La Universidad y sus viejos profesores

  • Lorenzo Diaz Cruz
La universidad se ha vuelto un lugar hostil para los profesores que viven sus últimas etapas

En algunas sociedades modernas se tiene pavor a la vejez, y se hace hasta lo imposible por retrasarla o esconderla. Son sociedades que admiran la juventud como la etapa ideal de la vida, que miman a la población que está en sus dorados años veintes o treintas. En esas sociedades se hacen planes pensando que la población en edad laboral estará siempre joven, llena de energía, actualizada y lista para responder al reto que le pongan enfrente. Ahí impera una cultura que teme hablar de la muerte, del final del viaje que a todos nos espera.

De hecho, en esas sociedades se trata de evitar el uso de la palabra misma. Referirse a alguien como un “viejono es bien visto, se prefiere mejor usar un lenguaje más correcto y neutro; por ejemplo, para alguien con más de sesenta años se sugiere llamarlo un “adulto mayor” o una persona de la “tercera edad”.   

En lo personal, me gustan más esas culturas que logran limar la palabra para dotarla de una carga afectiva. Así la pueden usar para referirse a sus padres, que son “mis viejos”. Hasta se derraman lágrimas cuando recuerdan los sacrificios que hizo la “vieja” para que el hijo pudiera ir a la universidad o para comprarse un traje. Entonces la palabra adquiere tiene una carga emocional positiva y cariñosa, como en aquel verso de Piero, que cantaba con un sentimiento especial “viejo, mi querido viejo, ahora ya caminas lento, como perdonando al viento”.

Por otra parte, en el ambiente laboral la corrección del lenguaje de la mayoría de las sociedades, raramente es acompañada de una consideración especial para los viejos. Generalmente se tienen reglas que son como una “función escalón”, esto es: mientras esté contratado, un empleado o trabajador debe cumplir las mismas reglas que todos independientemente de su edad. Es hasta que esa persona deja de trabajar, cuando se jubila, que adquiere un estatus diferente.  Un día antes de la jubilación el trabajador más viejo es igual que todos, un día después pasa a ser un abuelito, cabecita blanca, depositario de la tradición y la experiencia.

En el mundo laboral importa poco que haya una especie de curva gaussiana o de campana, que describe la distribución de edades del personal. Así en una empresa promedio habrá jóvenes recién contratados, también personal en plenitud de habilidades, otros ya en una etapa madura y unos más a punto de alcanzar la jubilación.

En el mundo universitario se tiene una distribución de edades un tanto atípica, con poca población de profesores jóvenes y un porcentaje alto de profesores en “edad madura”, viejos pues. Hay una explicación de esa anomalía en el caso de los profesores investigadores:  se debe a que una buena parte de sus  ingresos provienen del Sistema Nacional de Investigadores, y para mantenerlo se debe estar adscrito a una institución educativa. En esas circunstancias sólo nos sacan de nuestro cubículo con los pies por delante, y dicho sea esto más allá del sentido figurado.

Cuando los profesores vamos envejeciendo es natural que se pierdan algunas destrezas, nos cuesta más memorizar los nombres de los alumnos, muchos no estamos a la moda en el uso de las redes sociales, y así nos vamos quedando nadamos en Facebook.  Aquel teorema que dominábamos de memoria cuando éramos jóvenes, ahora se vuelve más esotérico.

Muchas veces a las autoridades se les hace fácil convocar a los profesores para realizar una evaluación mediante alguna aplicación. Quizás eso no esté del todo mal, con un cierto esfuerzo y asesoría puedo uno bajar el programa y aprender a usarlo. El problema aparece cuando cada dependencia prefiere usar un programa diferente, con nombres exóticos, que en mi vida había sabido que existían: slack, ooVoo, hubspot, discord, etc, etc.

Luego hay que agregar sobre los hombros de los profesores, una cierta sobre regulación administrativa, que prefiere usar el muy mexicano dicho de: “mejor que sobre y no que falte”, que parece surgir por generación espontánea. Pero si le rascamos un poquito podemos identificarlo con el poco aprecio que tiene el personal directivo del tiempo y recursos de los docentes. Súmenle a todo eso una especie de teléfono descompuesto con el que parecen transmitirse las instrucciones, así resulta que de una constancia solicitada por una autoridad, la secretaria le pide al docente tres copias, fotos del evento y casi hasta la fe de bautismo.

Hace poco me tocó ver el caso de un profesor de más de setenta años de edad, un excelente docente, con mucha experiencia y conocimiento de su especialidad, que no lograba subir desde su computadora todos los documentos que requería para cumplir con una evaluación. Nadie le había dicho que el navegador X que usaba en su computadora, era incompatible con el programa de la evaluación, y para que funcionara debía usar un navegador de tipo Y. Tal vez para un joven hacer eso no sea tan difícil, al menos en condiciones normales, pero no es lo mismo cuando esa situación se presenta un día antes de que cierre una convocatoria.

Ah, por cierto, debo mencionar que todos esos trámites debían hacerse cuando apenas estábamos superando la etapa más crítica de la pandemia del Covid, ese bicho que tantas experiencias traumáticas nos dejó. Eran los meses cuando escuchábamos la recomendación de las autoridades para que los docentes fuéramos tolerantes y empáticos con los estudiantes, por consideración hacia las pérdidas que podrían haber sufrido. Todo ese discurso humanista se transformaba en palabras vacías cuando se debe llevar a cabo una evaluación que reparte recursos.

Aunque todos esos trámites y la problemática son irritantes, los  podemos resolver cuando al menos tenemos una salud que nos permite movilizarnos para atender cada asunto: armar nuestro expediente, sacar copias, ya sea con la ayuda de los hijos o incluso de algún estudiante. Sin embargo, además de la carga de estar viejos y traqueteados por la vida, hay casos en los que la salud se ha deteriorado tanto que ya no se tiene la energía para estar parado las dos horas de una clase promedio.

Tampoco es fácil ir a una oficina y hacer una fila por dos horas, en otros casos cuesta moverse, pues ya no se puede manejar el auto, es caro el Uber y las rutas van atestadas.

En esa etapa final de la carrera de los profesores, la universidad se vuelve un lugar como el título de la novela de Corman Macarty: “Aquel no es país para los viejos”, tomada de un verso Navegando hacia Bizancio, del poeta irlandés William B. Yeats, que también dice:

“Un hombre de edad no es más que una cosa miserable,
Un abrigo andrajoso sobre un palo, a menos que
El alma aplauda y cante, y cante m
ás fuerte
Por cada arruga en su vestido mortal,
Ni hay escuela de canto sino el estudio de
Monumentos de magnificencia
única;
Y por eso he navegado los mares y he venido
A la sagrada ciudad de Bizancio.”

Es una pena que no haya un programa de “aterrizaje” para la vejez de los profesores en la mayoría de las universidades de México. No hay consideración hacía ese personal que estuvo al pie del cañón por treinta o cuarenta años, cumpliendo con su labor. Docentes que cuentan con una experiencia vasta, con tantas vivencias que podrían compartir con sus alumnos, desde una perspectiva más humanista, más allá de las calificaciones y los exámenes. Personas a quienes se le sacaría mejor provecho si trabajara como una especie de mentor, que le puede advertir de los riesgos y oportunidades al estudiante.

Ese viejo profesor sería más como un manager, que al igual que los antiguos entrenadores de box, pueden preparar al joven para los combates que se le van a presentar en la vida.  Alguien así podría dar esos consejos que surgen de las propias vivencias, como los del viejo Vizcacha en el poema Martín Fierro:

«A naides tengas envidia,
Es muy triste el envidiar,
Cuando veas a otro ganar
A estorbarlo no te metas

Cada lechón en su teta
Es el modo de mamar.
»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Lorenzo Diaz Cruz

Doctor en Física (Universidad de Michigan). Premio Estatal Puebla de Ciencia y Tecnología (2009); ganador de la Medalla de la DPyC-SMF en 2023 por su trayectoria en Física de Altas Energías. Miembro del SNI, Nivel lll. Estudios en temas de educación en el Seminario CIDE-Yale de Alto Nivel (2016).