García Márquez y la formación de lectores

  • Juan Martín López Calva

"-¿Usted es Gabriel García Márquez? -Sí. -En la escuela me dejaron leer un libro suyo. -¿Cuál? -Crónica de una muerte anunciada. -¿En la escuela te obligan a leer mis libros? -Sí, y voy a tener un examen para comprobar que sí lo leí. -Diles a tus profesores que les prohíbo que obliguen a los niños a leer mis libros. La literatura debe ser un placer y el placer nada tiene que ver con la obligación".

            No, no voy a llamarlo Gabo o Gabito porque no era su amigo y me molesta bastante este uso del sobrenombre como una pose pseudointelectual aunque entiendo los argumentos de algunos que sienten el derecho o hasta la necesidad de llamarlo así por la cercanía afectiva que les produjo la lectura de sus obras a lo largo de los años, a la que miran como una especie de historia compartida y amistad desde el anonimato.

            Pero llamarlo por su nombre completo, Gabriel García Márquez, como muestra de respeto a su grandeza literaria no me hace sentir menos su partida este jueves santo, el mismo día en que amaneció muerta Úrsula Iguarán, uno de sus grandes personajes en una de sus obras maestras –para mi gusto, aunque pueda sonar trillado, la mejor, la fundamental- Cien años de soledad.

            Se fue uno de los grandes maestros de la literatura universal y del periodismo latinoamericano. Su partida me produjo, al igual que a muchas personas en el mundo, una gran tristeza porque fue una figura que acompañó mi crecimiento desde la adolescencia hasta la edad adulta y a través de la lectura y relectura de sus obras contribuyó a mi educación intelectual y afectiva de una manera muy significativa.

            Recuerdo aún vívidamente aquél momento en que ese adolescente que estaba terminando la secundaria -que era yo a finales de los años setenta del siglo pasado- leía emocionado casi hasta las lágrimas: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”, el final de Cien años de soledad.

            Ya había leído para entonces La hojarasca, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba y con todas ellas había sentido la magia que el nobel colombiano utiliza para transportarnos a otros mundos y hacernos vivir en la piel de otros personajes, tal como lo logran hacer los escritores que como él llegan a convertirse en clásicos por la calidad intemporal de sus textos y la profundidad con la que hablan al ser humano de cualquier tiempo y cultura.

Sin embargo, Cien años de soledad representó un parteaguas en mi relación con la literatura que me ha permitido a lo largo de los años disfrutar y tratar de apropiar la riqueza del lenguaje y los símbolos como poderosos vehículos de significación humana y de construcción de humanidad. El mundo cambiaría para bien si mucho más gente leyera, disfrutara y apropiara las obras de García Márquez y otros grandes maestros de la literatura universal de todos los tiempos.

La lectura es pues, fundamental para la madurez de toda persona porque la guía en el paso del mundo de la inmediatez propio de los bebés al mundo mediado por la significación propio de los adultos. Pero no cualquier lectura ayuda suficientemente a dar ese paso. Es necesario leer obras de calidad, obras que enriquezcan el vocabulario y la imaginación, que estimulen la creatividad, que hagan pensar la vida con profundidad, que planteen desafíos para la inteligencia, que promuevan el pensamiento crítico.

El jueves pasado, justamente al conocerse la noticia del fallecimiento del escritor de Aracataca, en un club deportivo y social de nuestra ciudad una joven de alrededor de diecisiete años comentaba que estaba leyendo Cien años de soledad. Un par de horas después, a raíz de una charla con una amiga de la misma edad, dejó este libro y lo cambió por Divergente, la última novedad de la llamada “literatura kleenex” por ser desechable.

Resulta muy positivo saber que las nuevas generaciones están volviendo a leer y este retorno a la lectura se debe en gran medida a las sagas y las trilogías de best sellers creadas por la mercadotecnia como Harry Potter, Crepúsculo y ahora Divergente. Sin embargo, reconociendo este mérito de los libros que se hacen para venderse es necesario pensar, si queremos educar a nuestros jóvenes y formarlos como lectores menos superficiales, en las formas en que los docentes y los padres de familia podemos invitar, incluso “obligar” o presionar un poco al menos pero en forma positiva y motivante a las nuevas generaciones para que conozcan las buenas obras literarias, las que fueron creadas por la necesidad de escribir y pensando, como el mismo García Márquez, en la publicación y venta como etapas secundarias.

En ese sentido y a pesar de que el argumento del epígrafe acerca de la lectura por placer y no por obligación es lo ideal, discrepo del maestro colombiano en la prohibición de obligar a los niños a determinadas lecturas. El artículo de Pardinas de donde se toma el diálogo citado, narra la negación del niño a leer el libro con la consecuente reprobación del examen pero plantea como la maestra lo motiva a leerlo diciendo: “lo importante no es el examen, lo central es que te estás perdiendo de un gran libro” y a partir de esta lectura, la vida cambia para él.

El asunto entonces no está en la prohibición de prescribir la lectura de buenas obras literarias por parte de los docentes sino en la forma en que prescribimos u “obligamos” a los jóvenes a leer determinada novela.

Porque la prescripción de determinado libro puede hacerse de una manera que contagie el entusiasmo por su lectura y el trabajo del libro puede lograrse sin necesidad de exámenes casi memorísticos donde se pide a los estudiantes repetir la historia, buscando en cambio la construcción de un diálogo inteligente, crítico, entretenido, ligado a la vida y lleno de sentido.

Como educadores y padres de familia necesitamos pensar seriamente en la diferencia entre formar lectores y formar consumidores de libros.

 

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).