Mi vida
- Ignacio Esquivel Valdez
Miguel saltó de su asiento cuando solo habían solicitado levantar la mano para establecer a los participantes en el karaoke. No cantaba mal, aunque su falta de técnica se hacía pasar malos momentos que compensaba con humor y un entusiasmo genuino.
El maestro de ceremonias le concedió el turno y le asignó la canción “Mi Vida”, que Miguel agradeció, porque era una de sus favoritas. Inició bien entonado, con soltura en sus ademanes, sintiendo la melodía hasta que llegó la parte final en la que debía elevar y sostener la voz y para sentir que lo hacía, él solía colocar su mano izquierda cerca de la oreja, según para oír que lo hacía bien. “…pero te juro que tú no pagarás por lo que fue mi vidaaaaaaaa, cof, cof cof”; la garganta mal entrenada de mi amigo le volvió a jugar una sucia broma, no obstante, se llevó una carretada de aplausos y bajó sonriente del escenario.
Regresó a nuestra mesa que compartíamos con Amelia y Jessy, nuestras novias y con quienes estábamos celebrando haber terminado los estudios de químico fármaco biólogos. Yo estaba doblemente feliz porque había conseguido un trabajo y Miguel se quedaría en la universidad haciendo posgrado con un investigador ruso. “Es un genio”, decía Miguel. “Está trabajando con células madre que, combinado con genómica, no solo curará enfermedades, sino que mejorará a los pacientes, e incluso, puede revertir el envejecimiento”. Hasta donde yo sabía, esa teoría estaba muy alejada de conseguir algún resultado, pero trabajar con el doctor Volkov era garantía de que mi amigo conseguiría su objetivo académico.
Luego de esa noche, cada quien tomó su camino en sus respectivos trabajos y casi no nos veíamos, si acaso algún mensaje o correo para saludar, hasta que después de un año le propuse reunirnos, pues quería comentar con él algo importante para mí. Nos vimos en el mismo lugar del karaoke haciéndole prometer que no subiera a cantar. Con su humor habitual aceptó y lo encontré en el lugar acordado. Lucía sonriente, pero noté cansancio en su semblante. “Hola Migue ¿Cómo te trata la ciencia?”, “Muy bien”, respondió “Es muy apasionante la investigación, pero perdona que no te pueda dar detalle, solo diré que en lo que trabajamos aplica la frase ‘Para vivir hay que morir’, como decían en la iglesia, jajajaja”. No entendí del todo lo que significaba y ya no pregunté más por decirle el motivo del encuentro. “Tengo algo importante que comunicarte, me voy a casar con Jessy”, “Enhorabuena, por supuesto que me invitarás”, “¿Bromeas? Quiero que seas mi padrino”, “Hecho, cuenta con ello, aunque yo debería ir de impedimento, jajajaja”, “Y tú ¿Para cuándo?”. La sonrisa se desdibujó de su semblante, como cuando a alguien que recuerda una deuda impagable. “Pues no sé, el trabajo me demanda mucho, pero bueno, ahora lo importante eres tú y Jessy, ya me dirás qué hay que hacer para tu evento”.
El día de la boda lo volví a ver, llegó con Amelia y noté su rostro desgastado y a ella un poco desencajada. Durante un breve momento en el banquete, me senté en la mesa de ellos y Miguel se levantó para ir al baño, por lo que aproveché para preguntar si todo iba bien entre ellos, “La verdad es la primera vez en meses que salimos juntos, casi no nos vemos, se la pasa en el laboratorio con el doctor ese y me dice que está por conseguir su grado y que no puede dedicarme tiempo, se ha vuelto muy raro”. Para tranquilizarla le dije que ese era algo normal, pero una vez terminada la investigación, seguro conseguiría trabajo dando clases y harían vida normal, que no se preocupara.
Quien se preocupó después fui yo. No supe nada de él en meses, no contestaba mis mensajes ni acudía a las reuniones de exalumnos. Fue una tarde en que regresaba del trabajo cuando su familia me llamó por teléfono diciendo que Miguel estaba hospitalizado y al tomar los datos del lugar me fui a verlo de inmediato. Volví a recordar la inquietante frase “Para vivir hay que morir”. ¿Qué significaría? ¿Su estado de salud tendría que ver con ello?
Lo encontré en una cama dormido, así que no pude saber qué era lo que tenía, una enfermera me pidió que saliera y lo dejara descansar, pero casi no la escuché por la sorpresa de verlo muy delgado, con grandes ojeras y el cabello con una incipiente, pero notoria población de canas. La mente me dio vueltas pensando que tal vez tuviera alguna enfermedad contundente, tal vez cáncer o algo parecido. Me retiré del nosocomio muy intranquilo.
Días después, Miguel me llamó para tranquilizarme diciendo que ya lo habían dado de alta y que estaba en casa. “No te preocupes amigo, ya sabes, hierba mala nunca muere, jeje”. Al preguntar si el trabajo lo tenía así, su tono de voz se tornó serio y solo respondió: “Para nada, el trabajo está muy bien”.
La duda se volvió a apoderar de mi mente y llegué a pensar que tal vez el doctor Volvok estuviera experimentando con sustancias radioactivas, pero ni cómo saberlo. Localicé a Amelia para que juntos hiciéramos algo por el bien de Migue, sin embargo, me dijo que habían terminado su relación. Todo estaba demasiado raro.
Para intentar acercarme a Miguel, insistí en llamarle reiteradamente hasta que me contestó y le propuse ir al bar karaoke para tomar unos tragos y subirnos a cantar, él nunca había podido negarse a un viernes de amigos y canciones, pero su negativa fue tan inmediata como tajante. Días después, la universidad emitió un comunicado y una esquela en los periódicos diciendo que Miguel había fallecido y que se harían cargo de los trámites y gastos funerarios. La familia solo recibió una urna con las cenizas sin mayor explicación.
A pesar de que ya no tenían una relación, Jessy y yo nos acercamos con Amelia para tratar de consolarla, quien, obviamente, estaba devastada. Vivía un duelo profundo y hasta había pedido faltar al trabajo para reponerse. La verdad que en esos momentos uno no sabe qué decir o hacer para confortar a la persona.
Pasaron varios meses y el perfil de Amelia seguía luciendo un moño negro en sus redes sociales, Le pedía Jessy que la invitara a salir a divertirse o al menos para platicar, pero Amelia insistía en seguir sumergida en su depresión hasta que un día Jessy me recibió en casa con una noticia. “Oye, por fin Amelia aceptó salir con nosotros, pero me dice que vayamos al auditorio a ver a un joven cantante llamado Misha que está atrayendo público con su voz y estilo”, “Eso es muy bueno, vayamos con ella”, “Sí, pero lo extraño es que ella afirma que el jovencito se parece a… ya sabes quién”, “Vaya, al parecer sigue en su duelo viéndolo en todos lados, pero en fin ya es un avance que quiera salir de su casa”.
Fuimos al auditorio y conseguimos boletos muy cerca del escenario a petición de Amelia, quien lucía nerviosamente emocionada. Las luces se apagaron, el telón abrió y al centro estaba el joven cantante vestido de etiqueta y micrófono en mano. Efectivamente el parecido con Miguel era asombroso, pero este muchacho tendría a lo mucho veinte años y prácticamente parecía un adolescente. La música comenzó y el artista empezó a cantar con una potencia y timbre de voz que no se había escuchado en años. Cantó varios temas de su autoría y puedo decir que hasta lo disfruté. Al final del recital se despidió agradeciendo a los asistentes el haber acudido y tras cerrarse el telón, el público gritó a coro “¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!”, el cantante volvió a aparecer y dijo “Gracias, mil gracias por su amable petición, pero ya terminé mi repertorio, sin embargo, para corresponder con su gentileza cantaré a capela un tema que siempre me ha gustado”.
El público calló esperando a que iniciara. Bajo una luz spot, él inclinó la cabeza y tras breve momento dio nuevamente la cara y comenzó a cantar: “¿Qué? al fin te lo han contado, amor, bueno, ya conoces mis defectos…”, este inicio nos trajo remembranzas nostálgicas. Amelia lloraba recordando el tema favorito de quien fuera su novio y Jessy tomaba de mi mano con fuerza al ver a su amiga, pero al llegar la parte final yo quedé estupefacto. Una repentina revelación se apoderó de mi mente al ver que el cantante puso su mano izquierda cerca de la oreja para cantar de manera talentosamente adecuada “…pero te juro por Dios que tú no pagarás, por lo que fue mi vidaaaaaaaaaaaaa”. Como si me hubieran pegado con un martillo en la cabeza en ese momento recordé que Misha es una forma de decir Miguel en ruso y la sangre se me heló.
La impresión me provocó un mareo y sentía que las entrañas me hervían, un grito se ahogaba en mi garganta y tenías las lágrimas a punto de explotar. Tomaba significado la frase de ‘Para vivir hay que morir”, o en otras palabras él tuvo que morir para renacer de sí mismo en una versión mejorada y rejuvenecida, por eso nunca vimos su cadáver.
¡Ese par de hijos de perra lo habían conseguido!
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Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas