Emigrar es un castigo

  • María Clara de Greiff
En el llano se te cansan los pies, la sed no te deja

Fairlee, Vermont. Como si la pobreza, la inseguridad y la ignorancia no fueran suficiente castigo, suficiente condena, el migrante se lanza al vacío desnudo, famélico, cundido de miedo, soñando con la promesa del sueño. Sueño que es la metamorfosis de un delirio, lleno de crudeza, porque en estas tierras del norte, desprovistas de compasión y de trato digno a quienes arriesgan su vida para proveer el sustento de cada día a sus familias, la piedad no existe. No se asoma. Sólo hay frío. La nada. Muchas veces hasta la comida escasea. Paradoja esta. 

El miedo se vuelve un personaje protagónico en estas historias de vida. Un miedo también hambriento de supervivencia, un miedo que se normaliza, osado que es. Porque los migrantes del gélido Vermont, tienen miedo de ser vistos y notados por el color de su piel, por el idioma que hablan, miedo a que se les castigue, se les deporte y se les envíe de regreso a esa “boca de tiburón” de la que están huyendo. Qué importa si trabajan jornadas de setenta y dos o hasta ochenta horas a la semana. Qué más da si se enferman o no, un lujo al que no tienen acceso. Qué más da si extrañan o no a los suyos, ¿acaso pueden sentir? Máquinas de trabajo son, enriquecen a los granjeros, sostienen la industria lechera de este estado. Trabajan sin descanso el primer año y no ven un centavo de su sudor, porque tienen deudas que cubrir de diez mil o doce mil dólares más los intereses, que fue el costo por cruzar el calvario. Porque además, pareciera que la vida se ensañara con ellos, insisto, como si la pobreza, la inseguridad y la ignorancia no fueran suficiente castigo, ser migrante es un insulto a la injuria.

En esta ocasión Manos que Hablan conversó con Don Alberto que apenas tiene cuatro meses de haber llegado a Vermont. Él es del municipio de Cárdenas Tabasco, en la región del Río Grijalba, casi que a la mitad de Coatzacoalcos y Villahermosa. Su familia es numerosa, son ochos hijos en total contándolo a él. Los padres de Don Alberto se dedican al campo: “ellos siembran maíz, frijol y aran la tierra para que el campo produzca y así sostener a la familia, pero es que no alcanza”, nos dice.

Don Alberto recorrió más de 5,500 kilómetros de distancia para llegar hasta el Northeast Kingdom de Vermont, en Irasburg, condado de Orleans a una de sus desangeladas granjas lecheras a trabajar. Hazaña esta que le costó más de diez mil dólares. 

Iniciamos nuestra entrevista con la pregunta de siempre

-¿Qué significan para usted sus manos?

-Mis manos me dan a mí y a mi familia para comer. Sin ellas no soy nadie. Gracias a mis manos he logrado sostener a una familia de tres niños y a mi esposa. También ayudo a mis padres.

Don Alberto comenzó entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos

-Yo pedí dinero prestado para venirme hasta acá. Volé hasta Ciudad Juárez y ahí estuve casi cuarenta días, de una casa en otra. Cuando nos aventó el coyote al llano para llegar al otro lado, la primera vez nos agarraron, me volvieron a regresar, y así otras tres veces hasta que a la cuarta que me aventaron ya logramos pasar diez chicos de doce que éramos.

“Yo ya no quería nada en el llano porque te da mucha sed y sólo te dan un bote de agua y por la preocupación de correr uno deja las cosas tiradas en el llano y te agarra el cansancio. Se te cansan los pies, la sed no te deja. Yo ya me quería parar la cuarta vez y que mejor me agarrara la migra porque ya no aguantaba. Hay veces que caminábamos en el llano hasta once u doce horas. Yo pasé el llano los primeros días de enero, ya para el 3 de enero estaba yo del lado norteamericano. A Vermont llegué el 13 de enero.

-Yo sufrí dos cosas muy fuertes antes de llegar hasta acá, pensé que ya no íbamos a llegar. Veníamos cinco con el raidero y se le explotó el rin, no la llanta. Esto pasó como a las 11:00 pm. Y él nos dijo que iba a llegar la policía. Yo pensé “¿qué hacemos?” y pues nos salimos del carro casi todos y nos metimos al monte. Sólo se quedaron él, la chica y otro chavo. Llegó el poli y nosotros ya veníamos para afuera cuando el raidero nos gritó “no salgan porque está el poli”. Entonces él se arrancó para despistar al policía y que no lo siguiera y a los veinte minutos regresó por nosotros. Fueron los veinte minutos más largos de mi vida. Después cuando casi veníamos llegando a Nueva York con otra raidera, nos paró el poli y a la chica que venía manejando le pidió la licencia. Ella no traía licencia. Gracias a Dios el poli se portó muy bien y le dijo a la chica que se fuera por otras rutas alternativas, porque por donde veníamos había mucho policía y la iban a parar.

“Yo llegué a Vermont porque tenía aquí un concuño y tardé como una semana sin trabajar. Yo me desesperé y empecé a buscar por dónde. De ahí me fui hasta Illinois porque había trabajo en una granja de cerdos. Pero ahí pagaban muy poco. Sólo $400 a la semana y yo tenía que pagar agua, renta, luz y todos los servicios y no me daba ni para mandarle a mi familia. Así que opté por regresarme a Vermont y aquí estoy bien. Los patrones no se meten con nosotros siempre y cuando haga uno el trabajo bien”. 

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Don Alberto en la parla de ordeña. Irasburg, Vermont

 

-¿Qué es lo que más extraña usted?

-Pues yo vengo de Tabasco donde las temperaturas son muy altas, hay veces que de 40 grados, es fuerte el calor y húmedo. Lo que más extraño es la familia, el clima. Me ha costado adaptarme mucho al clima. Llegué y estaba bien nevado, pero mi concuño me ha apoyado con ropa y ahí me la he ido llevando.  Extraño la comida. Aquí no hay donde ir a comprar cosas, los viernes y sábado nos llega una despensa de un grupo de personas que nos ayudan. Nosotros no tenemos transporte para salir a comprar las cosas. Yo trabajo doce horas al día. Le hablo a mi familia todos los días, pero no es lo mismo que tenerlos al lado y abrazarlos.

 

Don Alberto, lavando la parla de ordeña en Irasburg, Vermont.

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

-Nos hicieron una prueba unas doctoras cuando yo llegué. Pero aquí estamos muy aislados porque estamos muy cerca de la frontera con Canadá. Cuando contratamos al raidero para que nos lleve a hacer las compras de comida es cada quince días. Salimos con mucho miedo de que nos agarren y nos deporten. Así que no salimos a ningún lado. Sólo cada quince días para ir al súper a comprar la comida. Nos sentimos aislados eso sí.

Para finalizar mi conversación con Don Roberto le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

-Si, si creo. Mi propósito es construir una casita, comprar un terrenito y regresarme para estar con mi familia.

 Y así terminamos esta conversación con Don Alberto, que al igual que muchos construyen el sueño americano de regresar a su lugar de origen y proveer un techo seguro para la familia. A las manos francas, humildes, resilientes de Don Alberto dedico esta columna.

 

mcdegreiff@yahoo.com.mx

 

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire