El amor en los tiempos ególatras

  • Juan Martín López Calva

El viernes pasado vivimos la fiebre de la celebración del día del amor y la amistad, una festividad de origen cultural norteamericano y de naturaleza más bien comercial que por efecto de la influencia avasalladora del “american way of life” en nuestro país adquiere dimensiones más notables cada año.

Las redes sociales fueron inundadas de tarjetas más o menos cursis y de textos de felicitación por el día además de algunos textos ilustrativos sobre San Valentín y el por qué este santo se convirtió en el símbolo de los enamorados y mucho más escasamente, de artículos de opinión críticos o analíticos sobre este fenómeno de la apropiación de esta celebración por parte de cada vez más mexicanos.

No voy a hacer aquí una chauvinista crítica de esta fiesta y de la manera en que “nos han colonizado” culturalmente los estadounidenses pero me parece importante reflexionar sobre un elemento que llamó mi atención y que habla del modo en que las nuevas generaciones, insertas en la cultura posmoderna, parecen estar entendiendo el amor y la amistad.

Escuchando a mis estudiantes y leyendo sus mensajes en las redes sociales me pareció muy significativo el hecho de que todo el ambiente en torno al día del amor y la amistad parece estar permeado por una visión de película rosa hollywodense, de esas que llaman Chick-flick para caracterizar su estilo.

La idea del amor como algo etéreo, perfecto, puro y sin ninguna contaminación de la vida real, la concepción del amor como un sentimiento, algo que pasa a nivel afectivo superficial y sensorial y que por lo tanto no puede durar mucho tiempo, pero sobre todo la idea del amor como algo que “me hace sentir bien” (a mí), que me lleva a experimentar plenitud (a mí), que me proporciona satisfacción y felicidad (a mí).

La pregunta: “¿Qué vas a hacer para celebrar el 14 de febrero?” no estaba basada en qué vas a proponer o a crear para hacer feliz a quien amas sino cómo vas a organizarte para pasarla bien tú, para tener un rato agradable y sentirte feliz tú.

A propósito de esta visión del amor visto desde y para uno mismo y no en función del otro vino a mi mente algo que presencié en una boda a la que asistí recientemente. Se trataba del matrimonio del hijo de unos amigos. Durante el banquete ofrecido después de la ceremonia, se presentó un video de los novios -de esos que están de moda hoy- en los que los novios expresan sus ideas y sentimientos respecto al momento que están viviendo y algunos de sus familiares y amigos les dirigen algún mensaje de felicitación y buenos deseos.

El video estaba bien realizado en lo técnico pero lo que me dejó impactado fue que mientras uno de los contrayentes decía que a partir de ese momento y debido a la decisión tomada de casarse por el amor que se siente por la pareja, los planes y deseos ya no deberían ser solamente relacionados con lo que a uno le hace feliz sino pensando en lo que al otro le puede proporcionar alegría y realización; la pareja subrayaba en todas sus intervenciones lo feliz que había sido su vida, la manera en que individualmente había ido decidiendo lo que le proporcionaba satisfacción y crecimiento personal, el hecho de que la pareja le hacía sentir feliz y pleno, que la boda le proporcionaba elementos de satisfacción personal, etc.

Uno de los rasgos que señalan los estudiosos de la posmodernidad respecto a la cultura actual es precisamente el del individualismo exacerbado. Vivimos en una cultura que en aras de rescatar a la persona y su derecho legítimo a ser feliz por encima de los dogmas, normatividad y expectativas sociales ha caído en el extremo de absolutizar los propios deseos y sentimientos como único criterio de realización humana.

Esta cultura ha influido sin duda en el concepto que hoy tenemos del amor: el amor es un sentimiento –no duradero, espontáneo- que me hace sentir feliz. En esta nueva idea del amor el otro es simplemente el medio o el vehículo para lograr mi propia felicidad y crecimiento. En la medida en que el otro me proporciona elementos para seguir sintiéndome feliz, en esa medida el amor perdura pero cuando el otro ya no es capaz de provocarme ese sentimiento, el amor ha terminado y hay que dar vuelta a la página.

Una concepción derivada de un triple error: el que parte de la visión de perfección e ideal que heredamos del amor romántico, el que concibe al amor como un mero sentimiento de agrado y el que se sustenta en la perspectiva de que el criterio absoluto del amor soy yo.

En el fondo ese triple error está ligado en esta cultura posmoderna puesto que el individuo que se enamora construye a partir del imaginario que introyecta del cine, la TV y las novelas románticas el ideal de relación amorosa perfecta que desea encontrar, busca a partir de este ideal relaciones en las cuales pueda experimentar este sentimiento de agrado que por definición es efímero y actúa de manera que la relación le proporcione esta felicidad que cree merecer sin ningún esfuerzo.

El amor en los tiempos ególatras, podríamos decir para definir este fenómeno, parafraseando la famosa novela de García Márquez.

Existe un gran reto educativo en las familias y también en las escuelas para promover una educación sana que revierta este triple error y pueda construir una visión del amor como real e imperfecto –construido de manera imperfecta entre dos seres imperfectos que deciden compartir sus vidas imperfectas-, como sentimiento profundo que responde a la aprehensión de valor en el otro –que por lo tanto es una decisión cotidiana- y como experiencia de descentramiento y entrega al otro y no de búsqueda de felicidad egoísta.          

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).