Tamara de Anda

  • Juan Carlos Canales
Reducción del otro a su carácter expositivo. Resguardo entre personas. Indefensión del descubierto

Hace apenas un par de días, Tamara de Anda denunció penalmente a un chofer de taxi en la Ciudad de México por haberle gritado en la calle: “Guapa”. La denuncia prosperó y el conductor se hizo merecedor de un castigo administrativo. La noticia ha provocado un inmenso debate tanto en redes sociales como en la prensa nacional.

Posiblemente a muchos podría parecerles inofensivo gritarle en plena vía pública a una mujer “guapa”. Sin embargo, lo que ese grito perpetra, independientemente del tono lascivo con el que pudo ser pronunciado, es la reducción del otro a su carácter meramente expositivo, como si la existencia de ese otro sólo cobrara valor en función de la voz que lo actualiza, fijándolo a un único sentido. Un grito así, atraviesa el cuerpo del otro despojándolo de las investiduras por las cuales puede retraerse del mundo exterior. Y el pudor no es otra cosa que esa capacidad de sustracción del   mundo exterior, según Scheler. Ese inofensivo grito anula ese “entre” -el espacio que nos une y separa de los otros- necesario para vivir como hombres.

Cierto, el cuerpo es el objeto (en términos psicoanalíticos) al que ligamos las pulsiones, pero es también el límite y la frontera de las mismas y, como límite y frontera, son inalienables;  en términos psicoanalíticos, el grito adelgaza las dimensiones imaginaria y simbólica del cuerpo para exacerbar su dimensión “real” , el de un cuerpo eminentemente biologizado. El reclamo de Tamara apela tanto a la defensa de su cuerpo como límite frente al otro como a la negativa de ser reducida a él. Los hombres todos estamos en cuerpo y no somos un cuerpo.

Por paradójico que parezca, el grito de ese chofer descorporeizó a Tamara, haciéndola absolutamente transparente, indefensa ante él. Si el objeto del poder es el cuerpo, según Foucault, hay que pensar las formas en que hacemos transparentes esos cuerpos para dominarlos.

El caso de Tamara me recuerda el relato de Primo Levi cuando llegó al barrancón de Química de Auschwitz, y la mirada del comandante “lo atravesó”.

Algunos internautas acusan este caso como el fin de la seducción; nada de eso. Hay que distinguir entre ésa  y  el acecho. En el acecho el poder se concentra de un solo lado, desde esa concentración de poder se violenta al otro; en la seducción, por el contrario, el poder circula; sin ser necesariamente igualitarias pero sí equitativas, las relaciones de poder se horizontalizan. La seducción está sujeta al intercambio, pone entre sus actores una competencia comunicativa más o menos común, por compleja que sea.  En el acecho se desploma toda posibilidad comunicativa.  En el acecho, la víctima está prefijada desde el principio, en la seducción, no. Así nos lo dejaron ver novelas  como “Lolita”, de Nabokov, “Desgracia”, de Coetzee o, como contrapunto, “El animal moribundo”, de Roth.

Por último, dada la premura con que he escrito este artículo, apenas he esbozado algunas ideas que debería ampliar próximamente; posiblemente tenga que matizar otras. Como todo ejercicio de opinión pública, el artículo está sujeto a la crítica, a su enriquecimiento, pero no he querido renunciar a ofrecer otra línea de interpretación del caso que a todas luces es urgente discutir.

 

                                                                       En algún lugar de Puebla, a 21 de marzo de 2017

                                                                                          

 

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Juan Carlos Canales

Es profesor jubilado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP). Por más de veinte años condujo el programa radiofónico El territorio del nómada.