Bañados en sangre
- Elmer Ancona Dorantes
México está manchado con la sangre de sus jóvenes. El caso es indescriptible, las estadísticas oficiales no mienten: el número de hombres y mujeres de entre 15 y 24 años sometidos y ultrajados de forma violenta –por lo cual perdieron la vida- se incrementó 200 por ciento en una década.
Cada año, más de cinco mil jóvenes (60 por ciento varones, 40 por ciento féminas) son víctimas de la delincuencia común y del crimen organizado en este país, y las autoridades federal y locales hacen casi nada para protegerlos.
En Puebla cada día son asesinadas tres personas, esto es, mil 095 hombres y mujeres pierden la vida al año de manera violenta a manos de gente desconocida o de sus propios amigos o familiares.
La noticia de que jóvenes universitarios fueron estrangulados o apuñalados en Puebla por sus propios compañeros de clase o por falsos policías, para luego ser enterrados en solitarios parajes, es inconcebible. Todo por dinero, todo por deudas, todo por ambición.
De acuerdo con especialistas en antropología social, justicia o criminalística, la falta de políticas públicas concretas, prácticas y eficaces por parte del Estado Mexicano tiene en el abandono total a los millones de jóvenes que no saben cómo actuar ante este tipo de incidencia delictiva.
Ya no saben si salir a divertirse o no; ya no quieren subir a los microbuses que van a sus casas de estudio; ya no saben si tomar “taxi seguro” o de los que van pasando por las calles; ya no saben si disfrutar cerveza o mejor estar sobrios en los antros. Viven en la incertidumbre total.
Tampoco saben si ir de paseo o de trabajo a una comunidad o municipio por temor a ser confundidos con secuestradores, con la trata de blancas, con ladrones de autopartes. Temen ser linchados y quemados vivos.
Es tal la desprotección que viven nuestros jóvenes en México que terminan ahogados, asfixiados, secuestrados por gente malvada que no se tienta el corazón para hacerles daño.
En el Estado de México los llamados “carniceros de Ecatepec” han dejado con la boca abierta a toda la población: asesinaron y descuartizaron a madres jóvenes para robarles sus pertenencias y vender a sus recién nacidos.
Cientos de mujeres jóvenes son levantadas en Puebla, en el resto del país, para ser vendidas y prostituidas, y las autoridades todavía están pensando si institucionalizan la alerta de género o no porque –argumentan- “no son feminicidios”.
Al paso que vamos nos vamos a quedar sin gente joven en México o con chamacos muy enfermos, y eso que no estamos comentando los miles de niños y adolescentes que si no son asesinados, son utilizados como huachicoleros, vendedores de droga, soplones de narcos, o que son prostituidos por los grupos criminales.
Tampoco estamos haciendo referencia a los miles de jovencitos –cada vez más niños- que se lanzan al consumo de alcohol y estupefacientes, volviéndose adictos, abandonándose a sí mismos.
Aparte del seno familiar, las universidades, las iglesias, las Organizaciones No Gubernamentales y Organizaciones de la Sociedad Civil, están obligados a presionar al Estado para que aplique políticas públicas urgentes y de calidad para detener el flagelo.
Sigo pensando que las universidades (sus rectores, sus catedráticos, sus investigadores) se ven demasiado lentos para generar una cultura de protección hacia sus propios jóvenes.
No basta con poner cámaras de vigilancia en las afueras de sus instalaciones; los enemigos están dentro –en sus aulas, en sus campus- vendiendo drogas de manera cínica y desvergonzada ¿Quién les quitará la venda de los ojos?
En las universidades se pierde el tiempo en programas sin fondo, sin proyección, sin utilidad social, descuidando lo que es fundamental para todos: la salud individual, el blindaje social, el impulso de iniciativas colectivas antidrogas y anticonsumo.
Los rectores de las universidades públicas y privadas, laicas y católicas, destinan presupuestos exorbitantes para actividades frívolas, sin pensar que podrían aplicar mecanismos de defensa para sus propios jóvenes.
México se está manchando con la sangre de sus propios hijos, asesinados, acribillados en las calles, en las carreteras, en los bares, en las escuelas, y hacemos poco para protegerlos. Sólo marchamos cuando están muertos y terminamos culpando a los demás, al Gobierno.
Los padres de familia, cada vez más apáticos y tecnificados (siempre con el celular en la mano), abandonan a los críos a su suerte, no les prestan atención, no hacen el menor esfuerzo para sentarse a dialogar con ellos.
En los templos se ora, se reza, se actúa de manera mediocre por estos jóvenes que han caído en el abandono; apenas se escucha a las abuelitas balbucear una que otra oración por los chamacos enfermos, cuando todos los feligreses deberían estar en permanente oración, dedicando sus celebraciones, por el bien de la juventud.
Algo pasa en México, algo apesta en este país y todos hacemos poco para revertir la situación, mientras que nuestros jóvenes se bañan en su propia sangre.
Dios bendiga a México, Dios bendiga a nuestros hijos, Dios bendiga a nuestros jóvenes universitarios. Ojalá que, en lo terrenal, alguien abra los ojos a las autoridades ciegas y absortas por el poder, mediocres para salvar a su sangre joven.
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Periodista y analista político. Licenciado en Periodismo por la Carlos Septién y maestro en Gobierno y Políticas Públicas por el Instituto de Administración Pública (IAP) y maestrante en Ciencias Políticas por la UNAM. Catedrático. Ha escrito en diversos medios como Reforma, Milenio, Grupo Editorial Expansión y Radio Fórmula.