López Obrador, Hegel y las verdades de un discurso

  • Arturo Romero Contreras
Algunos elementos del discurso del candidato analizados bajo la criba del filósofo alemán.

Se pueden decir y pensar muchas cosas de López Obrador como personaje, pero lo importante en este momento debe consistir en someter a análisis lo que se enuncia en su discurso. Con ello quiero decir que antes de evaluar y sopesar la viabilidad de su proyecto, debemos atender de la manera más estricta posible a las palabras, porque lo que en ellas se deja ver es sobre todo un diagnóstico. A lo que quiero atender aquí es a las razones de una figura y no a la figura misma, es decir lo que encarna y representa y lo que a través de ella se enuncia.

Sin duda la frase más repetida, con un carácter, sí, un tanto caricaturesco, es aquella que denuncia a una mafia del poder. Pero visto más de cerca, ¿qué se dice realmente? Que existe una élite en el poder. Nada contradice este diagnóstico. Se habla corrientemente de una partidocracia, se habla de alianzas cupulares entre grupos de poder; se sabe de la quiebra del campo mexicano y se puede constatar la presencia de grandes empresas transnacionales (piénsese tan solo en Walmart); son ya conocidos por todos los casos de corrupción de varios gobernadores recientes que no solamente traficaron influencias y desviaron recursos, sino que también ofrecieron millonarios contratos a compañías sin claras licitaciones. La reciente investigación La Estafa Maestra, reporta la magnífica red de corrupción que involucra a dependencias del Gobierno Mexicano, funcionarios, universidades y empresas, y los vincula con la reforma energética y con el programa: Cruzada contra el hambre. Contratos otorgados sin competencia abierta y desvío de recursos destinados a las poblaciones más vulnerables constituyen el escándalo del caso. 

El término “mafia del poder” aterriza lo que todo el mundo sabe y señala responsables. Todos los periodistas, partidos, empresarios y candidatos están de acuerdo en reconocer la realidad y envergadura de la corrupción en México, pero nadie está dispuesto a señalar su naturaleza y sus causas. En los medios usuales se habla de corrupción como de un fantasma sin responsables, ni motivos; se habla de alguna “manzana podrida” por aquí o por allá. Pero por “mafia del poder” debe entenderse un grupo articulado que ha utilizado estructuras legales, económicas y gubernamentales para el enriquecimiento personal sistemático a costa de la población. La corrupción no se entiende así, ni como un rasgo “cultural”, ni como un problema de “manzanas podridas”. No es que la corrupción no exista hasta en el ciudadano de a pie que da “mordidas”, pero ello no es en absoluto comparable con los fraudes monumentales de los que nos hemos enterado. Además, no existe una relación causal entre la corrupción de los de arriba y los de abajo. En Alemania y en E.U. los ciudadanos no participan de la corrupción como lo hacen los mexicanos y, sin embargo, ambas naciones sufren de dramáticas evasiones de impuestos por parte de sus cúpulas empresariales.

En la entrevista más reciente del programa televisivo Tercer Grado, López Obrador avanzó una idea fundamental que pasó desapercibida a escala nacional. Comparó la separación de la Iglesia y el Estado con la separación entre la política y la economía. Esta aseveración no solamente tiene relevancia nacional, se trata de una cuestión que debe plantearse en el planeta entero. El libre mercado no existe. Ni puede existir. Se trata de un modelo ideal que puede ser implementado en computadoras, pero cuya simplificación de las relaciones sociales y fantasiosos supuestos la hacen una ficción cuya potencia es puramente ideológica. Suponer una ley casi teológica del equilibrio de los mercados, suponer la transparencia y simetría de la información de todos los actores, suponer que el sistema de precios es un sistema de información sin distorsiones (es decir, puro y prístino), suprimir la variable “poder” (el capital como poder y no como reflejo del trabajo y la producción), asumir que la competencia entre contendientes necesariamente se traduce en mejoras de los productos (y no en una guerra de particulares por todos los medios, que involucra guerras de precios, corrupción, espionaje de productos, sabotaje), etc., nadie con honestidad y seriedad intelectual puede tomar dichos supuestos como válidos en la economía realmente existente. Pero entiéndase: el control absoluto del Estado, como una instancia que lo ve y lo sabe todo y que conoce lo mejor para cada quien es el polo complementario de esta ficción. El Estado debe intervenir no directamente sobre el mercado (control de precios, inyección de dinero en momentos de crisis), sino sobre sus condiciones (compensando asimetrías, poderes fácticos, sesgos). El Estado es el único que puede producir y asegurar un libre y justo mercado. Se pone mucho énfasis en la libertad y no en la justicia, que haría que un mercado no solamente funcione, sino que cumpliera su función social de asignación eficiente de recursos para todos. La ideología liberal insiste en la libertad que debe asegurarnos el mercado, supuestamente, con la no-intervención del Estado. Pero la libertad en abstracto es indistinguible de la anarquía. Se hace énfasis en los derechos que todos los ciudadanos tenemos. Pero de lo que no se habla nunca es de las obligaciones. La libertad como derecho se funda en la obligación del reconocimiento de la libertad del otro. Y en cuanto obligación, reconocer la libertad del otro significa participar activamente en su realidad. Yo no puedo utilizar la pobreza de alguien y su desesperación por obtener trabajo para pagarle un salario bajo, por más que no exista ninguna ley que obligue a un salario mínimo. Yo no puedo utilizar la quiebra de alguien como oportunidad para hacerle contraer una deuda que me beneficiará. No se trata de asuntos morales, sino de asuntos constitutivos de la libertad y su doble carácter de derecho-obligación. Ser libre significa estar obligado a la libertad del otro. Cuando se habla de promover los empleos, no se dice si los empleos son justos, si ofrecen las prestaciones mínimas para la dignidad humana. Cuando se habla de promover la inversión no se dice cuánto de ella se quedará en el país bajo la forma de impuestos. Promover la inversión en abstracto que no reditúa, no es hacer negocios, es regalar el trabajo. Crear un millón de empleos puede significar un millón de empleos mal pagados, un millón de personas sin derechos laborales, un millón de personas precarizadas. No se piense que crear empleos es peor que el desempleo, la sobrevivencia produce sus mercados informales, sus mercados negros, de los cuales el narcotráfico es su mejor ejemplo. No se crea, por cierto, que el crimen organizado funciona económicamente de manera distinta a todos los otros mercados; además, la corrupción que puede verse en dignísimos bancos internacionales que lavan dinero o la violencia de la que hacen uso las empresas mineras que operan en el norte del país, han acercado la brecha entre comercio legal e ilegal, formal e informal, pacífico y violento. La “tensión” de la burguesía, como de todo grupo social-histórico, reside en que, buscando privilegios y reconocimientos como clase, acaba demandando cambios políticos que rebasan su condición particular. Las instituciones burguesas siempre fueron algo más que instituciones al servicio de la burguesía. El concepto de “negación determinada” acuñado por Hegel, implica que en la sociedad no existen posiciones fijas, ni terrenos sólidos, sino que una institución de un régimen puede ser puesta a funcionar contra ese régimen, que una posición de izquierda puede convertirse en una posición de derecha, que la libertad abstracta se puede trastocar fácilmente en falta de libertad. Quien afirma que el origen de una institución marca su destino no entiende nada de la sociedad, ni de su dinámica. Por ello, debemos desarmar las piezas que componen al Estado, al capitalismo, a la sociedad, al mercado, etc. para mostrar sus interacciones concretas, en conjunto y entre las partes, para evitar simplificaciones.      

En todo el mundo se plantea ya la pregunta: ¿cómo separar al mercado del Estado? ¿Cómo lograr que el Estado, sin controlar el mercado, lo regule de manera fundamental? ¿Por qué las empresas no poseen ningún mecanismo de coacción, ni de responsabilidad en casos de fraude a la población (piénsese en los rescates bancarios) o la contaminación del medio ambiente? ¿Cómo controlar mercados internacionales que utilizan los marcos jurídicos de varios países a la vez de manera estratégica para calcular su máximo beneficio? Separar al mercado del Estado significaría nada más y nada menos que volver a abrir la dimensión de lo político en su autonomía, al tiempo de volver a colocar al mercado en relación de obligación para con el Estado. Que López Obrador lo logre o no es materia de análisis político de otro nivel, pero la enunciación del problema le otorga razón.

Otro punto polémico planteado por AMLO ha sido la amnistía. Se ha dicho que se quiere perdonar a los criminales y pactar con ellos. Se han escrito interesantes artículos (ver por ejemplo el de Muñoz Ledo en El Universal) explicando las condiciones de esa decisión, los marcos de derecho internacional que la regirían, la imposibilidad de aplicarla contra quienes hayan perpetrado crímenes de lesa humanidad, etc. Pero, ¿por qué es relevante del mero planteamiento? El hecho de que el problema de la violencia y del crimen organizado deja de pensarse como un asunto de meros criminales y se asume como un problema de la población en su conjunto. Existe un escrito muy breve de la pluma de Hegel llamado: ¿Quién piensa abstractamente? Es uno de los textos más claros y sugerentes del enrevesado filósofo alemán. El texto habla de un condenado a muerte que se dirige al cadalso, y de los comentarios expresados por la gente que asiste a su ejecución pública. ¿Qué ve la gente en él? A un criminal. Y nada más que un criminal. Cuando él camina, sus pies son de criminal, su cuerpo es de criminal, su mente es la de un criminal. Y lo que se pide ahí no es justicia, sino venganza, que finalmente se dé muerte al criminal. Pero, dice Hegel, éste es un pensamiento abstracto. Es abstracto porque del hombre concreto, con su historia concreta, con los motivos de su acción, con las razones que fungieron como causas cooperativas de sus actos, todo ello queda oculto, para dejar ver el pellejo de un mero transgresor. Pensar concretamente implicaría hacer visibles todas las condiciones objetivas y subjetivas que hicieron posible al criminal. No se trata de suspender su responsabilidad, sino de comprender el espacio en el que ésta y su libertad actuaron concretamente. La palabra amnistía convoca el siguiente pensamiento: el crimen y la violencia actuales en México no conciernen meramente al castigo de delitos, sino a un sistema que los produce y los reproduce. La palabra amnistía recuerda que en el tráfico de drogas están involucrados niños y adolescentes seducidos por el efímero poder que da un arma, jóvenes levantados una noche, desempleados de todas las regiones, burócratas de todos los rangos, policías. Si hubiéramos de encarcelar a todos los involucrados, directa o indirectamente, deberíamos más bien ponerle rejas al país y no dejar que nadie saliera. La palabra amnistía surge de los contextos de guerra civil (como en el caso de las guerrillas de Centroamérica), del desgarramiento de un país por cuestiones de raza (como el Apartheid en Sudáfrica). No se trata de “soluciones” que deban ser medidas por su efectividad inmediata, como mandar más o menos militares a una región. Se trata de reconocer la envergadura de un conflicto que rebasa los límites del Estado y la legalidad y toca directamente el vínculo social más profundo. Quien razona exclusivamente en la lógica militar desconoce de hecho y de derecho la gravedad de la violencia y del crimen y su dimensión social. Quien pretende abordar el problema desde la seguridad, pública o nacional (lo que implica ya una lógica abierta de militarización), piensa pobremente y niega la existencia del vínculo que hay entre pobreza, falta de oportunidades laborales dignas, corrupción y crimen. Aunque no exista un grupo organizado o identificable, con demandas políticas, que solicite amnistía, la población clama por una paz justa y los lazos de la violencia con el conjunto de cuerpo social justifican meditar la amnistía. Pensar en la amnistía significa pensar el cuerpo social en su conjunto y su desgarramiento actual. Negarse a la posibilidad de una amnistía significa la complicidad más directa con la violencia y sus fuentes, soberbia ignorante o su abierto solapamiento.

Resumamos los tres puntos. En primer lugar, se afirma que existe un grupo de poder económico-político consolidado que emplea gobierno y empresas para su beneficio personal y a costa de la población. Este juicio evita tanto la generalización (todos somos corruptos), como la personalización (se trata de algunas manzanas podridas). Se trata del reconocimiento del carácter estructural que llega a jugar un grupo. Así, debe aceptarse la doble cara: sistémica y personal del poder corrupto (económico y político).

El segundo lugar debemos reconocer que la crisis de nuestros sistemas democráticos se debe en gran medida a que los partidos han terminado por construir una cúpula que persigue sus intereses propios en alianza con grupos económicos, en vez de representar intereses populares. Por su parte, ciertos grupos empresariales, lejos de jugar el juego de la libre competencia, han constituido monopolios (duopolios, triopolios, pero no más) y han acumulado “inexplicablemente” riquezas en un país que no crece económicamente. El gobierno ha dado concesiones dudosas, ha otorgado contratos en desventaja para el país y ha beneficiado a empresarios muy particulares, pero nunca ha trabajado en favor del mercado como sistema de libre competencia. La “libre competencia” ha sido siempre un argumento ideológico para otorgar derechos de propiedad a empresas señaladas que no han tenido que competir contra nadie.

En tercer lugar, estamos obligados a reconocer que la violencia y el crimen en nuestro país han rebasado la esfera punitiva hasta llegar al corazón del vínculo social. Lo que está en juego no es la contención de la violencia, como si ella viniera de “fuera”, es decir, de grupos criminales externos al sistema y separados de la población. Pero ello no es así: la violencia es el resultado de un modo de vivir que se ha apropiado de todo un país, que involucra el funcionamiento actual del Estado, las licencias dadas de hecho y de derecho a ciertas empresas, la precarización laboral, etc.

Independientemente de que López Obrador, si gana, acierte o no en sus políticas, lo que ha enunciado posee ya un valor de verdad. Tan es así que, incluso si fracasara, sus palabras le sobrevivirían y se convertirían en sus férreas opositoras. Dicho de otra manera, eso que ha dicho vale en sí mismo; a favor de él, si le es fiel a su discurso y en contra suya, si lo traiciona. Existe un error muy común de confundir el mensaje con el mensajero. Uno puede estar o no a la altura de sus palabras, pero a veces las palabras pueden estar por encima de nosotros mismos. Lo que trasluce el discurso de López Obrador debe ser tomado con toda seriedad y consecuencia, con él o contra él.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.