El conejo gruñón y la tortuga viajera

  • Ignacio Esquivel Valdez
No pudo ocultar su sorpresa ni su desagrado. Le disgustaba la idea de tener a un extraño en su casa

En la parte más profunda del bosque había una comunidad de animalitos que vivían ayudándose y cuidándose unos a otros. Entre ellos había un conejo que tenía su casa en la base de un tronco hueco. Él era trabajador y colaborativo, pero tenía muy mal carácter y no le gustaba tratar mucho con los otros miembros de la comunidad. Cuando un tlacuache lo invitó a una fiesta, el conejo pretextó estar muy ocupado recolectando alimento para el invierno. En otra ocasión las ranas del estanque le pidieron apadrinar un renacuajo al inicio de las lluvias y fingió estar resfriado. En fin, no le gustaba convivir.

Un día llegó una tortuga que iba de paso por ahí y entre todos la recibieron. Revisaron la lista para ver a quién le tocaba ser el anfitrión de este visitante y encontraron que se trataba del vecino del tronco hueco. Mandaron a una comitiva compuesta por la señora lagartija y el señor gorrión, quien tocó la puerta con el pico y cuando el conejo abrió le notificaron que era su turno de hacerse cargo del huésped. No pudo ocultar su sorpresa ni su desagrado. Le disgustaba la idea de tener a un extraño en su casa, pero sabía las reglas de la comunidad, así que preguntó:

—¿Y de quién se trata? Digo, para saber si mi casa es suficientemente amplia para alojarlo.

—Yo creo que será suficiente —Dijo una voz desde el suelo. Se trataba de la tortuga que por estar cansada se había metido en su caparazón y lucía como una piedra más. Sacó la cabeza y las patas y caminó al interior de la casa del conejo, quien en sus adentros se decía “¿Quién se cree que es? Ya se pasó sin haberle ofrecido mi hospitalidad”, pero guardó silencio y después de despedir a la comitiva, cerró la puerta con el ceño fruncido.

La tortuga se acomodó en el sillón de descanso del conejo, quien solamente lo veía con indignación. La tortuga preguntó:

—¿Qué habrá de cenar?

Procurando ser amable el conejo respondió:

—Pues solamente tengo brotes de pasto, raíces y hojas tiernas ¿Será suficiente?

La tortuga con un gesto de desaprobación le dijo:

—Pues si no hay otra cosa, creo que me puedo conformar, gracias.

El conejo, quien se había volteado hacia la cocina para hacer una ensalada cerró los ojos y los puños del coraje que le provocó la respuesta de su invitada.

Al día siguiente, el conejo salió a barrer la entrada de su casa como todas las mañanas cuando escuchó un “Buenos días” desde afuera. Al voltear la mirada vio que la tortuga venía empapada y con las patas llenas de lodo. Se acercó al conejo, con una mano lo hizo a un lado y se metió a la casa ensuciando el piso. El anfitrión se puso rojo de coraje, pero se calmó diciéndose “Sólo estará unos días y se irá”. Después de pensar esto, preguntó a la tortuga:

—Disculpe distinguido viajero ¿Cómo para cuándo piensa partir?

Con toda calma la tortuga contestó:

—No lo sé, como yo camino despacio y el invierno se acerca, estoy pensando quedarme con ustedes hasta la primavera.

Esta respuesta hizo que el conejo explotara y dispuesto a reclamar al comité de bienvenida, salió de la casa. Iba tan enojado que no escuchó cuando un armadillo gritó que se acercaba un lobo y después de dar unos pasos, se lo encontró de frente. El coraje cambió a susto en menos de un segundo, se quedó petrificado, con la boca abierta y sus ojos muy abiertos veían los afilados colmillos del intruso. Los otros animalitos que veían a lo lejos estaban angustiados al imaginar la suerte que correría el conejo.

En eso, algo llegó rodando atrás del lobo sin que se diera cuenta, era la tortuga que se había metido en su caparazón y fingía ser una piedra. Se asomó un poco y vio que el atacante estaba concentrado viendo a su presa, así que le asestó una mordida tan fuerte en una pata, que el lobo levantando la cabeza, aulló del dolor.

En ese justo momento, aprovechando la distracción del lobo, el conejo pudo correr y ponerse a salvo en su tronco. El lobo acercó el hocico a la tortuga que se había vuelto a esconder y al tratar de olerla se llevó otra mordida en la nariz que hasta lo hizo lagrimear y chillar de dolor. Se fue corriendo de ahí tan enfadado, como adolorido.

Al cabo de un rato la tortuga sacó la cabeza y sus patas, todo mundo se dio cuenta que había salvado la vida del conejo, así que el silencio se rompió por gritos, silbidos y aplausos de los animalitos. El conejo salió de su casa y le dio las gracias a su huésped con un abrazo.

Esa tarde, el conejo le sirvió su mejor comida a la tortuga mientras le decía:

—Toda mi vida subestimé a los demás, creía que sólo yo con mi velocidad podría escapar de cualquier situación sin problema, pero tú me enseñaste que la valentía y el compañerismo son los mejores valores que alguien pueda tener.

Con su eterna sonrisa y paciencia, la tortuga le respondió:

—Reconocer los errores y agradecer los favores, también lo son, amigo mío.

Desde ese día el conejo se convirtió en el alma de las todas fiestas de la comunidad. Entre risas, cantos y baile nunca se cansó de decir que, si alguien es distinto a ti, no significa que sea menos, simplemente tiene otras cualidades.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas