La ciudad, lugar para un encuentro

  • Jorge Luis Navarro
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La sociedad. Esa cosa compleja a la que dedican sus afanes los científicos y los analistas. A algunos de ellos les regala unos buenos estipendios por dejarse escudriñar y a veces, inmisericordemente, desollar, para que le vean las entrañas, de violencia y de cualquier tipo de acciones marginales o nefandas. Otras veces, nos deja ver algunos aspectos “deslumbrantes”: el excitante mundo de las finanzas con sus héroes astutos y capaces de hacer y hacerse de buenas fortunas en cuestión de minutos. El mundo del espectáculo, como nuevo teatro del mundo, que lo muestra todo, a su modo. O ese mundo complejo del mercado, con su compraventa y su implacables leyes de oferta y demanda, sus divisas, su “mercado de futuros”. Y sus grandes ciudades como símbolos de poder y desarrollo, sus Universidades de renombre, que otorgan mucho más que títulos universitarios.

 

La ciudad, escenario de la vida y del poder, hecha de calles, bulevares y de grandes accesos aéreos, marítimos, ferroviarios, sus centros de poder y de interconexión global; pero también de callejones oscuros que esconden los basureros y sus inevitables ratas, mendigos y pepenadores, que rescatan las sobras de restaurantes de lujo, convertidas en inmundicias. La sociedad de los desechos arroja lo suficiente para que muchos de estos callejeros puedan sobrevivir, allí mismo junto a las luminarias que exhiben todo tipo de logos y marcas que luchan denodadamente por conquistar el mercado.

Y a veces, la ciudad, también es lugar de encuentro, sin cálculo ni marketing, simplemente acontece, en un comedor para indigentes: un contacto efímero entre dos desconocidos, en una conversación de sobremesa; un imprevisto, que parece no cambiar nada, sin embargo, cambia la vida.

«No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva», nos dejó escrito Benedicto XVI; eso es el cristianismo, una encuentro que cambia la vida. Como en esta “ultima cena”. Un encuentro, narrada por un testigo presencial. Ahí mismo en la gran ciudad, pero no en el “centro” de ella, sino en sus “periferias”. El autor Giorgio Gonella, miembro de la Congregación de los Pequeños hermanos del Evangelio, escribió este breve nota para Piccole note, un diario italiano (http://piccolenote.ilgiornale.it/23754/lultima-cena) del cual aquí ofrezco una traducción.

La última cena, de Giorgio Gonella

Fue hace muchos años. No recuerdo muchos detalles, sólo algunos. Sin embargo, recuerdo vívidamente que se trató de un encuentro de gran intensidad, de esos que cambian la vida.

Freddy vivía en las calles de Manhattan. Nunca supe su apellido. Era un vagabundo, con una barba negra muy larga y patriarcal. Iba envuelto en una serie de capotes, incluso en pleno verano. Había sido rico trabajando en la inversión inmobiliaria. Pero un día los negocios se fueron a pique, comenzó a beber y la mujer lo echó de la casa. Llevaba años viviendo en las calles, pero quien lo abordaba quedaba sorprendido de su cultura y riqueza de conversación.

Hablaba francés y muy bien. Cuando venía a nuestro albergue pedía que le pusiéramos el disco del Adagio de Albinoni., que él llamaba Albanesi: podía escucharlo una y otra vez sin cansarse. Algunas veces al pasar el vino consagrado sentíamos cierta preocupación, pero jamás tuvimos ningún incidente. Era un caballero.

Santoshi, era una muchacha de baja estatura, con unos maravillosos ojos color aguamarina. Había sido actriz, pero después se perdió en el abuso de las drogas y del sexo. Ella decía que había sido salvada por Swami Satchinadanda, (monje hindú y maestro espiritual, instalado un tiempo en Nueva York. NdT) el de la calle 13. Había entrado a esa comunidad hinduista donde adoptó el nombre de Santoshi. Carolina Ziegefusse, era su nombre anterior, una americana de origen alemán. Vestía siempre un sari blanco que le daba un halo de misterio. Ella también, de cuando en cuando, venía al asilo nuestro: le recordaba su pasado católico, que había quedado atrás enterrado. Quizá le despertaba un poco de nostalgia. Pero venía, sin tapujos como “oyente libre”.

Una noche Freddy y Santoshi se encontraron en la Misa y al término pasaron al comedor con nosotros. Era la primera vez que Santoshi se sentaba a la mesa con un hombre de la calle. Estaba frente a él y comenzó tímida y temerosamente a hablarle. Freddy saco de su capote una botella de cátsup y recubrió de salsa los alimentos de su plato. Ella le preguntó por qué y el abrió el capote y le mostró las bolsas en las que llevaba un amplio surtido de salsas: “Cuando uno encuentra su comida en los cubos de basura, es necesario añadirle mucha salsa para no probarle el sabor”.

La conversación se hizo más profunda. Freddy habló de “su” Jesús, hombre concreto, de carne y huesos. No recuerdo los detalles, pero ciertamente le diría algunas de sus frases clásicas: «Yo sé bien lo que vivió Jesús, porque era uno que no tenía ni un centavo, como yo». O, esta otra, «No sé si habrá una segunda venida de Cristo, pero si la hubiera, espero que esta vez traiga un poco más de dinero que la primera vez». El Dios de Santoshi, en cambio, era etéreo, quizá un poco gaseoso. Freddy le presentaba un Dios concreto y sólido como las aceras de la calle. Algunos días después de esta conversación, Santoshi regresó, había retomado su nombre original: Caroline. Estaba vestida con blusa y jeans. Y nos dijo: «He encontrado a Jesús en persona, estuvo sentado en esta mesa de ustedes y se llamaba Freddy». Y después de esto, regreso a Polonia (donde había iniciado su carrera de actriz) para entrar al Carmelo de Auschwitz. Muchos años después supe que había profesado sus votos perpetuos como carmelita. Y  no he vuelto a tener noticias.

En cuanto a Freddy, murió pocas semanas después, asesinado  de una puñalada en una esquina de la calle 14. Al parecer había comenzado a mendigar en una esquina que otro “sin techo” consideraba  de su exclusiva propiedad.

Traducción del italiano de Jorge Navarro.

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