Cultura sin adjetivos
- Patricio Eufracio Solano
Hace más de 35 años, Enrique Krauze publicó un breve ensayo, hoy icónico, titulado “Por una democracia sin adjetivos”. La tesis central se basa en la característica pendular del ejercicio político en México, que Krauze deriva del pensar de Daniel Cosío Villegas y el propio interpretar de Enrique sobre ello. Los adjetivos –se infiere del texto- corrompen, debilitan o, al menos, desvirtúan, la fuerza sustantiva del concepto “democracia”.
Bueno, en la Gramática, el papel de los adjetivos es el de calificar a un sustantivo ya sea ampliándolo o precisándolo. Los grandes escritores advierten la moderación de su uso; los malos, la fomentan.
Quizá imbuidos por estos últimos –o por la euforia del triunfo electoral hoy hecho gobierno-, los cultos de la Cuarta Transformación han abusado de ellos, con las consecuencias conocidas: dislates, vergüenzas y hasta despidos. Por su parte, los “moralmente derrotados” han hecho lo propio. De ahí la conveniencia futura de implementar un diálogo cultural con pocos, muy pocos, adjetivos, y muchos, muchos más sustantivos. Dicho de otro modo: más acciones y menos pirotecnia.
En nuestra comunicación cotidiana los mexicanos somos afectos a los diminutivos y a la adjetivación superlativa; y, en términos generales, admitimos ser un pueblo con féminas de “muchas palabras” y hombres de “poco verbo”. Sin embargo, entre los masculinos hay sus excepciones, sobre todo si estos son “cultos” de la 4ª T. Dos botonazos son suficientes para ejemplificar: Paco Ignacio Taibo II: “Conquistamos (con el triunfo de Morena) el derecho a llamar a las cosas por su nombre: a los traidores, traidores; a los enmascarados, enmascarados; a los cule…, cule…”. Sergio Mayer: “No necesito ser Sócrates ni intelectual para presidir (la Comisión de) Cultura (de la Cámara de Diputados)”.
Sin embargo, el más reciente affaire lingüístico, protagonizado por el culinario historiador Pedro Salmerón, parece poca cosa ante la soberbia histriónica de Sergio y la arrabalera bravata de Paco. Después de todo, Pedro solo adjetivó de “valientes” a unos jóvenes aprendices de guerrilleros, cuando serlo era el anhelo de muchos preparatorianos y universitarios sesenteros, hartos de todo y de todos; iguales, como hoy, a muchos de nuestros adolescentes que, ante la realidad de su entorno, sueñan con ser sicarios de algún narco cartel.
Siendo tan débil (pero increíblemente sonora) la argumentación de los detractores de Salmerón para denostarlo y solicitar su inmolación pública -¡lo declararon persona non grata en todo el estado de Nuevo León!-, la explicación a la desmesurada reacción sobre lo dicho por Pedro, debe estar en otro lado y no en el campo de la lingüística.
De tal suerte, encuentro dos posibles explicaciones: 1. El síndrome de abstinencia de los poderosos que han dejado de serlo, y 2. El síndrome de la venganza anhelada por todos los que no eran y ahora son.
1. Síndrome de abstinencia de los poderosos que han dejado de serlo. En todo Estado medianamente democrático, cada ocasión que se convoca a sus ciudadanos a un proceso electoral, se les está pidiendo que ratifiquen o rectifiquen el modelo político existente en ese momento. Mientras menos democrático sea el Estado, más improbable será la posibilidad de un cambio. En el 2018, en México vivimos una jornada democrática cuyo perfil fue el apabullante mandato de un cambio absoluto de gobierno y de régimen. Esto resultó en el desbanque de los grupos políticos reinantes durante más de cuarenta años cuya consigna era: “primero los ricos y poderosos, y después, si sobra, todos los demás”. Esta fórmula se trocó el 1 de diciembre del 2018 y, a tirones, va imponiéndose la nueva consigna: “por el bien de todos, primero los pobres”, cuyo plan de gobierno se erige, entre otros, por los axiomas de: “cero corrupción e impunidad”.
El porcentaje de realización de estos axiomas y consignas lo conoceremos al paso de los años, pero el enunciado tajante de ello evidenció a los grupos políticos en pugna que se habrían de cumplir en alguna medida y, por lo tanto, que los privilegios cambiarían de bando y destinatario. Y ante esa realidad, solo quedó la protesta por parte de los agraviados (en este caso, los ricos y poderosos que comenzaban a dejar de serlo en alguna forma) y el manifiesto triunfalismo por parte de los nuevos beneficiarios (en este caso, los marginados de siempre).
Siendo así, los agraviados –punto que nos ocupa en este subapartado- han echado mano de las triquiñuelas legales y legaloides y, sobre todo, de la diatriba, la descalificación y el inmolarse públicamente gritando a los cuatro vientos: las fallas, tropiezos, errores, exabruptos y desbarranco de lo hecho, pero, sobre todo, de lo dicho por las mujeres y hombres de la 4ª T. Y con un presidente tan lexicológico (aunque de pausado decir), el material resultante para adjetivar sus palabras es tan abundante que los perdedores (moralmente derrotados, según afirma el propio AMLO), se han dado vuelo.
Por supuesto, la reacción de los moralmente perdedores no es gratuita sino consecuencia de las acciones y, sobre todo, dichos de los cultos amloistas.
En este México “lindo y querido” muy pocos toleran con donosura la crítica; los más, la reciben mal y digieren peor; y entre los poderosos de siempre, acostumbrados a la pleitesía, les cae en el “caracol del ombligo” que les canten sus verdades y limiten sus privilegios. Sobre todo si los cantares vienen de aquellos que consideran indignos de su prosapia y estatura económica: ¡los desarrapados, pues!
De tal suerte, la hiperactiva reacción contra Pedro Salmerón –como aquella que se tuvo contra Nicolás Alvarado y su opinión sobre Juan Gabriel, que la masa nacional considera como parte del panteón patrio- son parte del Síndrome de abstinencia de los poderosos que están dejando de serlo en el campo que más les afecta a sus negocios lícitos y, sobre todo, en los sospechosos y, acaso, ilícitos: el ejercicio depravado de la política.
Seguirán parloteando, eso seguro, porque en realidad no les importa Pedro y sus amores históricos, sino el momentum, la oportunidad, el “chance” de clamar contra aquellos que los despojamos de sus torcidos privilegios y que comulgamos con la máxima de llamarle al pan, pan y al vino, vino; de nosotros depende que sus palabras encuentren eco o se pierdan en la borrasca de su agónico sucumbir político.
2. El síndrome de la venganza anhelada por todos los que no eran y ahora son. En 1964, en plena batalla por los Derechos Humanos en Estados Unidos encabezada por Martin Luther King –en ese mismo año le conceden el Nobel de la Paz-, Irwing Wallace publica una novela titulada “El Hombre”. La trama no podía ser más oportuna e incendiaria: debido a un hecho fortuito, un afroamericano (en ese entonces denominados despectivamente “niggers”) llega a la presidencia en EU. Él es un hombre moderado y sensato, pero la reacción de negros y blancos norteamericanos es explosiva; aquellos clamando venganza, mientras estos vociferan y buscan la destitución del presidente que consideran “usurpador”.
Bien, guardadas las distancias, épocas y proporciones, en México sucede algo similar desde hace un año: por un lado los “Cuatritransformers” clamando venganza, disfrazada de justicia; mientras, por el otro, los “Losers Big men” echando mano de todas las artimañas legales, seudolegales y francamente ilegales en su desbocada obsesión por encontrarle “cualquier pelo a la sopa de pejelagarto”, que les permita construir una atalaya desde la cual contener lo incontenible: el cambio de régimen, anhelado y mandatado por la mayoría de los mexicanos el pasado 1 de julio de 2018.
Y, es verdad, que no todos y todas las personas y personeros de la 4ª Transformación son bocones y pendencieros, y, a la par, no todas y todos los “moralmente derrotados” privilegian el navajazo periodístico trapero y la amenaza financiera, pero, los que sí lo hacen, son lo suficientemente mitoteros para que esto luzca como una pelea de Amores Perros, cotidiana y sin cuartel. Al grado que la batalla comenzó ya a cobrar sus primeras víctimas en un ámbito, aparentemente sublime y etéreo, como lo es la Cultura.
Por todo lo anterior y en previsión que ninguno de los bandos se baje de su toro de jaripeo en pos de la concordia y mutuo reconocimiento, es que propongo una tregua cultural sin adjetivos, que permita centrarnos en lo sustancial de la identidad nacional (y estatal, por ende) y procuremos un diálogo maduro y respetuoso verdadero y no contaminado con “mi moral, mía de mí”, esa que me orilla a imaginar que México es culturalmente uniforme y nacionalmente feliz y satisfecho con su historia patria reciente de más de cien años de miserias políticas y empresariales o proyectos “nacionalizantes” trasnochados y pendencieros, y conversiones de deudas privadas en públicas, etcétera, etcétera.
Este país es más que pueblos originarios y mafias del poder, pues en medio de estos estamos muchos millones que vivimos en la cultura nacional occidentalizada y progresista, respetuosa del pasado nacional, pero pendiente del futuro propio, que ve más allá de lo coyuntural cotidiano. ¡Vamos, que lo deseable es un devenir cultural y político y empresarial sin adjetivos; contante y sonante para todos; aun para los chairos y los fifís! ¿Podremos?
El Lago de los Chismes
1. La lucha de clases. Como a los tigres y leones de circo, a la SC se le presenta saltar su primer aro de fuego el próximo 26 de octubre, con la apertura expositiva y función de Lucha libre en el mismísimo Museo Internacional del Barroco. La expectativa levantada es enorme. Los Julianos apuestan a la purificación del MIB mediante una serie de patadas voladoras e inverosímiles llaves y contorsiones humanas. Por su parte, los Antijulianos prenden veladoras y enarbolan crucifijos con claras intenciones exorcistas de lo popular. Sin duda, la lucha de ese día será más, mucho más, que tan solo un encuentro de rudos contra técnicos, será, no hay duda, una esquizofrénica lucha de clases.
Opinion para Interiores:
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Es Licenciado en Lenguas y literaturas hispánicas por la UNAM.
Maestro en Letras (Literatura Iberoamericana) por la UNAM.
Y Doctor en Historia por la BUAP.