Ocho de la noche

  • Ignacio Esquivel Valdez
El objetivo estaba tan cerca que no hubo necesidad de usar la mirilla.

Era una noche invernal y las sombras reclamaban su reinado desde poco antes de las ocho. En un parque de la ciudad, la lluvia decembrina, leve, pero persistente, había dejado el piso con una capa brillosa que reflejaba los focos del alumbrado público. La temperatura había descendido de tal forma que reclamaba ropa abrigadora a quien osara caminar por las calles.

Entre los arbustos del vacío parque, un hombre aguardaba cubierto con un abrigo oscuro y un sombrero de lana, que, inclinado, le daba un aspecto gansteril. Se paró detrás de una bugambilia para poder ver sin ser visto y aguardar. Decidió encender un cigarrillo para hacer pasadera la espera. Al acercar la flama del cerillo, observó a lo lejos llegar a un hombre de chaqueta de piel, gorro y bufanda tejidos. En las manos traía un ramo de rosas blancas. Dejó sin prender el tabaco y lo regresó a su cajetilla. Con el vaho exhalado apagó el fósforo que humeante llegó al suelo.

El recién llegado parecía impaciente, caminaba de un lado a otro echando la mirada en todas direcciones hasta que vio el motivo de su búsqueda. Una mujer caminaba desde el otro lado del parque con pasos rápidos y cortos sin reparar en sus tacones altos. El hombre caminó a su encuentro. Durante el trayecto, sus bocas esbozaron espontáneas sonrisas y sus ojos brillaron como el mismo piso mojado.  Al acercarse, ella rodeó el cuello de él y él la cintura de ella para luego fundirse en un prolongado beso. Las manos del observador se le helaron tanto como el metal del arma que acariciaba dentro del bolsillo de su abrigo.

Al separarse la pareja, el hombre ofreció el florido tributo a ella, quien lo tomó sin ocultar su emoción. Tomó del brazo a su acompañante y juntos caminaron lentamente por el pasillo que los dirigía al final del parque. La sangre de quien los miraba pasó de ser agua congelada a un fluido de lava. El texto que anónimamente había recibido y que precisaba el lugar y la hora de la cita, se había cumplido como funesta profecía.

La pareja cruzó la calle para entrar a un café que, lógicamente, estaba lleno, pero no tuvieron reparo en tomar asiento en las mesas de afuera. Un mesero se aseguró que no estuviera húmedo el mobiliario y los dejó solos con un par de cartas.

El hombre del sombrero se acercó por la penumbra como si fuera un lobo al acecho. Su estómago era un nudo, el pecho oprimido le asfixiaba y en su boca había un acre regusto. Con la mano derecha tomó la calibre 38 y la apuntó. El objetivo estaba tan cerca que no hubo necesidad de usar la mirilla y antes de jalar del gatillo, al verla sentada en ese café, recordó en un segundo cómo la había conocido.

Hacía dos meses que ella había llegado a la oficina con la cara descompuesta. Semblante desencajado, ojos enrojecidos y el rímel ligeramente disuelto. Normalmente él no tenía mucho contacto con el resto de los empleados, pero esta situación le había conmovido. Le ofreció su pañuelo de tela para que ella secara sus mejillas y le preguntó si necesitaba ayuda. Ella aceptó el pañuelo, pero negó necesitar auxilio simplemente moviendo la cabeza. A la hora de la comida, él se sentó a la mesa en solitario, como siempre lo había hecho. Cuál sería su sorpresa cuando advirtió que ella le pedía comer juntos. Le agradeció haberle prestado el pañuelo y lamentó haberlo echado a perder con el maquillaje. Prometió darle uno nuevo de regreso, aunque él le dijo no ser necesario. Luego, ella le confió el motivo de su congoja tratando de contener la contrariedad que le provocaba, se estaba separando de su esposo.

Acordaron verse al día siguiente fuera de la oficina para charlar más ampliamente y sin querer, las tardes de café se convirtieron en hábito o terapia para ambos, mas ninguno de los dos lo sabía, sólo veían sus soledades acompañándose. Un día ella llevó un estuche de pañuelos en agradecimiento al gesto de empatía y a la paciente escucha de él, quien lo recibió, sonrió y a cambio le entregó a ella una caja de chocolates. Como niña emocionada abrió el empaque y compartieron algunas golosinas. Las tardes días de otoño se convirtieron en el remanso que ella necesitaba en las embravecidas aguas en las que se había convertido su vida, hasta que llegó nuevamente con la tristeza por delante. Le había llegado la demanda formal de divorcio ¿Qué puedo hacer? ¿Qué me aconsejas? Ella preguntó angustiada.

La noche en el parque era la calma que deja escuchar el goteo de los tejados, el agua al caer en las coladeras y el murmullo de la gente en el café. Ese sosiego se violentó cuando una detonación irrumpió de súbito en todo el vecindario. Rostros desconcertados, mujeres asustadas, hombres petrificados por la sorpresa y un sombrero de lana mojándose en el piso. La cabeza donde había estado yacía sobre el adoquín alimentando el brillo de la humedad con un hilillo de sangre.

Esta era la sentencia ejecutada por una misma persona que había actuado como juez y verdugo ¿Su crimen? no perdonarse que, en un afán de sólo hacerla sentir bien, le aconsejó no firmar la demanda y, por el contrario, buscar y reconciliarse con su esposo.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas