Enfermedad y vejez: humillación y humildad
- Lilia Vásquez Calderón
A Lilia por ser todo amor y generosidad,
por brindar consejos y apoyo incondicional,
por marchitarte y sentir que te voy
perdiendo y desconociendo cada día.
Nuestros padres se vuelven la brújula que nos orienta cuando somos niños, nos cuidan, protegen, llenan de ternura, somos su mayor orgullo y como sus enigmas buscan encontrar rasgos que nos identifiquen con ellos, quizás porque somos producto de ese amor del bueno, del que nos hace soñar, desear, amar y procrear.
Su paciencia, entrega y afecto colman nuestros sueños, tropiezos, temores, alegrías, nos ayudan a descubrir el mundo, ahuyentan nuestros temores, vigilan nuestro descanso, curan nuestras heridas, se vuelven nuestros guardianes, procuran nuestra comida, sufren nuestros fracasos, se vuelven en nuestros héroes porque pensamos que lo pueden todo, su presencia nos da la seguridad que necesitamos, su mirada la alegría de sentir y la protección de sus brazos la calidez de su corazón.
Conforme crecemos esa imagen cambia, ya ponemos en duda su generosidad y cariño de padres, sobre todo cuando hay regaños, prohibiciones, reglas, responsabilidades, tareas. Empezamos a dudar de su bondad y en determinados momentos quisiéramos mudar de aires o desaparecer de su vida.
Transitamos a ser adolescentes como hijos reclamamos nuestra autonomía, exigimos la libertad, nos otorgamos el derecho de independencia. Nuestra intimidad es lo más valioso, escogemos nuestros amigos, buscamos una pareja, aunque no siempre sea la ideal, exigimos el respeto nuestra elección, nos sentimos adultos, corremos todos los riesgos, porque en esta etapa gozamos la vida y tenemos prisa por hacer, sentir y ser.
Ya siendo adultos empezamos a entender lo complejo que es ser padres, aprendemos a admirarlos, escucharlos, considerar su opinión, convivir con ellos, a compartir sus sueños, concretar sus proyectos, a darnos cuenta que ya se están volviendo viejos-as, descubrimos con verdadero temor que son frágiles, que tienen errores, que a su manera nos aman y que siguen creyendo en nosotros con verdadera fe, ahora nos volvemos sus cómplices.
Con el pasar de los años nos damos cuenta que nuestros padres se han vuelto viejos-as, que ya olvidan las cosas, que tienen miedo, son necios, desconfiados, impertinentes, obsesivos, esconden la comida, ya no pueden dormir, no les gusta bañarse y que cada día se van marchitando y los vamos perdiendo.
En este momento nos damos cuenta que a los años hay que agregar la enfermedad del cuerpo y del alma, nos entrampamos entre la paradoja de la humillación y la humildad. La humillación que viven ellos por sentirse una carga, por esos momentos de lucidez donde se reconocen y toman conciencia de sus limitaciones, donde se abandonan y pierden el gusto por reír, comer, dormir, ir al baño, caminar, jugar, leer; a nuestros ojos se vuelven unos desconocidos, ajenos a nosotros, sus propios hijos, son una obligación temporal y solo de vez en cuando llega el recuerdo, aparece la necesidad de llamar o visitar al viejo-a.
En un acto de humildad se tiene que reconocer la deuda moral que tenemos con nuestros viejos-as, que además están enfermos, de llenar con afecto, paciencia, cuidado, alegría, buen humor los pocos momentos que les quedan. La oportunidad de retribuir parte de lo que nos dieron, de regresar la película y visualizar lo que vivimos compartimos, soñamos, deseamos, amamos y pensamos que podíamos construir juntos se diluye cada día.
La presencia de la muerte se hace inminente, en ocasiones llega de manera inesperada y repentina; pero en otras su lejanía nos lleva a confrontarla y con ello surge el miedo, el dolor, el saberse vulnerable, cohabitar con un cuerpo vejado y disminuido ante un diagnóstico por demás incierto. La visita a médicos y hospitales se vuelve algo cotidiano, el consumo de medicamentos, la necesidad de cuidado nos demuestra en forma por demás cruda, que cada día se deteriora lo que amamos, ello nos confronta; nos invade un sentimiento de impotencia y rabia. Quisiéramos que volvieran a ser esos padres que tuvimos tiempo atrás y de los cuales queda poco y a veces nada, ello nos demuestra que del binomio vejez-enfermedad, es la única humillación de la cual no podemos escapar.
Parafraseando a Eduardo Galeano, hay que tener presente que nos faltan nuestros 43 fueguitos apagados, solidariamente con sus padres, no hay que dejar que esa luz se extinga.
Opinion para Interiores:
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Lilia Silvia Vásquez Calderón, Licenciada en psicología, maestra en derecho.
Coordinadora Académica del posgrado del Centro de Ciencias Jurídicas de Puebla (CCJP)
Docente jubilada de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, BUAP.