Sobre El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza
- Juan Carlos Canales
Diario de trabajo, 11 de julio, 19:30 Hrs.
Tenía en reserva el libro testimonial de Cristina Rivera Garza sobre el feminicidio de su hermana, Liliana, ocurrido hace 30 años. La polémica desatada por Felipe Garrido en torno a él me precipitó a iniciarlo hoy en la tarde. Difícilmente puedo adelantar un juicio sobre la obra, ya que apenas llevo una cincuentena de páginas, pero quizá el principal problema de Garrido, además de una valoración fuera de lugar, fue pedirle al libro algo que el propio libro no ofrece: una indagación en las profundidades psicológicas del asesino, como si el narrador del mismo poseyera una lamparita para alumbrar esa interioridad.
Y ahí están los ejemplos de Carrère y Bousqued respectivamente, que sólo recogen el testimonio de los asesinos, no lo inventan. Lo otro, sería atribuirse un saber que no se tiene. Independientemente del género, el límite sobre la indagación de alguna interioridad, lo marcó hace ya mucho tiempo “La nueva novela francesa” (Nouveau Roman).
Pero en el caso del libro en cuestión tenemos que sumar, además, que el presunto asesino de Liliana sigue prófugo y desaparecido por lo que recoger su testimonio -en el caso que le hubiera interesado a Cristina Rivera- sería imposible. Por otra parte, indagar en la dimensión psicológica de Ángel González Ramos hubiera tenido el riesgo de convertirlo en una excepción cuando, por el contrario, responde a un sistema que día con día normaliza más este tipo de asesinatos. La violencia contra las mujeres no es excepcional en México; el promedio de 10 asesinatos diarios lo dice todo, y peor, más de la mitad de esos asesinatos nunca llegan a esclarecerse.
Se trata de un libro, y esto hay que subrayarlo, escrito del lado de la víctima y sus deudos; un libro que rescata del olvido a cientos de víctimas enterradas en fosas comunes, en estadísticas, o en el archivo muerto de alguna dependencia de gobierno. Si la memoria tiene un lugar en la historia debe ser el del espacio del dolor, esa memoria doliente a la que aludía Adorno respecto a Auschwitz.
También, un ejercicio de visibilización, de salvación, de una muerte doble: primero la física, a manos de un asesino, y luego la que va de la estigmatización al desdibujamiento que provocan tanto las instituciones como nuestros aparatos de saber. La escritura, en el caso de Cristina Rivera, es algo más que un ajuste de cuentas consigo misma, una forma de enfrentar y ordenar un duelo personal. Es, antes que nada, un ejercicio político, un modo de resarcir de lo ominoso a uno de los grupos sociales más lastimados actualmente, porque lo verdaderamente siniestro es aquello que no se nombra.
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