El ruido y la sociedad posmoderna

  • Juan Carlos Canales
Las alertas de Valery y Simmel. México, tercer lugar en producción de ruido. Atenta contra la otreda

                                                                                     Oh ciudad toda tensa de cables y de esfuerzos

                                                                                      sonora toda de motores y de alas

                                                                              

                                                                                              M. Maples Arce

Desde las primeras décadas del S. XX, distintos pensadores, como Valery o Simmel, alertaron sobre el notable aumento del ruido en el naciente siglo, y sobre las consecuencias que traería para la sociedad, en el marco del desarrollo tecnológico y científico modernos.

 

Hoy día, debemos señalar que el aumento del ruido en el mundo contemporáneo no sólo ha provocado cambios notables a nivel fisiológico y neurológico sino, sobre todo, trastocado la forma de entender la relación con nosotros mismos  y con los otros; el ruido, como un elemento consustancial al desarrollo tecnológico y de la sociedad de masas, ha sido uno más de los factores que ha provocado una profunda transformación en la subjetividad del hombre contemporáneo y, de modo particular, del espacio público.

 

Resulta a todas luces extraño que, en el contexto de la política marcada por el biopoder - caracterizada por la protección a la “vida”, y en comparación con la persecución  que han sufrido los fumadores, convirtiéndolos en los chivos expiatorios de la salud pública-,  el Estado mexicano haya puesto tan poca atención al problema de la contaminación auditiva, cuando México ocupa el tercer lugar mundial en la producción de ruido, después de Japón y España.

 

De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, y con la Unión Europea, el nivel de tolerancia auditiva es de 50 decibelios (dB); la presión acústica se vuelve dañina al alcanzar los 75 dB y, dolorosa, cuando rebasa los 110 dB. Según estadísticas del 2005, 80 millones de personas en el mundo están expuestas, diariamente, a niveles superiores a 65 dB, y 170 millones más a niveles que oscilan entre 55 y 65 dB.

Informes médicos revelan que, un oído que ha estado expuesto durante dos horas a una presión auditiva mayor  a 100 dB – como es el caso de una discoteca -  requiere de 16 horas de reposo para recuperar la capacidad de audición normal. Un oído, permanentemente expuesto a este nivel de decibeles, provoca daños irreversibles en las células internas, conocidos como Síndrome de hipoacustia neurosensitiva. Además de este síndrome, considerado ya como un problema de salud pública, el ruido genera graves alteraciones en la transmisión electromagnética de las células cerebrales.

Un organismo expuesto a más de 60 dB, durante un periodo prolongado, presenta menor irrigación sanguínea y mayor actividad muscular; también, notables alteraciones en la calidad del sueño.

 

A 85 dB, disminuye la secreción gástrica y aumenta el nivel de colesterol y el de los triglicéridos, con el consecuente riesgo cardiovascular, descontando, el aumento de glucosa en la sangre.

Los fetos expuestos a ruidos permanentes que rebasan los 80 dB tienen menor capacidad de soportar tanto estímulos externos, como internos, elevando la frecuencia del llanto y de la irritabilidad, e incluso, un crecimiento menor a la talla normal.

El déficit de atención y la hiperactividad infantiles son directamente proporcionales a la presión auditiva en aumento.

 

Sin embargo, lo que los paradigmas médicos no alcanzan a distinguir es que el aumento del ruido ha trastocado radicalmente la frontera entre lo  privado y lo público; frontera que marcó, en el imaginario democrático moderno, el límite del poder frente al ciudadano y la relación del ciudadano con  la ley, dado por descontado el valor de la tolerancia y el respeto a la pluralidad. Absorbida la res privada por la res pública, el ruido corresponde, también, a nuevas formas de autoritarismo, donde toda experiencia de vida se hace pública y  obliga a los hombres a una estancia  permanente en la exterioridad. El ruido, como  otra forma de invadir la esfera privada, o si se quiere, la intimidad - ese subrogado de la privacidad que surge en oposición a lo social y ya no a lo político-, defendida por Rousseau, obedece a una violencia impuesta al otro. Sí, el ruido destrona la “coseidad del mundo”, por la cual habitamos un espacio entre los hombres. En este sentido, el ruido nos sujeta a doble experiencia psicotizante; la de estar habitados, sin posibilidad de escape de ese “otro” que nos devora, y que al mismo tiempo, se constituye como la ley, y no como mediador de la ley; y la de un mundo en el que, imposibilitados de tramitar nuestros conflictos a través de la palabra, se hacen cada vez más frecuentes los pasajes al acto. Insisto: el ruido es una forma de devoramiento del otro. El ruido rompe  el vínculo entre la palabra  y el lugar antropológico, por el que  los hombres adquirimos una identidad y una memoria históricas y desde ellas construimos nuestra relación con la alteridad,  al  tiempo que entramos a la ley y a las variadas formas de intercambio con los otros. El ruido desborda la  palabra , como la violencia, la ley, para insertarse en la totalidad del tejido social . No desconozco, repito, esa función ritual del ruido en cualquier sociedad (Véase, por ejemplo, Masa y poder, de Canetti); lo alarmante, es el desbordamiento que sufre hoy el ruido a través  de su reproducción técnica, condenándonos a ser uno más de esa muchedumbre solitaria en que se ha convertido la sociedad.

Marc Augé, en Los “no lugares”, espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, lo señala así:

En la situación de supermodernidad, una parte de ese exterior está constituida por no lugares, y una parte de los no lugares, por imágenes.

Hoy la frecuentación de los no lugares ofrece la posibilidad de una experiencia sin verdadero precedente histórico de individualidad solitaria y de mediación no humana (basta un cartel o una pantalla) entre el individuo y los poderes públicos.

 

Por supuesto, tenemos que reconocer, como lo dije hace un momento, que el aumento del ruido obedece a una radical transformación de la subjetividad en la sociedad moderna -entendida ésa como  forma de autocomprensión de sí; la experiencia del ruido se reduce, cada vez más, a una experiencia del “goce”, marcada por el hiperreal del cuerpo y por el hiperreal del sonido. Así, el sonido se constituye como una más de las experiencias de la extremidad, cuya única frontera es la pulsión de muerte; el ruido funciona como cualquier otra adicción y, singularmente, como una a-dicción: la imposibilidad de apalabrar. El ruido, como uno más de los síntomas de nuestra condición contemporánea, revela nuestro “malestar en la cultura”; malestar en el que lo “Real” amenaza, cada vez más, con perforar los registros “Simbólico” e “Imaginario”.

Por otra parte, pereciera que el ruido funciona, también, como una defensa para no escuchar, nuestra propia interioridad, para evitar un desdoblamiento de nosotros mismos y con ello pensarnos.

Si  la representación del cuerpo se reduce hoy a la de su pura transparencia, -“los cuerpos angelicales de la posmodernidad”-, se debe a todo el conjunto de tecnologías que lo atraviesan: ciencia, medios de comunicación, etc., y en el que el ruido juega un papel esencial.

 

 A los muchos problemas que sufre  nuestra ciudad –y que debemos reconocerlo, se originan en prácticas políticas premodernas y antidemocráticas-, se suma, o corre paralelo a ellos, el considerable aumento de ruido, sin que hasta el momento autoridades y ciudadanos hayamos  puesto la atención que el problema  merece. Por el contrario, parece que son las propias autoridades las primeras en contribuir, activa o, pasivamente a la contaminación auditiva, organizando o autorizando eventos cuya generación de ruido es alarmante, permitiendo el desembarque de todo tipo de  mercancías a cualquier hora del día, o cerrando los ojos a la  hiperconcentración de rutas del transporte público en determinadas calles, etc. No hay un solo sitio en nuestra Angelópolis libre de ruido: plazas públicas, restaurantes, almacenes; no digamos el ruido que tenemos que soportar de los vecinos de casa o de coche, imponiéndonos la música y los decibeles que no elegimos escuchar. Los lugares de encuentro con los otros se han convertido, más bien, en lugares de desencuentro, aproximándonos a una nueva forma de autismo social.

 

Haciendo mío a Sábato, tampoco aquí, como en su Buenos Aires, podemos encontrar un lugar silencioso donde charlar con un amigo; un lugar desde el cual podamos mirar, serenamente, a los otros, sosteniéndolos en la mirada, o contemplar  los juegos de luz en los muros de la ciudad. Creo que es urgente en todo el país y, particularmente, en nuestra ciudad, introducir en la agenda pública algo más que la solución del desempleo y la seguridad, ampliándola  a los problemas de convivencia y calidad de vida de los  ciudadanos. En esa agenda, si es que llega a darse, los temas de la contaminación auditiva, y el de la necesidad de su regulación, ocuparán un lugar privilegiado. Y desde ahí, podremos recuperar una de las promesas que toda gran ciudad permite: recorrerla una y otra vez,  descubriendo en sus muros y en sus habitantes las inscripciones de su historia, y encontrarse en el espacio común que son sus plazas y cafés con la pluralidad de los hombres; pluralidad que constituye el núcleo de la experiencia urbana moderna, como nos lo dejaron ver, por distintos caminos, Baudelaire y Benjamin.

 

                                        

                                                    

                                                           minimamoralia59@gmail.com

 

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Juan Carlos Canales
Poeta y ensayista, nació en Puebla. Estudió Maestría en Literatura española en la UNAM. Posgrado en Teoría psicoanalítica. Actualmente es catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP