Jorge Manrique en temporada de Fieles Difuntos

  • Atilio Peralta Merino
Pocas referencias podrían ser más propicias como la elegía a la muerte de su padre

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, con tales versos entonaba Jorge Manrique la elegía a la muerte de su padre; pocas referencias podrían ser más propicias para la temporada del año en la que estamos.

Los versos que se preguntan sobre “¿que se fizo el Rey don Juan? ¿los infantes de Aragón que se ficieron? ¿Qué fue de tanto galán e de tanta invención como trujeron?”, pertenecen a una zona olvidada de la memoria de nuestra lengua, que comparte con las diversas versiones del Amadís de Gaula, su identidad subrepticia de “Beltenebros” y la presencia de su hijo Esplandián.

La comparte asimismo con las aventuras de Tirante el Blanco de Joanot Martorel, y con la gran literatura que precedió a la del denominado Siglo de Oro, desde el poema de El Cid y sus subsiguientes “romances de gesta”, y el que es considerado el primer poema de amor de nuestra lengua Razón de Amor, acaso tan sólo con la única excepción de La Celestina de Fernando de Rojas.

La zona que comparten tristemente es la del olvido, y, por supuesto que los nombres de Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Carpio, Tirso de Molina, Calderón de la Barca y Francisco de Quevedo resultan a todas luces portentosos; prominentes figuras de la cultura universal, en la que irrumpieron con enorme fuerza plumas americanas como la de Garcilaso de la Vega, El inca, y ni qué decir de las letras novohispanas emblematizadas por las figuras de Juana de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.

Pero en la literatura previa a esa enorme marejada de inspiración plasmada en el idioma en el que hablamos, ofrece un mundo impregnado de especial misterio, acaso, el mismo que permite visitar a aquellos que han dejado ya nuestro mundo, o más aún, el que nos permite recibir de ellos alguna visita.

Un breve mensaje monacal escrito en el monasterio de San Millán de la Cogolla, consigna el nacimiento de la lengua castellana, impulsada de manera deliberada por Alfonso “El sabio”, lengua en la que no se expresaba, ni él ni su padre “San Fernando” , motivo por el cual ,  las Cántigas de Santa María – escritas de puño y letra por el  Rey-  lo son en  gálico-portugés y no en  castellano, a diferencia de lo que acontece con las canciones que conforman la célebre colección del Duque de Calabria, conocida también como el  álbum de Upsala.

Un idioma que no ha recibido aún los refinados moldes italianos de Petrarca, nos conduce a un mundo  misterioso lleno de las incógnitas que han atormentado la conciencia de los hombres en todos los tiempos, “el inexorable paso del tiempo en el que se desplaza todo movimiento”, dijera Aristóteles en sus libros de la Physis, un acervo, que, lamentablemente ha sido cultivado por muy pocas personas entre nosotros, entre las que habría que mencionar de manera obligada a  Margarita Peña Verónica Volkow.

Los refinamientos italianizantes serían por su parte asentados en tierras novohispanas al plasmarse en los versos del sevillano Gutierre de Cetina y de Francisco de Terrazas, considerado, este último, el primer poeta mexicano de lengua castellana, siendo ambos, por su parte, autores previos a ese enorme portento que representó el Siglo de Oro, conservando el alud de misterio de los autores precedentes y con quienes acaso compartan asimismo la zona del olvido.

Una literatura que, pese al olvido que la envuelve, o quizá precisamente por ello mismo, nos ofrece la oportunidad de asomarnos al río por el que navega “El Barquero” que en algún momento a todos habrá de conducirnos a desconocidas regiones, según se desprende del incontrovertible hecho y que a la vista queda de “cómo se pasa la vida, cómo se llega la muerte tan callando, como a nuestro parecer todo tiempo pasado fue mejor”.

albertoperalta1963@gmail.com

   

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Atilio Peralta Merino

De formación jesuita, Abogado por la Escuela Libre de Derecho.

Compañero editorial de Pedro Angel Palou.
Colaborador cercano de José Ángel Conchello y Humberto Hernández Haddad y del constitucionalista Elisur Artega Nava