una noche antes). Contrario a lo que imaginábamos, todo el pueblo estaba en las calles. En el calor de la madrugada muchas personas de la tercera edad estaban formadas sobre una banqueta en el centro, esperando para cobrar su pensión. Alrededor de ellos se montaban puestos de tamales, verduras, carnés.  Ahí dejamos estacionado el carrito lastimado y Pablo, nuestro enlace en Huehuetla, sobre la batea de una camioneta, nos llevó con los campesinos que ya estaban por terminar de trabajar. Todo era verde, incluso el olor intenso a pimienta. ¡Qué luna!, no se requerían linternas, era más que generosa la luz del astro. Sin pavimento bajo las ruedas llegamos a la casita de una familia campesina, tuvimos que esperar un poco, pues estaban ocupados llenando costales de pimienta y pesando en una “báscula romana” de diseño original del año 200 a.C.

Nos dispusimos a ayudar a cargar los costales, pero fue inútil, eran demasiado pesados para nuestros enclenques brazos. Entonces, solo pudimos esperar y observar. Noté que su casa únicamente era un cuarto amplio, con mucha pimienta esparcida sobre el piso (secando) y en un rincón dos mujeres sobre un petate limpiando maíz. No tenían ni un mueble, sólo petates donde dormían unos niños entre los bultos de granos de café. El hijo mayor, que aparentaba tener mi edad al igual que su padre, no usaba zapatos ni huaraches. Con el dorso desnudo como una máquina humana cargaba bulto tras bulto de pimienta sin fatiga; la fuerza de la familia era notoria, sus ojos rasgados y los rostros profundos de su linaje totonaca, su piel como pensará Amando Nervo, era de un bronce intenso.

Por fin, las siete de la mañana y nos reunimos todos en un círculo para hablar (sólo hombres).  Al inicio quisimos tomar la palabra, pero nos detuvo nuestro enlace: “no hablan español, sólo totonaco”. Por ello, poco hablamos, sin saber lo que ellos comentaban entre sí, nos tradujeron. Sin embargo, no fue un impedimento el idioma, una mirada directa a nuestras retinas y un levísimo apretón de mano fue señal de amistad.

Al final pregunté qué edad tenía aquel joven que cargaba bultos de pimienta como una máquina.  Veintiún años, respondieron.

Tuve la impresión de estar en otro mundo, otra lengua, otros tiempos, otras formas, ¿un mundo mejor? No lo sé. Lo cierto es que, en pleno siglo XXI fue un choque de dos mundos, entre un grupo de jóvenes universitarios y otro que cargaba el peso de siglos de trabajo duro sobre su espalda, olor a pimienta y en sus pies, la tierra totonaca.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Joshue Uriel Figueroa

Politólogo y abogado con estudios de Maestría en Políticas Públicas y Género (FLACSO). Fue Consejero Universitario en la BUAP. Activista por los derechos humanos. Se ha desempeñado como asesor en el INE y en la Cámara de Diputados. Desde el 2019 es titular del Programa Becas Benito Juárez en Puebla.