A grandes males, grandes remedios
- Joel Paredes Olguín
La coyuntura política del país exige una gran dosis de inteligencia y mesura por parte de las autoridades para solventar el difícil trance por el que pasa la resolución de los temas más urgentes y, al mismo tiempo, más delicados de la agenda política nacional, tales como las reformas legales que están en curso, o el tratamiento de los asuntos relativos a la seguridad pública, la pobreza, la marginación y el desarrollo social, por no mencionar lo relativo al diseño de aquellas medidas de orden político-electoral tendientes a consolidar nuestro régimen democrático y la convivencia entre los distintos actores políticos. Los obstáculos que enfrenta la tarea de gobierno en momentos de agitación social implican siempre una necesaria reflexión acerca de la pertinencia de preservar a la tolerancia como un valor insustituible en la vida democrática.
La tolerancia es siempre un factor político que –en el mediano y largo plazos-- redunda en mayor legitimidad y eficacia de cualquier gobierno que logre ignorar las voces de los pragmáticos, de los violentos, de los provocadores; de aquellos que claman por el uso de la fuerza para zanjar conflictos sin importar que ello, más adelante, provoque otros nuevos más ríspidos y más radicales. Por el contrario, el recurso de la negociación y el dialogo mediante propuestas orientadas a la resolución de los conflictos, fortalecen y apuntalan las medidas a tomar, al mismo tiempo que exhiben la intransigencia y demeritan la postura de quienes en defensa de intereses de grupo afectan la convivencia social sin importarles el costo que ello implique para otros grupos sociales.
Es obvio que la tolerancia (como rasgo distintivo de un régimen democrático) se orienta principalmente hacia los opositores, quienes tienen irrestrictamente garantizados sus derechos; el abusivo ejercicio de tales derechos no implica un gobierno débil o medroso, más bien demuestra la persistencia de actores políticos retrógrados, sin asomo de autocrítica, ni rasgos mínimos de consideración hacia los otros. La política es el mejor instrumento para enfrentar a la violencia y a la tentación del uso de la fuerza para dirimir problemas; los mexicanos hemos padecido en otro tiempo las consecuencias de ese déficit de civilidad y buen gobierno que en su momento provocó fenómenos de represión e ingobernabilidad que deben ser desterrados.
Era y es previsible que las reformas y los procesos de transformación de las estructuras políticas, económicas y sociales se vean acompañadas de inconformidades y protestas por parte de aquellos sectores que se vean afectados en sus intereses o que por cualquier razón se opongan a que se implementen; resulta por demás indudable que entre algunas de sus posturas se encuentren argumentos razonables y plausibles para ser tomados en cuenta e incorporarlos tales proyectos, por lo que en todo momento se debe ser receptivo a tales propuestas, del mismo modo que en todo momento se debe estar prevenido para atender y superar los actos de chantaje que pretendan impedir la instrumentación de los cambios estructurales que el país requiera.
Si la idea es que los grandes problemas nacionales encontrarán paliativo en la ejecución de grandes reformas “estructurales”, es necesario avanzar en la suma de voluntades por parte de aquellos actores sociales y políticos con vocación reformadora, a quienes debe convencerse de la viabilidad y pertinencia de las propuestas para conseguir su apoyo y validación. Para ello, la cohesión de la clase política, la búsqueda de afinidades y coincidencias, la capacidad y disposición a enriquecer las propuestas, la suma de apoyos y la solidez de los argumentos reformadores son ingredientes indispensables para avanzar en la consecución de las soluciones a los grandes problemas nacionales.
Por lo demás, es conveniente no generar en torno a esas reformas “estructurales” expectativas que rebasen sus reales utilidades y beneficios, pues es frecuente que en el discurso oficial se les sobredimensione como remedios casi mágicos que acarrearán la reducción de precios, la creación de empleos y, en general, el progreso nacional casi de manera automática. Es evidente que en cuestiones como la educación pública, convergen una serie de problemas y fenómenos cuya resolución no se agota en la mera elaboración de nuevas leyes, sino que existen múltiples factores que explican sus falencias, las cuales son compartidas (parafraseando a Freire) tanto por los educandos que hacen como que aprenden y los profesores que hacen como que enseñan, lo que difícilmente se superará si no se atienden las verdaderas razones que estructuralmente explican el abandono, la simulación y los abusos que durante muchos años han hecho de la educación el botín político y económico de unos cuantos.
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