Subió al camión hecho una bala pisando fuerte con sus tenis color morado. Saltaba de alegría y bailaba como buen acróbata aéreo, mientras le gritaba a quien lo seguía: “¡Anda, sube, aquí hay lugar!”. Atrás llegó el abuelo feliz, caminando veloz para alcanzar su paso agarrándose de los asientos para no caerse. El “púbero” bien peinado, con jeans y reluciente chamarra morada abierta al frente, animaba al abuelo: “¡Anda, vente!” y le señalaba asientos vacíos. Mientras el abuelo, delgadito y bajo de estatura, vestido igual con jeans, chamarra abierta al frente y tenis, se sentaba en el asiento reservado.
El chofer y su “achichicle”, así como todos los que ahí aposentados, quedamos fascinados con la algarabía del niño y la vivacidad del abuelo que discurrían uno tras otro. Ellos iban en lo suyo: juntos de paseo: sin importar quién dirigiera y quién siguiera, iban a los mismo: andar unidos, inseparables, acoplados. El universo es ellos.
Se sentaron uno al lado del otro. El chamaco preveía con excitación la aventura a la que se dirigían y el abuelo se sintonizaba con él momento a momento, sin espacio intermedio: El chamaco era chispas puras en su expresión, al abuelo le salían puras chispas por los ojos; el chamaco gritaba de emoción, el abuelo le hacía eco con movimientos de “sí” de su cabeza. El chamaco bailoteaba sentado con manos y cuerpo, el abuelo bailaba sus manos y pies agarrado del tubo del asiento. Eran como el agua y la humedad, como el espejo y el reflejo, como el fuego y el calor, como el aire y el oxigeno, como la voz y el eco, como el rayo y la luz… como quienes se quieren y aprovechan la vida para estar juntos sin pausa ni distingos.
Al llegar a su parada, el puberto se paró del asiento y gritó: “¡Ya llegamos! ¡Ándale, apúrale!” y se adelantó sobre el pasillo para alcanzar la puerta de adelante, mientras el abuelo, de un salto, se prendió para seguir el paso del que guiaba.
Así bajaron del camión, cada quien por su propio pie. En ningún momento el chavo se detuvo a ayudar al abuelo: lo animaba y lo invitaba a seguirlo de manera espontánea. En ningún momento lo trató como “adulto mayor”: eran iguales. Cada instante lo incitó a “darle-a-la-vida” y le marcó el paso de la aventura de vivir.
No había visto nunca un par como ellos. “El universo es ellos…”, repetí. Y demando: ¡Que la vida me honre con un nieto así!
alefonse@hotmail.com