Del hogar sólo sales cuando no te dejan quedarte

  • María Clara de Greiff
El Hogar como Boca de Tiburón y el Sueño Americano Inasible

Fairlee, Vermont. El poema “Hogar” de la poeta británica de origen somalí Warsan Shire, habla del hogar como un espacio de arraigo y del desarraigo “nadie sale de casa/ a menos que el hogar sea la boca del tiburón.” La joven activista, escritora y profesora dibuja con palabras los mapas internos del destierro.

 

Hogar

Nadie sale de casa a menos que

el hogar sea la boca de un tiburón

sólo corres hacia la frontera

cuando ves a toda la ciudad corriendo también

tus vecinos corriendo más rápido que tú

aliento sangriento en sus gargantas

el chico con el que fuiste a la escuela

que te besó mareado detrás de la vieja fábrica de hojalata

tiene un arma más grande que su cuerpo

sólo sales de casa

cuando en casa no te dejan quedarte.

nadie sale de casa a menos que te persiga el hogar

fuego bajo los pies

sangre caliente en el vientre

no es algo que nunca hayas pensado en hacer

hasta que la daga queme las amenazas en

tu cuello

e incluso entonces llevaste el himno bajo

tu aliento

sólo rompiendo tu pasaporte en los aseos de un aeropuerto

sollozando mientras cada bocado de papel

dejó claro que no volverías.

tienes que entender,

que nadie pone a sus hijos en un bote

a menos que el agua sea más segura que la tierra

nadie se quema las palmas de las manos

bajo los trenes

debajo de los carros

nadie pasa días y noches en el estómago de un camión

alimentándose de periódicos a menos que las millas viajadas

signifiquen algo más que un viaje.

nadie se arrastra por debajo de las vallas

nadie quiere ser golpeado

compadecido

nadie elige campos de refugiados

o cateos al desnudo donde tu

cuerpo se queda adolorido

o en prisión,

porque la prisión es más segura

que una ciudad de fuego

y un guardia de prisión

en la noche

es mejor que un camión cargado

de hombres que se parecen a tu padre

nadie podría soportarlo

nadie podría soportarlo

ninguna piel sería lo suficientemente dura

 

Vuelvan a casa negros

refugiados

inmigrantes corruptos

solicitantes de asilo

chupando nuestro país hasta dejarlo seco

negros con las manos extendidas

huelen raro

salvaje

arruinaron su país y ahora quieren

arruinar el nuestro

cómo hacen las palabras

las miradas sucias

caen sobre tus espaldas

tal vez porque el golpe es más suave

que un miembro arrancado

o las palabras son más tiernas

que catorce hombres entre

tus piernas

o los insultos son más fáciles

de tragar

que los escombros

que el hueso

que el cuerpo de tu hijo

en pedazos.

Quiero irme a casa,

pero mi hogar es la boca de un tiburón

mi casa es el cañón de la pistola

y nadie saldría de casa

a menos que el hogar te persiguiera hasta la orilla

a menos que la casa te dijera

para acelerar tus piernas

deja tu ropa

arrástrate por el desierto

vadea a través de los océanos

ahógate

sálvate

ten hambre

pide limosna

olvida el orgullo

tu supervivencia es más importante

Nadie se va de casa hasta que el hogar tenga una voz sudorosa en tu oído.

diciendo-

vete,

huye de mí ahora

No sé en qué me he convertido.

pero sé que en cualquier parte

es más seguro que aquí.


La antífrasis es brutal. Exacta. El “hogar como boca de tiburón”, como el lugar de donde “sólo sales cuando no te dejan quedarte.”  El lenguaje del éxodo, el viacrucis de los que emigran, el desarraigo y el fuego es la experiencia común que comparten los migrantes. En esta ocasión “Manos que hablan” conversó con Victoria, otra de tantas que huyó del “hogar”, en la búsqueda de esa “cualquier parte, más segura que aquí” del poema de Warsan Shire.

Victoria nació en un rancho que se llama Naranjillo y pertenece a Veracruz. Vivió allí hasta los 7 años y luego se mudó con su familia a Altotonga, escapando de la violencia. Naranjillo fue el hogar de Victoria en su primera infancia, hasta que se tornó en la “boca de tiburón.” En Naranjillo secuestraron a su tío, mataron a su abuelo y después a otro de sus tíos. Victoria recuerda que unos tíos le dijeron a su familia “¿qué esperan para salirse de ahí, a que acaben con toda la familia?” Victoria creció en Altotonga hasta los 21 años. Ella nunca imaginó que emigraría, “yo nunca pensé en irme. Mi plan era como el de muchos, seguir trabajando en las fábricas de camisas, en las maquilas, hacer tandas y ahorrar para un terrenito. Ganaba muy poco.”

Empezamos la charla con la misma pregunta:

-¿Qué significan para usted sus manos?

-Mis manos para mí significan independencia, apoyo y provisión. Gracias a mis manos cocino, vendo mi comida y así tengo sustento.

Victoria comenzó entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

-Yo decidí venir porque conocí a Víctor, mi actual esposo, me dijo “si quieres yo te apoyo.” Yo lo conocí por internet, por un año hablamos mucho tiempo. Él estaba muy indeciso de traerme, sobretodo por los peligros de cruzar la frontera. En abril que mis primos iban a salir hablé con ellos para ver si me podía venir con ellos. Ellos no querían porque yo era mujer y decían que a las mujeres las trataban mal, las separaban y les hacían cosas feas. Ellos fueron muy claros conmigo, me dijeron que, si me iba con ellos, no responderían por nada.

“Nosotros salimos el 30 de abril y tardamos dos días para llegar a Nuevo Laredo. Éramos sólo dos mujeres. Esas noches dormíamos como sardinas todos en un colchón. Ahí nos quitaron nuestras mochilas. Nos llevaron a la orilla de un río. Pasamos dos noches en una casita en malas condiciones, había víboras, estaba sucia, hacía frío. Intentamos cruzar, pero había mucha vigilancia. Nos dieron entonces la opción de caminar tres horas. Nos metieron en una lanchita a veinte personas. Estuvo a punto de hundirse. Ese trayecto duró más de una hora. Estábamos empapados. Caminamos tres horas. De pronto alguien gritó “la migra” y todos nos separamos. Yo me fui con una señora con su niño y con su marido. Luego chiflamos y nos volvimos a encontrar. Caminamos mucho más. El pollero llamó al que nos iba a recoger y nos dijo que venía en una camioneta roja con batea. Y separó a las mujeres. En la carretera los hombres nos empujaron y se subieron amontonados a una camioneta y no se dieron cuenta que eran sheriffs y los agarraron y se los llevó la migra. Gracias a los hombres gandayas me salvé de que me llevara la migra. Corrí, brinqué, me caí y me abrí la cabeza. Me encontré con un señor muy bueno y pasé toda la noche con él y contactamos a los otros con el celular y nos volvimos a encontrar. Anocheció y esperamos a que vinieran por nosotros. Decidimos cruzar la malla altísima y caminamos hasta las 5:00 de la mañana. Yo ya no podía caminar más. Me dolía la ingle.”

Victoria narra entonces como los primos la abandonaron y el señor que estaba con ella la amparó. Ella llamó a su novio Víctor que estaba aquí en el Upper Valley desde hacía cinco años y le dijo:

“¿Sabes qué? Me voy a entregar a la migra porque ya no puedo caminar, el guía no me contesta.”

El señor que estaba con ella le dijo “lo que tú quieras muchacha” y él la ayudó…

- Caminamos hasta las 8:00 de la mañana. Él iba aplastando las hierbas, quitando los nopales hasta que llegamos a una carretera de cuatro carriles y por fin ahí nos recogieron y nos llevaron a una casa a Laredo Texas. De ahí nos pasaron a otra casa y ahí esperamos otras dos semanas para que hubiera un tráiler o camioneta que nos pasara. Por fin llegó el día, a una camioneta le quitaron los asientos de atrás e íbamos nueve personas con las rodillas en la garganta por más de dos horas. Llegamos a otra casa y de ahí nos llevaron a Arkansas. Ahí fue por nosotros y una “raidera” que nos llevó hasta Nueva York y de ahí a Vermont a la casa de mi novio Víctor. Yo me tardé un mes y medio desde que salí de mi pueblo hasta llegar acá.

Victoria aprendió con rapidez las labores de la ordeña, aunque a escondidas, pues en la granja a donde llegó por vez primera, era la única mujer y el patrón dudaba de sus habilidades. Víctor le enseñó los quehaceres de la granja lechera y convenció al patrón para que le diera trabajo ordeñando y alimentando becerros. Su jornada laboral era de ochenta horas a la semana.

-Trabajé un año ahí y fue muy pesado. Nos salimos de esa finca porque el patrón no era bueno, se reía de nosotros, hasta que un amigo americano de mi novio nos recomendó para trabajar en esta granja en la que ahora estamos y nos gusta mucho. Llevamos ya más de cuatro años aquí y nuestros patrones son muy buenos. Yo ya cumplí cinco años y medio en Los Estados Unidos.

  Victoria y su bebé Manolo. Foto de Víctor López. Nueva Hampshire

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

- Al principio me afectó mucho porque desde que nació mi hijo hace poco más de un año, no trabajo de tiempo completo en la granja. Cocino y vendo comida en otros ranchos y los patrones me prohibieron la entrada. Dejé de vender mucho. Ya después con las medidas de precaución me dejaron ir otra vez. Yo no siento gran diferencia porque aquí vivimos muy aislados. Siempre trabajando.

-¿Qué es lo que más extraña usted?

-Extraño las tradiciones, convivir con mi familia.

Para finalizar mi conversación con Victoria le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

-Yo antes había escuchado esa frase del “sueño americano”. Oía que decían “la gente se va por su sueño americano” y lo describían como ya estás aquí y este es tu sueño, que estás bien, vives bien, mandas tu dinero. Pero nunca escuché que dijeran todo lo que tenías que trabajar para poder mandar dinero. Nunca escuché que dijeran del racismo, de todo lo que tienes que aguantar, que no eres libre, que vives con miedo. Mi sueño no es estar aquí. Mi sueño es trabajar duro para construir un futuro estable con mi esposo y mi bebé. Darle lo mejor, que no le falte nada, que tenga educación. En mi familia fuimos muchos, yo tuve una educación limitada. Yo no quiero que el dinero sea una excusa para no estudiar. Queremos que su herencia sean los estudios, que se prepare. Y trabajo duro, muy duro para hacerlo realidad. El sueño americano no es lo que yo escuchaba.

A Victoria y sus manos que dan vida dedico esta columna. A sus manos resilientes, incansables, de progreso. Manos que hablan.

 

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire