Riqueza y miseria

  • Xavier Gutiérrez
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Aquello  de que “poco dinero, ayuda a resolver problemas; mucho dinero, los atrae”, es una verdad absoluta en esta historia que me han contado. Verídica de principio a fin. Sucedió en una ciudad mexicana. El eje de la familia era él, un hombre de origen modesto venido a más en cuestión de diez años.

Pero al paso del tiempo la fortuna creció desproporcionadamente. Su vida giraba en torno al dinero. Hacer y hacer más dinero cada día era la meta. El padre de nuestro personaje había sido un español, su madre una mexicana como tantas. Ambos con una educación menos que elemental. El concepto de cultura distante a años luz. Pero su tesón y habilidad para hacer dinero no tenían límite. Ni reposo. Literalmente trabajaba él todo el día. De cinco de la mañana a diez de la noche, los 365 días del año. Subrayo, sábados y domingos y días festivos.

Numerosos hijos. Son enviados a escuelas de paga por donde pasan sin pena ni gloria. Los estudios no animan a ninguno. Emulan al padre en el ritmo de trabajo. El jefe, para con sus subordinados era un capataz superlativo. El vocabulario soez, hiriente, humillante, restregaba las heridas que su estilo de explotación les  causaba. Gozaba pisoteando la honra de todo ser a su servicio. Con los superiores a él era un esclavo, un servilismo que no se detenía en lamer botas, también llegaba a las suelas.

Pero su vida giraba en torno a  aquellos modelos que conoció en su infancia. Así sus hábitos alimenticios como sus amores, su lenguaje, sus bromas, sus gustos. Su deleite  y adoración por las sirvientas o empleadas de cuarta era su pasión. Esta pasión, apenas un poco debajo de su insaciable apetito para acumular dinero, montones, montañas de billetes.

Una bestia de trabajo, en toda la extensión de la palabra. Un día osaron invitarlo a unas vacaciones a Acapulco. Las merecía luego de años acumulados de trabajar como jumento, le dijeron. Aceptó a regañadientes, sólo para regresarse en autobús del  puerto, la misma noche del primer día que allá estuvo.  El hábito  de su quehacer de décadas era imposible de superar. Las  cadenas de sus rutinas cotidianas  eran de acero. Primero muerto que libre de su auto esclavitud.

Dotó de residencias a cada hijo que se iba casando. Se incorporó a la nata de la sociedad. Su fortuna y posición, sus influencias, abrieron puertas por doquier.  Pero el cobre, era el cobre. Eso que no puede superar ni ocultar la más inmensa de las fortunas.

Pasaron los años, décadas, medio siglo, y aquella fortuna se volatilizó. Se erosionó toda con perfiles dramáticos. Esa pobreza de espíritu y bajeza de formas, más la soberbia  y avaricia individual, permearon hacia abajo, se incubaron corrosivamente en la familia y los hijos terminaron por comerse a los padres. Comer es un término eufemístico.

Al desplazamiento del mando siguió el despojo. El despilfarro de la gran fortuna y propiedades fue el trabajo de uno de los hijos, aquel mimado, consentido y pandillero en potencia. Con mil estratagemas, tan imaginativas como perversas y crueles, primero arrebató la residencia   a la madre. Ella, había usado también un disfraz de arpía que tan bien le sentaba en determinadas circunstancias.  Fue echada de la casa por el pequeño y encontró cobijo con una parienta.

Las nueras hicieron su parte. Con la ambición por la fortuna enemistaron a los hermanos y estos terminaron cavando trincheras y emulando espectacularmente a Caín y Abel. Magistrales papeles hasta hacer añicos la fortuna heredada. Otro hijo mejor puso tierra de por medio. Se fue lejos para no saber nada de nadie.

El más pequeño, como los cochinitos, perseveró en acabar con todo y casi con todos. Un buen día, sorprendió a todos los hermanos empeñando sus casas en oscuros negocios. Las víctimas se enteraron que había orden judicial de desocupar sus residencias, porque ¡estaban embargadas!.

Una hija tenía ínfulas de la bruja de cenicienta. Era la más fea, por cierto.  Se sentí a bellísima forrada en oro. Miraba hasta el piso a sus amistades y conocidas. Sus ínfulas de poder y riqueza no tenían rival. Todo ese oropel, un día se volvió ceniza.

Otro día, ojos de amigos vieron al pequeño deambulando con la cabellera larga, sucia, vestido con harapos, maloliente, la barba crecida al máximo, descalzo, con los efectos de alcohol o alguna droga, perdido por los suburbios. Y cuando preguntaron por la falta de solidaridad de los hermanos, se encontraron con voces de desprecio, maldiciones, imprecaciones mil para la oveja  descarriada.

Otra vez, el jefe del  clan, ya en el ocaso, fue visto solitario en un parque. A quien se le acercó contó su historia, víctima de la descendencia, y llorando confesó que sólo estaba en espera de la muerte, su destino era fatal,  víctima de los hijos. Vivía en la más absoluta miseria y suciedad.

El remate de su funesta  historia no podía ser más siniestro: con sollozos, le confesó a su casual confidente que el día anterior, en el propio cuartucho que compartía con su pareja, una pepenadora, había encontrado a esta en la cama con un albañil…

Quien me compartió el relato subrayó la descomunal fortuna amasada por esa familia, en aquellos tiempos que valía el dinero. El hombre casi se bañaba en  gruesos fajos de billetes. Décadas después ni siquiera se bañaba. Murió en la más espantosa miseria.

Acaso fue la tumba que él mismo, cuidadosamente, entregadamente, se empeñó en construir.

Con la eficiente ayuda de la descendencia, desde luego.

xgt49@yahoo.com.mx

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Xavier Gutiérrez

Reportero y director de medios impresos, conductor en radio y televisión. Articulista, columnista, comentarista y caricaturista. Desempeñó cargos públicos en áreas de comunicación. Autor del libro “Ideas Para la Vida”. Conduce el programa “Te lo Digo Juan…Para que lo Escuches Pedro”.