Lo conseguiste

  • Ignacio Esquivel Valdez
El virus era potente y rápidos. No pudo probar la vacuna en animales ni en otros pacientes...

Tu aburrida vida de analista de laboratorio cambió el día en que te llegó esa muestra de sangre. Al principio todo parecía un estudio de H1N1 enviado por algún médico aprensivo, dada la nota de urgencia. Para ti era un trabajo de rutina en aquel escondido lugar que le apodaban “la cueva” por estar situado en el sótano del hospital.

Como era tu hábito dejarías el trabajo a otros con tal de salvar tu tarde, sin embargo, el último estudio te dejó inquieto, viste algo raro en el análisis y al descolgar el saco del perchero te quedaste pensativo y el recuento de tu vida profesional pasó por enfrente. El dejar las cosas sin terminar te había costado el puesto de investigador y ahora estabas refundido en ese agujero donde ni el sol veías.

Te recriminaste esa actitud devolviendo el saco al perchero y regresaste al trabajo. Más tarde te llegaron otras muestras que daban un mismo resultado: un tipo de virus agresivo completamente desconocido.

Con el paso de los minutos en tu mente se volvió a encender esa pasión por la que habías decidido abrazar la ciencia, pero que te conducía a la desconexión con el mundo y el abandono de otros objetivos. Los resultados derivados de esa actitud te llevaron a optar por un ritmo de vida más lento. Esa era la causa de tu displicencia.

Sin embargo, volver a abrazar el papel de sabueso de la ciencia fue inevitable y apareció esa vehemencia nuevamente. Te hizo la jugada. No pudiste dimensionar la situación cuando regresaste a casa. La agitación en el hospital, el ruido de las ambulancias, la angustia de los rostros que abarrotaban el lugar te fueron totalmente indiferentes. Esa maldita abstracción era la penitencia al pecaminoso placer que proporciona la búsqueda del conocimiento.

Al día siguiente abordaste nuevamente el barco hacia tu isla desierta y de vuelta al laboratorio te enfrascaste en tu labor, de tal forma que ni reparaste en la ausencia de tus compañeros. Conforme ibas obteniendo resultados, el frenesí de seguir descubriendo se apoderaba de ti, exacerbado por el continuo reproche de haber llevado una vida mediocre.

Pronto encontraste que el virus era tan agresivo que sólo en unas horas el huésped podría morir, pero en medio de la vorágine de datos y pruebas, un pequeño rayo de luz tocó tu mente tan fuerte como un relámpago: la posibilidad de combatir el virus era posible.

Tenías que probar la cura, pero no tenías tiempo de intentar con ratas o cobayos. La solución sería llevarla con un paciente, así que te apresuraste a entregar la vacuna a los médicos, pero todo fue inútil, nadie creyó que un “simple laboratorista” pudiera dar una alternativa de tratamiento.

Eso te causó tanta rabia e indignación, que, superando el temor de atentar contra tu propia vida, decidiste probarla contigo mismo. Te aplicaste una de las muestras patológicas con el virus y a los primeros síntomas de fiebre y dolor corporal te inoculaste la vacuna. El dolor era insoportable, el sudor empapaba tu cuerpo y a pesar de que te administraste algunos medicamentos paliativos, finalmente perdiste el conocimiento.

¿Cuántos días pasaron? Hasta ahora lo ignoras, despertaste débil, deshidratado y con la visión borrosa, pero al paso de las horas recuperaste las fuerzas y conforme recordabas lo sucedido se incrementaba tu entusiasmo, por primera vez en tu vida habías consumado un descubrimiento.

No podías esperar a decirle a los demás, documentaste todo el procedimiento y al salir de “la cueva”, al fin,  te percataste de tu gran hazaña.

Lo conseguiste: tú eres el único sobreviviente.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas