Greta Thunberg en Notre Dame
- Arturo Romero Contreras
Hoy somos filósofos realistas fundamentalmente por el cambio climático y los detractores de la ciencia, que van desde la negación de aquel, al cuestionamiento ligero de la necesidad de las vacunas hasta las versiones más extremas como la cientología. Sólo en nuestra época puede resultar un escándalo la movilización mediática y la desmesurada recaudación económica para restaurar la catedral de Notre Dame, mientras que se deja al Amazonas arder. Ningún gobierno del planeta estaría dispuesto a arriesgar un decimal de su PIB por adoptar energías limpias. Es lo natural de lo innatural. Es decir, es lo más natural que puede uno esperar de una especie que se define por no considerarse natural. Hay en la historia de la filosofía un motivo constante que encuentra la dignidad y la justificación de la humanidad en su sobreposición al animal. En la famosa dialéctica del amo y el esclavo que encontramos en la Fenomenología del Espíritu del Hegel se lee claramente: el humano se vuelve humano cuando arriesga su vida animal, cuando reconoce que su vida natural sustancial no puede nunca satisfacerle, sino que se mueve exclusivamente en el elemento del reconocimiento entre iguales. Del mismo suelo nutricio crecen las enredaderas del giro lingüístico y la hermenéutica. En el medio del lenguaje se decide la cultura, la cual hace un corte con la naturaleza. Incluso en el psicoanálisis lacaniano, esta última no puede aparecer sino como una tabula rasa, una materia prima en el sentido aristotélico del término, es decir, como una nada sobre la cual se pintan por primera vez los colores de la cultura.
Lo creemos a pie juntillas. Está en nuestro tuétano. Para nosotros, seres de la cultura y del lenguaje, la naturaleza no existe en absoluto. Ella es el supuesto eterno, pero irrelevante, un soporte neutral. Todo lo que habitamos, decimos y pensamos, es “construcción cultural”, “producción intersubjetiva”. Todo esto llega tan lejos que, se reclama mirar a la ciencia como una ficción entre otras, una producción cultural equivalente a cualquier otra. No requiere de una actitud realista. Es verdad que la destrucción del naturalismo era necesaria para minar la espuria legitimidad de los monarcas. La herencia era un perverso mecanismo social disfrazado de naturalidad. El derecho llamado natural eclesiástico pretende justificar la prohibición del aborto o el divorcio. Había que hacer pasar el naturalismo por el fuego del escepticismo y dirigirse contra la turbia ciencia de las razas que nutrió el nazismo, pero también las ínfulas imperiales inglesas. Pero si había que destruir las naturalizaciones, resultaba todavía más importante destruir el naturalismo, el concepto mismo que pretendía derivas leyes sociales de hipótesis de ciencias empíricas deterministas y ajenas a cualquier concepto de emergencia de propiedades, de azar o de variación. Era necesario, como hoy lo es mantener la vigilia para que los científicos más miopes (especialmente los neurocientíficos) no pretendan sacar conclusiones sociales de sus limitadísimos estudios. Hoy todos los días se encuentran justificaciones científicas de la música que “mejor nos hace”, de la comida “objetivamente” más sana, del estilo de vida que se corresponde con alguna teoría etc. Todo esto es pseudociencia o, en el mejor de los casos, un uso faccioso de resultados científicos que solicitan una recepción acuciosa.
Pero el horizonte trazado por la ciencia de nuestros días es suficientemente amplio, como para no dar mucho crédito a las justificaciones y censuras científicas que la prensa concede y reparte a nuestros estilos de vida y, sobre todo, para no sacar conclusiones éticas y políticas, de las ciencias empíricas. Ello supone no entender nada. La ciencia no es moral, ni política. Ella tiene consecuencias de esa clase, pero reflexionar sobre ello es asunto del pensar, no de la ciencia misma. En todo caso, será asunto de una ciencia que piensa y que se piensa, y no una que avanza con ciega confianza sobre sus hallazgos. Frente a todo esto la ciencia requiere ser defendida. Requiere ser defendida de los que hacen de ella un fetiche, es decir, de los que toman los experimentos como evidencias y lo preliminar como leyes eternas; hay que defenderla de los que quieren saltar directamente de las neuronas a las poblaciones o de los cuestionarios psicológicos a las políticas públicas. Y hay que defenderla también, tanto de los posmodernos de izquierda que la leen como una interpretación entre interpretaciones, como de la ultraderecha que cuestiona vacunas y cambio climático por igual para hacer avanzar agendas violentas y de tintes fascistas. A la ciencia hay que defenderla por varios lados. ¿Pero por qué hacerlo? Porque ella es la única producción humana que puede sostener un realismo no-ingenuo y una progresiva revelación de una naturaleza no-trivial, con una dignidad y complejidad que no mendiguen a las humanidades su reconocimiento. Finalmente, es con la ciencia y por ella, que el cambio climático puede aparecer como algo urgente y digno, sin perder todos los matices propios de su proceder.
Pues bien, este mensaje tan simple, es el que abandera Greta Thunberg. Es de ahí que se sigue su idea a la vez simple en intransigente, irrefutable, pero molesta para tantos: están viendo su casa arder y no reaccionan. Hablan del drama climático, pero no actúan en correspondencia con ello. Aplauden la ciencia, dicen creer en ella, pero actúan como si no fuera así. Lo maestros piden a los niños conciencia climática, pero castigan las huelgas escolares que lo toman en serio. Lo reaccionarios del mundo dicen a los activistas siempre lo mismo: “así no”. La niña Thunberg tiene una claridad prístina: los líderes mundiales hablan del apocalipsis que nos espera, pero actúan como si este apocalipsis no fuera real. Todo ello es comprensible: es por la ciencia que hemos llegado a saber del cambio climático. Pero al mismo tiempo, nuestra constitución cultural hace de la naturaleza un punto ciego: o un banco de recursos, o, en el mejor de los casos, un obstáculo a vencer, es decir, un dolor de cabeza. El cambio climático no es, para los gobiernos, más que un enorme impedimento, una roca en el camino del crecimiento económico, de la explotación de las energías, de la expansión de un estilo de vida. Nadie toca, realmente, los temas de una posible economía estacionaria o de un decrecimiento económico, de una posible migración de las ciudades de nuevo al campo (y cómo lograrlo). Se asignan, sí las culpas y responsabilidades personales: lo que comes, si usas bolsa de tela en el supermercado, si andas en bici. Sin embargo, a pesar de saberlo, nadie habla realmente de las grandes empresas contaminantes, incluidas las aerolíneas que sobrevuelan el planeta de manera masiva todos los días.
Nadie ha puesto su imaginación al servicio de cómo sería un mundo sin viajes trasatlánticos, sin supermercados, sin automóviles. La imaginación ha servido para delinear futuros gloriosos o apocalípticos, pero nunca futuros resultados de decisiones dramáticas como la de detener el crecimiento económico. Este punto constituye lo verdaderamente innombrable: dejar de crecer. Porque humanidad es aquello que para nosotros existe solamente por trascenderse, por excederse, por revolucionarse en el sentido de una potenciación ilimitada. El plus del valor constituye lo humano por excelencia. Estancarse, es decir, vivir satisfecho, constituye una afrenta contra el espíritu humano. Somos deseo y su efectuación como trascendencia real, material. Y esto es así, hay que repetirlo, porque se piensa que la falta de crecimiento económico nos dejaría encerrados en el eterno y trivial retorno de la naturaleza. Ella, supuestamente, está gobernada por la causalidad estricta, por tanto, no da lugar a la libertad. En tanto determinista, no da lugar al azar. En tanto inobjetable, no deja espacio para la discusión política. La naturaleza ha sido, desde hace siglos, un sitio férreo por sus leyes, indiferente a la humanidad, siempre idéntico a sí mismo (los ciclos de las estaciones y la reproducción de los animales serían siempre idénticos). Y los animales: ¡pobres seres! Pobres porque no tienen lenguaje, ni mundo, ni cultura, ni conciencia de sí. Por tanto, no sufren (solamente experimentan dolor), no mueren (solamente dejan de vivir), no son libres. Son bestias que no pueden acompañar nuestra “solitarísima” existencia, nuestro drama cósmico. Porque nosotros, con nuestro lenguaje y nuestra cultura, somo la “herida” en el mundo terso de la naturaleza. Nosotros somos, o bien la coronación de un proceso natural que no puede avanzar por sí solo o bien, el accidente más brutal en su seno. Por sujeto entendemos justamente eso: que somos un drama solitario en un ínfimo punto azul del universo. Qué gozoso sabernos solitarios, incomprendidos por las plantas y las estrellas. O qué gozoso saber que la materia se contempla a sí misma por intermedio de nosotros, los ojos del cosmos. Pero, este narcisismo interplanetario solamente tiene por antídoto a la ciencia. Si, a la ciencia, pero radicalmente transformada en su concepto, lo que sígnica consecuentemente modificar nuestro concepto de naturaleza. Poco ayuda, por cierto, que el occidental se vista con los ropajes tradicionales de la Pachamama. Esta adopción, cuando rebasa la moda y las actitudes más ingenuas y superficiales, resulta una usurpación inviable de otras culturas. La nostalgia acrítica nos vuelve ciegos a la máxima científica de luchar incansablemente contra el antropocentrismo y también contra toda restauración artificiosa de un pasado que ya no es el nuestro. Los modos tradicionales de relacionarse con la tierra a partir de mitologías no tienen nada condenable en sí mismos. Es tan sólo que ellos no pueden suplantar a la ciencia sin correr graves riesgos en la sobriedad de la conciencia a la que esta última invita.
Greta diría: arde Notre Dame -el comedor- pero ¿qué no ves que es tu casa entera la que está en llamas? En uno de sus discursos confiesa que el cambio climático es el mas grande desafío al homo sapiens. No dice humanidad, sino que invoca el nombre de la especie animal a la que pertenecemos. Y agrega: pero la solución es tan fácil, que hasta un niño la comprende: bajar la emisión de gases contaminantes. No estamos ante un enigma, ni ante la catástrofe en curso. Conocemos el problema. Sabemos qué hacer. Pero… eso que hace para nosotros valer las sociedades está en otro sitio, muy lejano a la mera conservación de la vida. Lo que no se desea ver es la clara conexión entre un modo de comprender la naturaleza y un modo de vivir socialmente. Greta es acusada de alarmista. En la Asamblea Anual del Foro Económico Mundial de 2019: “los adultos dicen: Tenemos que dar esperanzas a la próxima generación. Pero no quiero tu esperanza, ni quiero que la tengas. Quiero que entres en pánico, que sientas el miedo que yo siento todos los días, y luego quiero que actúes”. El pánico es el estado de ánimo que debería invadirnos si viésemos la magnitud de lo que está en juego. La naturaleza acepta todo tipo de lecturas e interpretaciones, pero, en cuanto real, no pregunta para derretir un polo, ni negocia sus umbrales.
Se ha criticado a Greta por su proveniencia: una niña burguesa que entra en pánico al descubrir la condición actual del mundo. Se le acusa de ser financiada por compañías de energías renovables. Se le señala por pertenecer a un grupo privilegiado del mundo. Pero todo esto forma parte de la misma estupidez que ella señala. Inflamarse por quien habla sin atender el mensaje. No puede haber logros sin la acción simultánea -y la eventual cooperación- de diversas partes del mundo. Según la ONG Global Witness, en 2018 fueron asesinados 164 defensores del medio ambiente, perteneciendo la mitad a América Latina y el resto a países con bajos niveles de “desarrollo” económico. No hay ningún misterio: se mata a líderes ecologistas donde se obtienen los recursos. No es una peculiaridad del subdesarrollo. En el siglo XX se asesinaron judíos, gitanos y comunistas en los países más desarrollados. Los muertos se encuentran donde habitan los intereses mundiales. No hay que hacer competir a Greta con Berta Cáceres, por ejemplo. Berta fue asesinada en 2016 por su activismo ambientalista (y feminista). Fundó en 1993 el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, como mecanismo de defensa social y ambiental de la región. De manera decisiva se enfrentó a la privatización de ríos y a proyectos mineros. Hoy gran parte de los asesinatos contra líderes sociales y ambientalistas en el planeta proviene de empresas mineras, sea a través del gobierno que pone al ejército a su disposición, sea a partir de paramilitares al servicio directo de aquellas. El problema es simple en su solución: bajar las emisiones. Pero no es simple en tanto que se encuentra tejido alrededor de un modo de producción particular y una hegemonía mundial basada en la explotación de recursos y personas. Pero no será posible siquiera reflexionar sobre una alternativa al capitalismo si no se refunda nuestra concepción de la naturaleza.
Opinion para Interiores:
Anteriores
Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.