Una justa verdad moderna: Sor Juana y Revueltas

  • Arturo Romero Contreras
La verdad es sufrimiento de la verdad. Lo sabía Sor Juana, lo sabía Revueltas

La modernidad la asociamos con el sujeto del saber. Saber técnico y científico. Y que se ejerce como dominación sobre los otros (el prójimo, otros “yo”) y la naturaleza (lo otro). Es, sobre todo, figura colonial, patriarcal, metafísica y capitalista. Pero esta visión es muy pobre. Corresponde a una respuesta. Respuesta al problema moderno por excelencia.

Este problema se expresa a lo largo de toda la modernidad, pero aparece, aquí y allá, con gran claridad. A Kant corresponde uno de esos momentos. Él no habla de modernidad, sino de Ilustración. Movimiento históricamente más claro, pero que recoge la inquietud moderna por excelencia: la salida de la minoría de edad. Por ello entiende Kant algo muy determinado: aprender a vivir sin amos. Dejarlo todo, si se quiere, por dos cosas: libertad y dignidad. Se pone énfasis en la primera, como si valiera solamente el momento de una supuesta autarquía resumida en un “yo puedo” y exacerbada en un “yo lo puedo todo”. Tampoco vale aquí un “nosotros” que pueda todavía oponerse a un “ustedes” mirado hacia abajo, con sorna y desprecio. “Libertad” significa el crepúsculo de los amos. El señor debe retirarse. El señor feudal y todo señorío terreno. No importa si Kant flaquea y defiende su adusta monarquía constitucional. También debe caer el señorío transterrenal: el Señor no tiene opinión en el mundo. Incluso ni siquiera existencia, pero a eso tampoco llega Kant. Señor: divino, o terrenal (el rey), así como todos sus intermediarios: la realeza y los sacerdotes.

Aquí la primera mitad. Pero, ¿qué significa dignidad? Es hacerse digno del nombre de humanidad. El pensamiento ilustrado kantiano no se acaba en pueblos, naciones y tradiciones. Es cosmopolita. Hoy diríamos: internacionalista. Actúa de tal manera que tus actos puedan estar a la altura de una humanidad cosmopolita. Es decir, que estén justificados. Si por unos cuantos, si por el futuro o por supuestas razones hay que sacrificar a algunos otros, caemos por debajo de la humanidad y no merece nada. Los llamados adeptos del “largo plazo” que sacrifican a unos cuantos por la sobrevivencia de la especie caen por debajo de la dignidad humana. ¿Qué es dignidad, entonces? El mundo para todos, para todos, para todo. No es proyecto, sino invitación. Y no es “habitar”, sino cohabitar. Más allá de los confines de la historia propia, de la especie, de cualquier “sujeto”.

Esta es la única verdad humana que no se agota en la “manifestación” de las cosas, ni en la correspondencia entre lo dicho y lo hecho, o las palabras y las cosas. Que cada hecho esté justificado quiere decir, a la letra, que sea justo. Que pase por la interrogación de lo justo y lo injusto. Así, la verdad es justicia. Pero si la modernidad significa vivir sin amos, entonces también se vuelve ocre la paleta de razones aducidas en el mundo. José Revueltas dice en Los días terrenales: “la verdad es el sufrimiento de la verdad”. La verdad es verdad porque sobresale de entre los motivos del lobo (Hobbes) y de Caín. Es trascendente. Pero falta siempre su formulación exacta, su lugar y su tiempo porque es del mundo y no de un más allá. Revueltas dice también en Hegel y yo que el acto humano, el más digno de todos, no se gesta en ningún individuo. No pertenece a la memoria personal ni de los pueblos. No tiene fecha ni geografía en cuanto a su inicio. Es, estrictamente inmemorial. Pero no atemporal. Su tiempo viene marcado solamente por no haber podido tener lugar. El acto justo al que somos siempre convocados, ahora sí, en el presente, surge del fracaso continuo de lo que no ha tenido lugar. El acto nos concierne siempre y en cada caso a nosotros, aquí y ahora. Aunque no sea propiamente nuestro. No de todos o todas, sino de nadie. Pero ¿por qué la verdad es sufrimiento de la verdad? Por un lado, la verdad más dura, es la que nos conduce a su ausencia. La verdad no tiene sostén ni contenido estable. No hay, ni en el cielo ni en el subsuelo manera de dar cuenta de ella.

La verdad no es interpelación. Ésta ha decidido ya escuchar, responder, todo está decidido. La verdad sombría es aquella del silencio, donde el universo entero gobernaría con soberana indiferencia. Este dolor lo siente el individuo en la forma de la soledad absoluta. Pero al mismo tiempo, es en ella y sólo en ella donde aparece el brillo cegador de toda compañía, del prójimo, pues. Es por ello que la verdad es sufrimiento de la verdad: verdad que se resiste a la nimiedad del mundo, pero que no tiene asiento, que sobrevive, que insiste, más allá de todo contenido determinado, pero no en ausencia de ellos. Afirmación que se hace contra sí misma: verdad en la ausencia de verdad y sin embargo… todavía, siempre, ella por encima de todo. Como justicia.

A Descartes corresponde sin duda un momento de claridad moderna. La claridad del sujeto que sólo sabe existir destruyendo los contenidos que encuentra en su conciencia, como saber constituido. Ahí está la soledad del sujeto, lo incierto del mundo y la invocación de un dios que venga a salvarlo como saber o conocimiento. Cogito, ergo sum. Pienso, por lo tanto existo. Pero la otra “mitad” de la modernidad temprana le corresponde a Francisco de Vittoria y su “ius communicationis”. Durante la Conquista española del “nuevo mundo”, la gran pregunta que surge en Europa es: ¿quiénes son ellos? Conocemos el debate Las Casas y Ginés de Sepúlveda. ¿Los “indios” tienen alma?. Vittoria, quien está detrás de Las Casas dice que sí y que por tanto no pueden ser esclavizados, ni torturados, ni destruidos. Claro, deberán ser evangelizados, lo cual equivale a destruir su cultura. Pero evitemos el argumento trivial. Salvando el alma indígena se ha ido más lejos que los colonialismos posteriores, para quienes la esclavitud y la limpieza étnica fueron la respuesta inmediata, lo cual incluía, desde luego la aniquilación de lo que pudiese sobrevivir de la cultura. Incluso la conquista meramente económica fue más cruel, pues no requería ni siquiera plantearse la pregunta por la dignidad humana. Al final, el imperio español tomó el buen camino europeo. Antes de quemar códices, la violencia y el desprecio de la dignidad se instituyeron y sellaron con la expulsión y persecución de judíos y musulmanes. La suerte estaba echada. Para toda Europa.

Fue desde el otro lado del mar que estas verdades elementales se dejaban sentir. Sor Juana es, sin duda, la “peor de todas”. Mote que se puso ella misma por culpa, por haberse rebelado contra su saber de monja. En El Neptuno alegórico, escribía, entre densos retablos de palabras curvas, verdaderas blasfemias contra la iglesia. Decía que no existían dioses autóctonos. Que todos ellos vagaban, menesterosos, hasta que una tierra los alojaba y les daba cobijo. ¿Tonantzin o la Virgen María? Era lo mismo. Tonantzin, despedazada, encontraba en la Virgen una diosa sucedánea. Pero la Virgen María era, ella misma, ya un sucedáneo de Isis, la diosa egipcia. ¡Cuánto la respetaban para no quemarla inmediatamente! España solamente le había prestado asilo a dioses extranjeros. Todos los dioses lo son. Jesús y María venían de Oriente. Y no tenían nada de primero, ni de original. Como tampoco Tonantzin y, en última instancia, tampoco Isis. Era un asunto inmemorial, como dice Revueltas. “Dios” es el nombre de esa justicia inmemorial que aparece temporalmente como una verdad, a la vez vacía y plena, solitaria y común. Es el problema de la verdad como justicia, respuesta al problema moderno de la verdad entendida como sufrimiento de la verdad, dividida entre el sujeto del saber y el sujeto frente al prójimo. Dar asilo a los dioses no significa aquí sino el encuentro de las lenguas, las naciones, las tradiciones y el punto en el que surge ahí una nueva oportunidad para la verdad, es decir, una nueva oportunidad de justicia.

La verdad es sufrimiento de la verdad. Lo sabía Sor Juana, que, en el Primero Sueño, tras haber desplegado una filigrana de agudas razones, le daba la razón al sueño y prefería el misterio. No se encontraba en situación distinta de la de Revueltas: soledad absoluta de quien mira a los dioses como una peregrinación sin destino y alegría de una tierra que los acoja, que no tiene otro sentido que el encuentro no de dos mundos (O’Gorman tenía buenas razones para dudarlo) sino de varios. Revueltas miraba también a Europa, al Mayo francés, pero sabía muy bien que no era un asunto regional. La revolución, hija predilecta de la modernidad, era solamente un momento de claridad de un acto inmemorial. La genealogía es por ello inútil. Es un ejercicio que falla a la verdad en su sentido más digno, que no es el origen, ni siquiera la invención, sino la justicia en cuanto que no ha tenido lugar.           

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.