AMLO, el progresismo y Venezuela
- Carlos Figueroa Ibarra
La semana que siguió al 28 de julio, día de las elecciones presidenciales en Venezuela, ha mostrado el rigor que implica el poderío estadounidense sobre América Latina. Esto no se evidencia tanto en los gobiernos de derecha neofascista como el de la golpista Dina Boluarte en el Perú o el de Javier Milei en Argentina. También a gobiernos de derecha como el de Luis Lacalle en Uruguay, Rodrigo Chávez en Costa Rica, José Raúl Mulino de Panamá, Luis Abinader de República Dominicana. Estos gobiernos al rechazar los resultados electorales anunciados a medianoche de ese 28 de julio por el Consejo Nacional Electoral o dar por ganador al candidato de la derecha extrema opositora Edmundo González Urrutia, actúan dentro de lo previsible no solo por su postura de subordinación a Washington, sino porque forman parte de la derecha global que se ha propuesto acabar con todos los gobiernos progresistas y particularmente con el de Venezuela.
Lo que evidencia más aun la fuerza de la diplomacia estadounidense son las reacciones que han tenido algunos presidentes que han estado inscritos en este segundo ciclo progresista en América Latina. A muchos nos sorprendieron las declaraciones de Luiz Inácio Lula da Silva días antes de las elecciones del 28 de julio. Lula fue presa de la manipulación mediática reaccionaria de las declaraciones del presidente Nicolás Maduro cuando declaró algo que tiene sentido para todo/as lo/as que hayan observado la conducta de la derecha venezolana en los últimos 25 años. Dijo Maduro que, si la oposición reaccionaria ganaba las elecciones, habría un baño de sangre en Venezuela. Era claro el sentido de lo dicho por Maduro dada la naturaleza violenta y neofascista de la oposición más extrema en Venezuela. No es ningún secreto que, si ganara las elecciones, esa oposición ejercería una feroz acción represiva sobre el chavismo.
En expresión de Juan Carlos Monedero, Lula compró el pescado podrido reaccionario que retorció las declaraciones de Maduro y las convirtió en una amenaza sangrienta a la oposición. Lula declaró “me asusté con la declaración de Maduro de que si pierde las elecciones habrá un baño de sangre, quien pierde las elecciones toma un baño de voto, no de sangre. Maduro tiene que aprender cuando ganas, te quedas; cuando pierdes, te vas”. Posteriormente Lula tuvo una comunicación telefónica de 30 minutos con el presidente estadounidense Joseph Biden y ambos fijaron una posición conjunta en el sentido de que “se divulguen de inmediato datos completos, transparentes y detallados de las votaciones en los colegios electorales” lo que quiere decir la publicación inmediata de las actas electorales de los resultados de las elecciones en Venezuela.
Censurable el descuido de Lula, cuando él mismo sabe de lo que es capaz la derecha cuando pierde o piensa que va a perder. En Brasil, tales cálculos provocaron el golpe que derrocó a Dilma Rousseff en 2016 y a él lo encarceló 580 días. La defenestración de Rousseff y su propio encarcelamiento formó parte de la política exterior de un país con cuyo presidente actual hace equipo ahora para que Maduro demuestre que ganó las elecciones. Un país por cierto que tiene un sistema electoral endeble y propicio a distorsiones de distinta especie.
Días después, el presidente Gabriel Boric de Chile, el mismo que logró ganar las elecciones en diciembre de 2021 y asumir en marzo de 2022, después de jornadas históricas de una vasta protesta social antineoliberal entre octubre de 2019 y marzo de 2020, dio una vez más muestra de su talante oscilante y afecto a las conveniencias cuando expresó: “Elecciones que generan tanta expectación como esta tienen que ser absolutamente transparentes y verificables… todavía no se entregan todas las actas que podrían verificar esta elección. Mientras esto no se haga, nosotros como país nos vamos a abstener de hacer un reconocimiento a lo que ha señalado el Consejo Nacional Electoral… los resultados que publica son difíciles de creer”. Las declaraciones de Boric provocaron un cisma en su gobierno en tanto que el Partido Comunista de Chile, integrante de la coalición oficialista, no tuvo dudas en reconocer el triunfo de Maduro.
El mismo Gustavo Petro, que ha sido un presidente valiente en fijar posturas frente a los designios de la política estadounidense, en esta ocasión declaró de manera ambivalente: “Las graves dudas que se establecen alrededor del proceso electoral venezolano pueden llevar a su pueblo a una profunda polarización violenta con graves consecuencias de división permanente de una nación que ha sabido unirse muchas veces en la historia”. Ciertamente, cuando Anthony Blinken declaró como presidente a González Urrutia, Petro dijo: “No es un gobierno extranjero el que debe decidir quién es el presidente de Venezuela. Es a los venezolanos a quienes corresponde llegar a un acuerdo político para que cese la violencia en su país y establecer la forma transparente como se puede adelantar un escrutinio con garantías para todos”. Petro también se ha pronunciado inequívocamente contra el bloqueo como política estadounidense.
Posicionamientos similares observamos en el presidente Bernardo Arévalo de Guatemala. Más comprensible su postura si sabemos que el apoyo de los Estados Unidos ha sido decisivo para que la gobernanza criminal de Guatemala no le hiciera un fraude o le impidiera tomar posesión como presidente después de ganar contundentemente la segunda vuelta electoral en agosto de 2023. Expresó Arévalo: “Recibimos con muchas dudas los resultados anunciados por la autoridad electoral venezolana respecto de la jornada del voto celebrada el domingo”. El 5 de agosto, Arévalo anunció que no reconoce a Maduro como presidente electo.
Más allá de gobiernos como el de Cuba y el de Nicaragua, de quien se espera un apoyo enfático al proceso bolivariano, del reconocimiento inmediato de la presidente Xiomara Castro desde Honduras y del presidente Luis Arce desde Bolivia, la postura de Andrés Manuel López Obrador es la que me ha parecido más congruente con su trayectoria y con sus principios. Desde el lunes 29, López Obrador fue explícito en que a los venezolanos les correspondía dirimir los resultados electorales, y respondió con cautela a las preguntas sobre el tema diciendo que esperaría a los resultados electorales definitivos en tanto que la declaratoria del Consejo Nacional Electoral de Venezuela se sustentaba en el recuento del 80 por ciento de las actas.
Posteriormente Andrés Manuel ha rechazado la postura de la OEA de declarar ganador a Edmundo González Urrutia y anunció que el representante de México no asistiría a la reunión de dicho organismo convocada expresamente para aprobar una declaración injerencista con respecto a Venezuela. López Obrador calificó a la OEA como facciosa. Posteriormente señaló como “un exceso” el que el secretario de Estado Blinken diera por ganador a González Urrutia. Como es sabido el secretario general Luis Almagro fracasó en su intento de aprobar dicha resolución al no lograr los 18 votos necesarios para ser aprobada.
El papel de López Obrador ha sido decisivo en la declaratoria del 1 de agosto suscrita por los gobiernos de México, Colombia y Brasil la cual, sin ambigüedades felicita al pueblo venezolano por acudir masivamente a las elecciones del 28 de julio, llaman a que de forma expedita se den a conocer públicamente los resultados desglosados por mesa de votación, al respeto imparcial a la voluntad popular, al mantenimiento de la paz y el respeto a la vía institucional. Esta declaración pide lo que es legítimo pedir: respeto a los resultados electorales, a la institucionalidad venezolana, la paz social, respeto a la soberanía del pueblo de Venezuela.
Desde el primer evento electoral efectuado durante el chavismo (el referendo de 1999), la derecha no ha cesado de alegar fraude electoral. En otro artículo he dado una argumentación de las razones por las cuales creo que ni en los anteriores procesos electorales ni en el actual, ha habido fraude en Venezuela. La narrativa del fraude electoral en Venezuela tiene un indudable ánimo golpista. La derecha venezolana no pudo en 2002 derrocar a Hugo Chávez a través del golpe militar. Tampoco pudo hacerlo cuando fue mayoría legislativa a partir de 2015. No pudo hacerlo a través de las guarimbas en 2014 y en 2017.
Ahora busca hacerlo, legitimando como presidente a Edmundo González Urrutia, un cansado y envejecido exdiplomático con una historia oscura vinculada a la CIA y a la contrainsurgencia salvadoreña durante los años ochenta cuando fue funcionario de la embajada venezolana en ese país. El alegato del fraude se da en el contexto de un sistema electoral que ha dado dos victorias a la oposición entre los 31 procesos electorales observados desde la asunción del chavismo al poder. También se alega un sistema electoral fraudulento cuando ese sistema ha convalidado muchos triunfos electorales de la oposición: hoy en Venezuela 4 de los 23 estados son gobernados por opositores como también más de 100 alcaldías de las 335 existentes.
Como se ha dicho de manera reiterada, merced a la fuerte presión de Washington para legitimarse electoralmente, la Revolución Bolivariana tiene que cumplir requisitos que no se piden a otros países. Esto explica la contundencia de los enemigos y la ambigüedad de los amigos. Hoy se le pide la inmediata presentación del cien por ciento de las actas electorales cuando el sistema electoral venezolano da por ley un plazo no mayor de treinta días para hacerlo. Esto es lo que ha sucedido en los procesos electorales pasados. Aun así, Venezuela tendrá que presentar la totalidad de dichas actas lo más pronto posible. Solo entonces la fase más aguda del golpe habrá sido superada se podrá pensar en un nuevo ciclo para la vida política de dicho país.
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Sociólogo, profesor investigador de la BUAP, especializado en sociología de la violencia y política. Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Fue integrante del Comité Ejecutivo Nacional de Morena (2015-2022).