La naturaleza del odio

  • Lilia Vásquez Calderón
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En días pasados concluí el libro denominado “Si esto es un hombre”de Primo Levi, escritor italiano, en su obra relata su experiencia en los campos de concentración de Auschwitz hasta 1945, haber conocido el horror, le permite hacer un análisis de los efectos devastadores de la represión nazi sobra la dignidad humana. Es la vivencia de una persona que no quiso perder ni la vida ni el respeto por sí mismo. Es una obra por demás humana, sencilla, ágil, que en estos tiempos de crisis que vivimos sería recomendable leer, en este artículo abordare lo referente a la naturaleza del odio fanático de los nazis por los judíos, que es la parte referente al apéndice de 1976, producto de las preguntas que los lectores se hicieron al autor.

Primo Levi señala que la aversión a los judíos, impropiamente llamada antisemitismo, es un caso particular de un fenómeno más vasto: la aversión contra quien es diferente de uno. Para que surja una intolerancia hace falta que entre dos grupos en contacto exista una diferencia perceptible: ésta puede ser física (los negros y los blancos, los rubios y los morenos), pero nuestra complicada sociedad nos ha hecho sensibles a diferencias más sutiles, como la lengua, o el dialecto, o el mismo acento (bien lo saben nuestros meridionales cuando se ven obligados a emigrar al norte); la religión, con todas sus manifestaciones exteriores y su profunda influencia sobre la manera de vivir; el modo de vestir o de gesticular; los hábitos públicos y privados. La atormentada historia del pueblo judío ha hecho que en casi todas partes los judíos manifiesten una o más de estas diferencias.

En la trama, extremadamente compleja, de pueblos y naciones que se entrechocan, la historia de este pueblo tiene características particulares. Era (y en parte es) depositario de un vínculo interno muy fuerte, de naturaleza religiosa y tradicional; por consiguiente, pese a su inferioridad numérica y militar, se opuso con desesperado valor a ser conquistado por los romanos, fue derrotado, deportado y dispersado, pero el vínculo sobrevivió. Las colonias judías que se fueron formando, primero a lo largo de todas las costas mediterráneas y luego en el Medio Oriente, en España, en Renania, en Rusia meridional, en Polonia, en Bohemia y muchos otros sitios, siempre se mantuvieron obstinadamente fieles a este vínculo, que se fue consolidando bajo la forma de un inmenso cuerpo de leyes y tradiciones escritas, de una religión minuciosamente codificada y de un ritual peculiar y vistoso que permeaba todos los actos del día. Los judíos, minoritarios en todos sus afincamientos, eran así distintos, reconocibles como distintos, y a menudo orgullosos (con o sin razón) de ser distintos: todo lo cual los hacía muy vulnerables. De hecho fueron duramente perseguidos, en casi todos los países y en casi todos los siglos; a las persecuciones los judíos reaccionaron en pequeña parte asimilándose, es decir fundiéndose con la población circunstante; en su mayor parte, volvieron a emigrar a países más hospitalarios. Sin embargo, de tal manera se renovaba su «diferencia», exponiéndolos a nuevas restricciones y persecuciones.

Si bien en su esencia profunda el antisemitismo es un fenómeno irracional de intolerancia, en todos los países cristianos y a partir del momento en que el cristianismo se va consolidando como religión de Estado, el antisemitismo cobra un carácter marcadamente religioso, y aun teológico.

Según afirma San Agustín, los judíos están condenados a la dispersión por el propio Dios, y por dos razones: porque de ese modo reciben el castigo por no haber reconocido en Cristo al Mesías, y porque su presencia en todos los países es necesaria a la Iglesia católica, que también está en todas partes, para que en todas partes se ponga de manifiesto ante los fieles la merecida infelicidad de los judíos. Por eso la dispersión y la separación de los judíos nunca habrá de terminar: ellos, con sus penas, deben testimoniar por la eternidad su propio error y, por ende, la verdad de la fe cristiana. Por consiguiente, dado que su presencia es necesaria, han de ser perseguidos, pero no matados.

No obstante, la Iglesia no se mostró siempre tan moderada: desde los primeros siglos del cristianismo se acusó a los judíos de algo mucho más grave: el ser, colectivamente y por la  eternidad, responsables de la crucifixión de Cristo, de ser en fin el «pueblo deicida». Esta formulación, que aparece en la liturgia pascual en tiempos remotos y que sólo fue suprimida por el Concilio Vaticano II (1962–1965), se halla en el origen de varias creencias populares, funestas y siempre renovadas: que los judíos envenenan los pozos propagando la peste; que profanan habitualmente la hostia consagrada; que en Pascua secuestran niños cristianos con cuya sangre embeben el pan ácimo. Estas creencias han dado pie a numerosas y sangrientas matanzas, y, entre otras cosas, a la expulsión masiva de judíos primero de Francia e Inglaterra y luego (1492–1498) de España y Portugal.

Se llega al siglo XIX pasando a través de una serie nunca interrumpida de matanzas y migraciones, un siglo marcado por el despertar generalizado de las conciencias nacionales y por el reconocimiento de los derechos de las minorías: con excepción de la Rusia de los zares, en toda Europa caen todas las restricciones legales contra los judíos, las mismas que habían sido invocadas por las Iglesias cristianas (según el lugar y la época, la obligación de residir en guetos o zonas particulares, la obligación de llevar en la ropa un distintivo, la prohibición de acceso a determinados oficios o profesiones, la veda de los matrimonios mixtos, etcétera). Sobrevive, sin embargo, el antisemitismo, más vivaz sobre todo en aquellos países en los que una religiosidad tosca seguía atribuyendo a los judíos el asesinato de Cristo (Polonia y Rusia), y donde las reivindicaciones nacionales habían dejado una estela de aversión genérica contra los lindantes y los extranjeros (Alemania; pero también Francia, en donde al final del siglo XIX los clericales, los nacionalistas y los militares se ponen de acuerdo para desencadenar una violenta oleada antisemita con ocasión de la falsa acusación de alta traición contra Alfred Dreyfus, oficial judío del Ejército francés).

Esta idea de la misión de la Nación Germana sobrevive a la derrota en la primera guerra mundial y sale, al contrario, fortalecida de la humillación del tratado de paz de Versalles. De ella se adueña uno de los personajes más siniestros e infaustos de la Historia, el agitador político Adolf Hitler. Los burgueses y los industriales alemanes prestan atención a su inflamada oratoria: para ellos Hitler promete, Hitler logrará desviar hacia los judíos la aversión del proletariado alemán por las clases que lo han llevado a la derrota y al desastre económico. En pocos años, a partir de 1933, logra sacar partido de la cólera de un país humillado y del orgullo nacionalista suscitado por los profetas que lo precedieron, Lutero, Fichte, Hegel, Wagner, Gobineau, Chamberlain, Nietzsche: su idea fija es la de una Alemania dominadora, no en un futuro lejano sino ahora mismo; no mediante una misión civilizadora sino con las armas. Todo lo que no es germánico le parece inferior, o peor: detestable, y los primeros enemigos de Alemania son los judíos, por muchos motivos que Hitler enunciaba con fervor dogmático: porque tienen «sangre distinta»; porque están emparentados con otros judíos en Inglaterra, en Rusia, en América; porque son herederos de una cultura en la que se razona y se discute antes de obedecer y en la que está prohibido inclinarse ante los ídolos, cuando él mismo aspira a ser venerado como un ídolo y no vacila en proclamar que «debemos desconfiar de la inteligencia y de la conciencia, y poner toda nuestra fe en los instintos». Y finalmente, muchos judíos alemanes han alcanzado posiciones clave en la economía, en las finanzas, en las artes, en la ciencia, en la literatura: Hitler, pintor fallido, arquitecto fracasado, vuelca sobre los judíos su resentimiento y su envidia de frustrado.

Esta semilla de intolerancia, cuando cae en un terreno bien predispuesto, prende con vigor increíble pero con nuevas formas. El antisemitismo de corte fascista, ese que el Verbo de Hitler despierta en el pueblo alemán, es más bárbaro que todos sus precedentes: convergen en él doctrinas biológicas artificialmente falseadas, según las cuales las razas débiles deben caer frente a las razas fuertes; las absurdas creencias populares que el sentido común había enterrado hacía siglos; una propaganda sin tregua Se rayan cotas nunca alcanzadas hasta entonces. El judaísmo no es una religión de la que pueda uno alejarse mediante el bautismo, ni una tradición cultural que pueda abandonarse por otra: es una subespecie humana, una raza diferente e inferior a todas las otras. Los judíos son seres humanos sólo en apariencia: en realidad son otra cosa: son algo abominable e indefinible, «más lejanos de los alemanes que el mono del hombre»; son culpables de todo, del rapaz capitalismo americano y del bolchevismo soviético, de la derrota de 1918, de la inflación de 1923; liberalismo, democracia, socialismo y comunismo son satánicos inventos judíos que amenazan la solidez monolítica del Estado nazi.

El paso de la prédica teórica a la acción práctica fue rápido y brutal. En 1933, sólo dos meses después de que Hitler conquistara el poder, nace Dachau, el primer Lager. En mayo del mismo año se enciende la primera hoguera de libros de autores judíos o enemigos del nazismo (pero más de cien años antes Heine, poeta judío alemán, había escrito: «Quien quema libros termina tarde o temprano por quemar hombres»). En 1935 el antisemitismo queda codificado en una legislación monumental y minuciosa, las Leyes de Nuremberg. En 1938, durante una única noche de desórdenes manipulados desde arriba, se incendian 191 sinagogas y se destruyen miles de tiendas de judíos. En 1939 los judíos de la Polonia recién ocupada son encerrados en guetos. En 1940 se abre el Lager de Auschwitz. En 1941–1942 la máquina de exterminio está en pleno funcionamiento: las víctimas llegarán a millones en 1944.

En la práctica cotidiana de los campos de exterminación se realizan el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente sólo la muerte sino una multitud de detalles maníacos y simbólicos, tendientes todos a demostrar y confirmar que los judíos, y los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia. Recordad el tatuaje de Auschwitz, que imponía a los hombres la marca que se usa para los bovinos; el viaje en vagones de ganado, jamás abiertos, para obligar así a los deportados (¡hombres, mujeres y niños!) a yacer días y días en su propia suciedad; el número de matrícula que sustituye al nombre; la falta de cucharas (y, sin embargo, los almacenes de Auschwitz contenían, en el momento de la liberación, toneladas de ellas), por lo que los prisioneros habrían debido lamer la sopa como perros; el inicuo aprovechamiento de los cadáveres, tratados como cualquier materia prima anónima, de la que se extraía el oro de los dientes, los cabellos como materia textil, las cenizas como fertilizante agrícola; los hombres y mujeres degradados al nivel de conejillos de india para, antes de suprimirlos, experimentar medicamentos.

La manera misma elegida para la exterminación (al cabo de minuciosos experimentos) era ostensiblemente simbólica. Había que usar, y se usó, el mismo gas venenoso que se usaba para desinfectar las estibas de los barcos y los locales infestados de chinches o piojos. A lo largo de los siglos se inventaron muertes más atormentadoras, pero ninguna tan cargada de vilipendio y desdén.

Como se sabe, la obra de exterminación fue muy lejos. Los nazis, que a la vez estaban empeñados en una guerra durísima, manifestaron en ello una prisa inexplicable: los cargamentos de víctimas destinadas al gas o a ser trasladadas de los Lager cercanos al frente, tenían precedencia sobre los transportes militares. No llegó a su culminación sólo porque Alemania fue derrotada, pero el testamento político de Hitler, dictado pocas horas antes de su suicidio y con los rusos a pocos metros de distancia, concluía así: «Sobre todo, ordeno al gobierno y al pueblo alemán que mantengan plenamente vigentes las leyes raciales, y que combatan inexorablemente contra el envenenador de todas las naciones, el judaísmo internacional».

Se puede afirmar que el antisemitismo es un caso particular de intolerancia; que durante siglos ha tenido un carácter principalmente religioso; que en el tercer Reich fue exacerbado por la explosión nacionalista y militarista del pueblo alemán, y por la peculiar «diferencia» del pueblo judío; que se diseminó fácilmente por toda Alemania y buena parte de Europa, gracias a la eficacia de la propaganda de los fascistas y de los nazis que tenían necesidad de un chivo emisario sobre quien descargar todas las culpas y todos los resentimientos; y que el fenómeno fue llevado a su paroxismo por Hitler, dictador maníaco.

Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también.

Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos. Todos deben saber, o recordar, que tanto a Hitler como a Mussolini, cuando hablaban en público, se les creía, se los aplaudía, se los admiraba, se los adoraba como dioses. Eran «jefes carismáticos», poseían un secreto poder de seducción que no nacía de la credibilidad o de la verdad de lo que decían, sino del modo sugestivo con que lo decían, de su elocuencia, de su arte histriónico, quizás instintivo, quizás pacientemente ejercitado y aprendido. Las ideas que proclamaban no eran siempre las mismas y en general eran aberraciones, o tonterías, o crueldades; y, sin embargo, se entonaban hosannas en su honor y millones de fieles los seguían hasta la muerte. Hay que recordar que estos fieles, y entre ellos también los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros natos, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir, como Eichmann, como Hoess, comandante de Auschwitz, como Stangl, comandante de Treblinka, como los militares franceses de veinte años más tarde, asesinos en Argelia, como los militares norteamericanos de treinta años más tarde, asesinos en Vietnam.

Hay que desconfiar, pues, de quien trata de convencernos con argumentos distintos de la razón, es decir de los jefes carismáticos: hemos de ser cautos en delegar en otros nuestro juicio y nuestra voluntad. Puesto que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta; es mejor renunciar a la verdad revelada, por mucho que exalten su simplicidad y esplendor, aunque las hallemos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor conformarse con otras verdades más modestas y menos entusiastas, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco y sin atajos por el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas v verificadas.

Es evidente que esta receta es demasiado simple como para cubrir todos los casos: un nuevo fascismo, con su retahíla de intolerancias, prepotencias y servidumbre, puede nacer fuera de nuestro país y ser importado, quizás en puntas de pies y haciéndose llamar con otros nombres; o puede desencadenarse dentro de casa con una violencia capaz de desbaratar todo reparo. Entonces los consejos de sabiduría ya no sirven y se debe encontrar la forma de resistir: también en esto, la memoria de lo sucedido en el corazón de Europa, y no hace mucho, puede servir de sostén y admonición.,

Lo más recomendable sería leer el libro, lo pueden descargar en forma gratuita en la siguiente dirección: http://switch2011.upa.edu.mx/biblioteca/LIBROS_Psicolog%C3%ADa/Si-esto-es-un-hombre.pdf

Correo: liliasilvia@yahoo.com

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Lilia Vásquez Calderón

Lilia Silvia Vásquez Calderón, Licenciada en psicología, maestra en derecho.

Coordinadora Académica del posgrado del  Centro de Ciencias Jurídicas de Puebla (CCJP)

Docente jubilada de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, BUAP.