Esa granja era la tristeza, en medio de la nada

  • María Clara de Greiff
En el sueño americano lo que más tienes es sueño

Fairlee, Vermont. Don Alejandro, que es en esta ocasión el entrevistado de Manos que Hablan, es uno de los más de cuatrocientos mil que huyen de la tierra natal, en la que crecieron sin derecho a la esperanza. Uno de tantos de esas cifras que se han normalizado, un número más que abandona una México que se nutre del éxodo y del aliento de los que emigran con el anhelo de una vida mejor, huyendo de la pesadilla del hambre y la pobreza, bajo la engañosa promesa del “sueño americano” que al menos, promete la esperanza del regreso al lugar de origen.

Don Alejandro es de Martínez de la Torre en Veracruz, él viene de una familia chica, tiene una hermana y a sus padres. Él emigró hace tres años, con la ayuda de sus amigos que le “echaron la mano”, porque en sus propias palabras “en México por más que se esfuerce uno no hay futuro, apenas y la va uno librando para ir comiendo, por eso me crucé para acá.”

 

Iniciamos nuestra conversación con la pregunta de siempre.

 

-¿Qué significan para usted sus manos?

- Para mi son todo, son todo el esfuerzo que ocupa uno, para todos creo yo las manos son lo más importante.

 

Don Alejandro comenzó entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

-A mí me tomó quince días llegar hasta acá, desde que salí de Martínez de la Torre. El viaje me costó trece mil dólares y me tardé un año y medio en pagarlo. A mi me tocó un buen coyote, en mi grupo éramos doce y todos pasamos. No batallamos con la comida, ni con el agua, ni nada. Yo llegué aquí con la pura bendición de Dios. Mi mayor miedo fue que me fuera a agarrar migración, pero a la primera pasamos. Cruzamos por el río y llegamos a McAllen. De ahí el “raidero” me transportó hasta acá.

Vermont le dio la bienvenida a Don Alejandro con su invierno lacerante, al respecto él dice:

“Ese primer invierno se me fue en tanto llorar. Yo venía de Veracruz y pues cuando llegué acá había un poquito de nieve, pero todavía se veía la tierra. Recuerdo que les decía a los muchachos con los que trabajaba que si eso era el frío pues yo aguantaba. Ellos me decían “no, la nieve no es frío” y aquí entendí lo que es el frío extremo. Feo, muy feo. Se me fue la vida en llorar, la tristeza de pensar en la familia. Yo le marcaba a mi mamá y a mis amigos y les decía “viejos me voy a regresar”, pero yo sabía que no podía porque estaba bien endrogado del viaje y tenía que echarle las ganas. Pero nunca se me va a olvidar ese invierno.”

Recién llegado a Vermont, Don Alejandro comenzó a trabajar en una granja en Saint Johnsbury, en el condado de Caledonia, allí estuvo cinco meses y trabajaba diez horas diarias,

-Ese lugar y esa granja era  la tristeza -dice y continúa -allí había muchos trabajadores de Tabasco. No tuve una buena experiencia. Estaba en medio de la nada. Entonces me cambié para acá al Upper Valley y ahorita gracias a Dios tengo un buen trabajo, no hay problemas con el patrón. Mientras cumpla uno con el trabajo ellos son felices. Aquí hay una tienda que está cerquita por lo menos para comprar comida-.

Manos incansables en las granjas de Vermont. Foto María Clara de Greiff

 

Cumplir con el trabajo significa ajustar una jornada, la mayoría de las veces de setenta y dos horas a la semana, a veces más, todas pagadas al mismo precio, sin importar si es sábado o domingo o la media noche.

-¿Qué es lo que más extraña usted?

-Extraño la comida, la familia. Eso es lo que todos extrañamos, a nuestra familia

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

- Realmente aquí no tuve impacto pues nos la pasamos todo el tiempo en las parlas de ordeña, aislados y cuando descansamos pues es un día que estamos en las casas trabajando en lo que hay que hacer, que es lavar la ropa y cocinar. Aquí casi no se sale a ningún lado. Pero en mí si tuvo un impacto porque mi familia en México se quedó sin trabajo y yo tuve que dejar de ahorrar y pues les mando todo a mis papás. Mi mamá se enfermó. Aquí lo que me daba miedo era quedarme sin trabajo. Pero por fortuna aquí sigo chambeando. Además, aquí no hay quien te cuide, así que nosotros mismos tenemos que ser muy cuidadosos.

 

Don Alejandro prepara el yodo desinfectante para las ubres de las vacas antes de la ordeña. Vermont. Foto de María Clara de Greiff

 

Para finalizar mi conversación con Don Alejandro le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

-Ahora sí le voy a contestar lo que me decía un amigo, “en el sueño americano lo que más tienes es sueño”, es tanto el trabajo y tenemos sueño porque dormimos poco. Uno se viene desde México creyendo que va a recoger el dinero con la escoba, facilito, porque la gente que se regresa dice “allá está fácil, te la vas a llevar tranquila.” Aquí no paras, aquí está canijo vivir, es caro, la gente en México no entiende que a uno le cuesta vivir en dólares. Yo de aquí no me muevo hasta que no tenga mi casita construida en México, mi propio trabajo independiente, que en mi caso sería en la agricultura, sembrando limón y naranja. Mi meta es esa, este año empiezo a construir mi casita. Mi sueño pues, es regresar con la familia.

 

A las manos trabajadoras incansables y resilientes de Don Alejandro dedico esta columna.

 

mcdegreiff@yahoo.com.mx

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire