Igual de depredadoras

  • Alejandra Fonseca
Me hirvió la sangre, no pude contener mi fiereza.

Quedamos en comer sábado. Llegué a su casa y la alcancé en el local de junto donde comía memelas con su mamá. Me invitó pero yo había desayunado.

Mi amiga tiene 35 años, casada y un hijo a quien ama intensamente. Es muy dulce, amable y disfruta mucho su trabajo. Su marido es buen hombre y trabajador. Se entiende bien.

No sé exactamente cómo inició la plática pero la dueña del local, de 23 años, empezó a decir que creía que su sobrina era esquizofrénica y dio especificaciones. Me sorprendió su manejo de la información y añadió que ella era depresiva “por lo que le había pasado”. La he tratado poco y de manera superficial, por lo que me sorprendió que se expresara así frente a mí. Desde luego la escuché con atención y respeto, agradecida por la confianza y, por supuesto, no me atreví a preguntar nada a pesar de asaltarme muchas dudas.

Mi amiga intercambiaba con ella escuetas palabras. Se conocen de tiempo y ella le decía que las cosas había que dejarlas pasar y era mejor no pensar en ellas. Pero la dueña del local continuaba añadiendo información: era la única que veía a su madre (que se encontraba en el local), que no era justo porque no alcanzaba para el gasto, que sus ocho hermanas nunca aportaban… en fin. Yo escuchaba tratando de armar las piezas del rompecabezas en mi mente. De repente la mujer soltó que la habían violado de niña y continuó hablando como si quienes la escuchábamos supiéramos la historia.

Mi amiga decidió que era hora de irnos a comer; nos despedimos y su mamá se subió al coche conmigo mientras ella iba por una chamarra. Le pregunté a la señora que si ella sabía quién la había violado. Respondió que entendió que un familiar.

Mi amiga subió al coche y partimos al restaurante las tres. El camino fue testigo de mi intenso cuestionamiento para salir de dudas: la mamá de la locataria tuvo un segundo “marido” que recién había muerto y el hijo de puta había violado a las siete hijastras mientras la mujer se emborrachaba con él. Cuando las niñas le decían lo que pasaba, ella respondió: “Ni modo, esa vida les tocó vivir”.

Me hirvió la sangre, no pude contener mi fiereza. No medí mis palabras ni expresiones en ningún tono; vociferé ante mi amiga y su madre, y me fui como hilo de media contra el padrastro y la madre de la muchacha y todas las madres que permiten el abuso sexual de sus hijas e hijos por ellas estar con el macho. Mi amiga, mesurada, trataba de decirme que era mejor dejar las cosas pasar, pero yo estaba obsesionada con que eso no debía dejarse pasar, mientras a su mamá se le atragantaba el pescado con cada una de mis expresiones. 

Después que saqué lo más profundo de mi bofe, variamos levemente el tema. Terminamos la comida y su mamá nos pidió dejarla en una parada de camión. Cuando se bajó, mi amiga dijo: “Ahora sí le tocó a mí mamá… Es nuestro mismo caso; sus novios nos violaron a las cinco hermanas y a mi hermano”.

Quedé muda… En tres horas estuve con dos mujeres que habían sido violadas cuando niñas junto con hermanas y hermanos, --un total de 14 niños--, por los novios de sus mamás, y ellas disfrutando al macho; una diciendo a las hijas que “era la vida que les tocó vivir”, y la otra, --me enteré--, dijo: “yo ya está bien con dios y lo demás no me importa”. Nunca les han ofrecido consuelo alguno. 

Y luego dicen que “todas” las mujeres son “víctimas” y las disculpan “porque todo es una construcción cultural”, cuando las hay que son igual o peor de depredadoras que muchos hombres. 

Y que nadie me quiera convencer de lo contrario porque esto no se justifica, ¡nunca!

alefonse@hotmail.com

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes