Su majestad, el perro
- Xavier Gutiérrez
Casi todos los pueblos han tenido especial predilección por los animales, por las mascotas. En todos los tiempos.
Los egipcios dejaron huellas de su cariño y hasta veneración por el halcón, el perro, el lobo, el gato y el cocodrilo. Incluso la civilización egipcia consideraba sagrados a diversos animales.
Los pueblos mesoamericanos tenían al jaguar, el águila y la serpiente como parte de su cosmogonía. Basta ver, en el caso de México a las grandes esculturas de serpientes emplumadas y al perro como compañero de viaje de los muertos.
En nuestro país, según encuesta de INEGI el 69.8 por ciento de los hogares cuenta con algún tipo de mascota o animal de compañía.
Hay personas que tienen un gran gusto por los animales y en determinados casos, los psicólogos señalan que el humano encuentra en la compañía de esos pequeños seres un remedio ante la soledad y la depresión.
También se da el caso de quienes expresan un amor desmedido por sus mascotas. A eso llaman los estudiosos petofilia; tratan a los animales como si fueran seres humanos e incluso les impiden manifestar comportamientos propios de su especie.
Para ellos, los animales brindan compañía, apoyo emocional y social y dicen que tal cercanía se traduce en bienestar y salud en general.
Son casos de evidente humanización de los animales, en detrimento de la especie humana muchas veces.
Muchos tenemos claro que humanos y mascotas tienen sus respectivos lugares, sin confusión alguna.
En esto hay casos extremos también. A la propensión a acumular una gran cantidad de animales como perros y gatos la denominan extraoficialmente como “El Síndrome de Noé”. Al entusiasmo y amor intenso por los perros le llaman cinomanía; la obsesión por los gatos en cambio es la ailuromanía.
El comportamiento de personas con relación a los animales ofrece todo un muestrario que puede ir de lo patológico a la generosidad.
Conocí el caso de un pintor de brocha gorda, muy bueno por cierto, que vivía sólo con su esposa y cinco perros. Trabajaba para la manutención de sus animales y esa era su felicidad, su mundo. Vivía con suma modestia, los perros, en cambio, estaban gordos y cachetones.
Otro caso, el de un médico que tenía dos hijas, esposa y 18 animales entre perros y gatos. Exitoso en lo económico, tenía un machismo patológico: la esposa abandonada, como enclaustrada en casa con los animales, sometidas las dos guapas hijas, a quienes nunca enseñó a manejar y les prohibió tener coche; él tenía una amante con quien vivía un par de días en una residencia solariega en el Valle de Atlixco. En su casa todos aceptaban sin chistar este extraño orden impuesto. Naturalmente vivían en una especie de terror silencioso, nadie cuestionaba la autoridad paterna.
Un caso más el de un facultativo a quien apodaba su esposa “El Pillo”. Personas mayores ambos. Ello no impedía que él tuviera una vida extramarital muy exitosa con una asistente. La esposa refugiaba su soledad con una perra a quien llamaba “Reina”. Y sí que tenía una vida privilegiada el animalito.
La sala, donde había muebles de lujo con fino tapiz era el terreno privado del can. Los muebles, siempre cubiertos con lienzos enormes, era el gimnasio y cuarto de recreo y residencia de lujo de la “Reina”, ella hacía y deshacía en toda la casa.
Tenía su casa para dormir en la terraza y hasta ahí, con dificultad la dama le subía su comida. Pero cuando ya no podía ascender, sólo para ese fin, llamaba a su fiel sirvienta para venir a su casa. Pasaba por uno o dos bultos de pan y comida, la remojaba en leche y le ofrecía un festín a la privilegiada perra. Le pagaba más que generosamente a la dama del servicio.
Un día la anciana murió y “El Pillo” hizo honor a su apodo y por fin se fue con su enamorada. Un hijo ocupó la casa y regaló a “La Reina”, así terminó su canino imperio.
Hay un caso más, extraño y fuera de lo ordinario. Tres hijas herederas de una considerable fortuna, todas con formación universitaria, heredaron una enorme propiedad en provincia. Ahí convivían en condición de granjeras y tenían un pequeño zoológico para su diversión, compañía y destinatario de su cariño: doce perros adoptados, quince gatos, un enorme cerdo de más de doscientos kilos, varios caballos, gallinas y gallos y diez burros.
Todos los animales eran intocables, vivían en un auténtico paraíso, las chicas estaban a su total servicio.
Y lo cotidiano: crece de modo exponencial la imagen en calles y parques, hombres y mujeres con un ojo al perro y otro al celular. Ya puede pasar junto un extraterrestre o el papa Francisco con todo su séquito, la mirada no se distrae un segundo del consentido can; a nadie más ven y mucho menos saludan.
El perro es el mejor amigo del hombre, cierto; y el hombre el más ferviente servidor del perro. Salvo que el perro diga lo contrario.
Sin duda hay hogares de familias modestísimas -o esa impresión ofrecen- en donde gran parte del presupuesto se va en comidas, veterinario, comodidades, servicios y cortejos para las mascotas, incluidas afelpadas carriolas para sus graciosas majestades. Es un misterio la economía y estabilidad de miles de familias en esta situación. Ni inflación ni carestía se interponen en este idilio atípico made in México.
Todo esto me hizo recordar a los catequistas de la religión católica de tiempos idos. El diálogo/adoctrinamiento de los feligreses se podría escuchar hoy mismo en una versión parafraseada, así:
-¿El perro es dios?
-(Respondían) ¡Sí es!
-¿El gato es dios?
-Sí es.
-¿El pez es dios?
-Sí es.
-¿Son, por ventura tres dioses..? Y él mismo se respondía enfatizando: Nooo, trescientas razas de canes distintas y un solo dios verdadero: el perro.
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Reportero y director de medios impresos, conductor en radio y televisión. Articulista, columnista, comentarista y caricaturista. Desempeñó cargos públicos en áreas de comunicación. Autor del libro “Ideas Para la Vida”. Conduce el programa “Te lo Digo Juan…Para que lo Escuches Pedro”.