El miedo como forma de vida

  • Leopoldo Castro Fernández de Lara
Enfrentar el miedo es tomar consciencia, entre otras cosas, que lo que consumo me afecta

A estas alturas de la pandemia, después de tantos meses y de tantas vivencias nuevas (¿te acuerdas cuando nos dijeron que teníamos que estar dos semanas encerrados y luego todo volvería a la normalidad?), tal vez sea necesario replantearnos ciertas cosas:

En un primer momento nadie sabía nada del virus. Mucha gente murió por malos tratamientos en hospitales (“intubados” en todo el mundo, y en lo que se refiere a  México esto es una presunción; aquí cualquiera nos podemos morir de cualquier cosa en cualquier lugar, y hablando de hospitales son muchas las personas que no tienen acceso a uno, ya sea porque no tienen seguro, porque no han hechos los trámites o porque les queda a mil kilómetros de distancia) por querer resolver el problema con tratamientos mágicos (imagínate qué absurdo es morir por tomarte el desinfectante o el cloro como agua para combatir el virus) o por querer morir en casa (“prefiero morir en mi casa que en el hospital”). Muchos otros murieron solos pues sus familiares no quisieron contagiarse y no se asomaban a ver al enfermo… al otro día tocaban la puerta y resulta que la persona no superó la noche.

En todo caso el factor común en todas estas muertes es el miedo. El miedo que nos hace actuar desde la reactividad que caracteriza a los mamíferos y en especial a los primates y de entre ellos a los seres humanos que tanto nos gusta presumir de ser superiores, pero en realidad somos los más miedosos… Un animal experimenta miedo ante un peligro inminente –normalmente acompañado de estrés que activa su sistema nervioso tensando el organismo- y esto le permite generar una respuesta organísmica que le garantiza la supervivencia; un humano en cambio experimenta miedo difuso… sensaciones contradictorias que no puede explicar y en la mayoría de los casos ni siquiera sabe reconocer. Estas sensaciones generan conflictos internos que despiertan reacciones que le llevan a defenderse, a atacar, a congelarse y que idealmente desaparecerían cuando el peligro ha pasado.

Ahora bien, ¿qué sucede si el peligro no pasa? El peligro puede ser de dos tipos: un peligro inminente (como cuando hay un sismo y tenemos la dudosa fortuna de vivir en un penthouse y nos damos cuenta de que seremos los primeros en morir) y un peligro que es más bien una creación mental y que permanece en el tiempo sin ninguna señal clara de que hay algo real a lo que tenerle peligro. En el primer caso las reacciones al miedo nos permiten movernos o hacer algo que nos asegure la supervivencia pues, aunque consideremos que somos seres espirituales y nuestras motivaciones son sublimes, en realidad lo único que nos interesa es sobrevivir.

En el segundo caso el miedo no desaparece y se convierte en una sombra que nos acompaña y deforma la realidad. Las reacciones dejan de ser automáticas y se convierten en un estilo de comportamiento, no solo las conductas sino también las emociones y los pensamientos. Todo el organismo se consolida -cual soldado en tiempos de guerra- para enfrentarse a la batalla. Y ya sabemos lo que pasa en tiempos de guerra: no hay lugar para el arte, no hay lugar para la creatividad, no hay lugar para la ternura, para la sensibilidad, para la expresión de emociones, para la tolerancia, para el desarrollo del ser, para el amor, para la paz. Este estado de alerta genera desgaste y cansancio que dependiendo de la base de personalidad se manifiestan de distintas maneras ante una exigencia prolongada e injusta que nos autoimponemos: depresión, ansiedad, problemas del sueño, violencia (falta de control de impulsos que se pueden ver en la forma en que nos volvemos explosivos), intolerancia, desesperación, angustia. La lista no se termina.

El miedo, por lo tanto, nos convierte en versiones de “servicios mínimos” de nosotros mismos, algo así como un modo supervivencia. En este modo podemos funcionar (la famosa “funcionalidad” que tanto se busca en nuestro mundo moderno) pero no podemos crecer, no podemos mejorar.

Como siempre la solución que propongo es la consciencia, el “darse cuenta”. Suena sencillo y hasta trillado en estos tiempos de soluciones científicas. Si tienes una mejor forma de generar un cambio, te invito a que lo hagas y si es posible lo compartas con todos los que puedas, pero si no te propongo este: darse cuenta supone tomar consciencia y descubrir que -entre otras cosas- lo que consumo me afecta; no solo la comida sino lo que leo, las pláticas que tengo (los temas de los que hablo, las personas con las que decido estar), lo que veo en las pantallas (televisión, redes sociales, etc.). También mi diálogo interno y la relación, tan olvidada en nuestra cultura, conmigo mismo.

No es solo darse cuenta. El primer paso y permanente, es éste. A partir de aquí surgen todas las posibilidades pues el descubrir que la realidad no es inevitable o al menos que nuestra participación en la creación de la misma es más relevante de lo que creemos, nos permite entenderlo todo desde un lugar más amoroso: ¿quiero seguir viviendo con miedo?, ¿esto me hace mejor persona? Las respuestas son obvias cuando las preguntas se plantean desde este lugar.

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Leopoldo Castro Fernández de Lara

Psicólogo, Master en Recursos Humanos, Maestría en Modelos y áreas de investigación en ciencias sociales. Sus temas de interés son los movimientos sociales, las representaciones sociales y en general la psicología social