La política y el tiempo

  • Arturo Romero Contreras
Las posiciones políticas son diferentes respuestas a problemas del orden y del tiempo

La política se mide por una actitud ante el tiempo. El conservador está convencido de que todo lo importante ha sido ya dicho. Los acontecimientos esenciales han tenido ya lugar y sólo queda el juicio de Dios. Por ello no tiene prisa y hace todo por alentar el tiempo. Se convierte, más bien, en el defensor del Reino en contra de los falsos profetas. Pero su convicción se convierte en indolencia porque el dolor actual y los acontecimientos que destrozan el mundo no poseen, a sus ojos, valor de verdad. Son desviaciones temporales, errores que se pueden enmendar o, dicho con la sangre fría: el verdadero bien aconteciendo a los ojos de Dios, aunque nosotros, criaturas finitas, sólo veamos el mal. La acción es para él el caballo del apocalipsis. Su tarea consiste en reprimir toda acción, como si con ello demorara el momento del apocalipsis. En verdad que su mundo es el segundo Paraíso, pero con serpientes rondándolo y amenazando con una nueva caída.

Entiéndase que, si la creación es continua, acto ininterrumpido de Dios desde toda la eternidad, el apocalipsis será también la eterna destrucción, el martirio de ver el mundo hundirse en la noche del mal. Es por ello que se siente justificado a aplastar a los enemigos del orden imperante, aunque a todos ojos sea se trate de un desorden que defiende con violencia los últimos y caducos símbolos de su gloria pasada. Son desviaciones, simulacros de ser, mera apariencia que puede pisotearse. La contemplación del bien eterno le salvaguarda de tomar decisiones en el mundo. La suerte está echada. Con todo, sabe que, si la ley está dada, no por ello está cumplida, por lo que se convertirá fácilmente en el señor del orden. En ello no se diferencian el liberal recalcitrante del comunista ciego.

La imagen justa del revolucionario nos la da, curiosamente, un liberal, a saber, Keynes con su frase “en el largo plazo todo estamos muertos”. Su posición respecto a la economía no se opone a las versiones clásicas en lo que al equilibrio respecta. Hay ciclos y contraciclos, pero a largo plazo, oferta y demanda encontrarán su equilibrio. Lo que no puede costearse, a ojos de Keynes, es el sufrimiento de aquellos que viven en el valle de la curva, en los puntos bajos de la oscilación. El revolucionario pide entonces acelerar el tiempo. Pero detengámonos antes en la figura del liberal, quien una vez fue revolucionario. En efecto, él quería hacerse con el tiempo, vivir en el presente de la acción. Pero, ¿es realmente así?

Los liberales creen en el mercado. El marcado es inconsciente. Aunque lo realizan individuos particulares, su efecto benéfico global es una resultante. Desde los albores del capitalismo está claro que los vicios privados como la ambición o la envidia, se convierten en virtudes públicas, pues ello promueve la competencia y el mejoramiento de bienes y servicios y la caída de precios. El mercado es entonces inconsciente, se hace a sí mismo a través de la aparente agencia de sus miembros. Esta es la “mano invisible” de Adam Smith. Esta mano asegura el equilibrio y el punto de maximización sin que nadie lo quiera. Lo único que se pide es no estorbar al mecanismo, dejar que el mercado obre sin intervención externa. Es por ello que el liberal se opone más y más a la intervención del Estado. Parece entonces que el liberal choca frontalmente contra el conservador al aplaudir la actividad de los individuos libres, al buscar la agencia individual y múltiple que encontraría en el mercado la instancia de su manifestación.  Pero se trata sólo de una apariencia. Para el liberal el Estado se comprende como un elemento extraño encaminado a controlar, mientras que la economía se hace pasar como una ley natural que, como un péndulo, terminaría por alcanzar su equilibrio. Es la mano de Dios o de la naturaleza. Deus sive natura. A final de cuentas, es la mano de nadie.

Pero esta ley del equilibrio no disimula su inspiración en la física y seguramente encuentra en la ley de la entropía su más profunda justificación. Todo sistema termodinámico tiende al equilibrio, es decir, que encontrará el estado más probable, donde no hay desigualdad, es decir, ni ricos ni pobres, sino la distribución azarosa, a la cual ningún humano puede vencer. Todavía confiamos en los dados para los juegos de mesa. Y los científicos deben usar generadores de números aleatorios para no dejarse engañar por sí mismos. Es así que la agencia y la libertad del individuo se truecan en su contrario, en el determinismo (así se trate de su versión probabilista) y el orden anónimo de la naturaleza. Además, el llamado “orden” natural al que llama el capitalista que cree en el equilibrio, en realidad apunta al “desorden”, es decir, a la distribución trivial y aleatoria. Y decimos que resulta curioso, cuando no trágico, porque el liberal aplaude las diferencias, el triunfo personal, el esfuerzo individual. Justifica las diferencias económicas por la agencia. Pero cuando se le pregunta por dicha agencia, se hace el occiso y nos dice lo contrario, que no hay actores, sino una ley impersonal, más dura que el Estado. Es decir, que el orden se convierte en trivialidad, la agencia se disuelve en lo anónimo y las diferencias se vuelven indiferentes, aleatorias, no hacen ninguna diferencia.

Pregunta, si los individuos son falsos actores, ¿no lo es el Estado también? ¿Cómo podría perturbarse un orden tan implacable como el natural? Y aquí viene el verdadero horror del economista clásico como neoclásico que se dice un defensor de la libertad: el equilibrio anónimo supone una vida más anónima e indiferente que cualquier comunismo: es la muerte social donde ninguna diferencia cuenta, porque las diferencias son pequeños efectos que serán borrados por una ley de indiferencia impuesta por el azar. Y el azar no es libertad. Nunca lo ha sido. Incluso si no cree en la entropía y funda su fe en el equilibrio de la economía en alguna otra ley física, como en los sistemas periódicos, no cambia nada su desprecio de la agencia. O bien, el mundo es agencia y por tanto sus resultados imputables a alguien. O bien, existe el equilibrio, pero no hay agencia, sino una implacable y anónima ley natural. Estado de naturaleza invertido, domesticado y hecho equivalente con el paraíso. Es así que el liberal no se opone al conservador porque cree también en una suerte de economía natural igual de santa o implacable que Dios y que debe ser salvaguardada de toda perturbación. Con todo, el conservador es más flexible, porque admite la rebelión contra Dios. Contra la naturaleza no queda ya semejante posibilidad.

Volvamos entonces al revolucionario. Él cree y ha creído siempre, avant la lettre, en las palabras de Keynes: hay que acelerar el tiempo. Aquí se dividen en dos. El primer revolucionario cree que hay un destino final, que la solución estaba en el origen, pero como semilla, sin desarrollar. Algún día llegaremos allá, por la fuerza misma no de Dios o de la naturaleza, sino del humano, es decir, de la historia, pero no como ser consciente. Sólo se puede ser consciente del propio destino. Pero si ya sabemos el futuro, ¿por qué no adelantarlo? ¿Por qué no traer el Reino, prometido tras el juicio final, al presente? Juicio final. La palabra es clave, porque el revolucionario se convierte en el juez absoluto de vivos y muertos. El segundo revolucionario renuncia a que el reino esté prometido, ni siquiera anunciado. Cree en él con cierta fe ciega. Pero entonces, no es distinto del conservador en cuanto que la fuente de su convicción es una creencia y no un saber. Para salir de este atolladero y diferenciarse del conservador, debe hacer ciencia. Pero no como el liberal, que también disputa el trono del científico al darnos las leyes del mercado. El revolucionario quiere dar las leyes de la historia. Pero, repetimos, si la ley está dada, entonces el futuro no existe como pregunta, sino sólo como un Estado virtualmente existente que sólo debe ser actualizado en la tierra.

El revolucionario acelera la historia para llegar hasta el final de los tiempos, brincándose todo proceso, toda pregunta, toda duda. Se instala como por un salto al límite al punto final de la historia, al menos tal como la conocemos. Es así que no es el triunfo de liberalismo el que nos daba la fórmula del final de la historia, sino el marxismo. La democracia liberal no habría ganado la guerra el comunismo, sino que sería su heredero más legítimo, conservando las libertades de la tradición revolucionaria francesa y la intuición fundamental del mercantilismo inglés, pero también habiendo absorbido las demandas de los marxistas occidentales. Que el comunismo se haya realizado en países tan exóticos para Europa como Rusia o en pequeñas naciones de África, América y Asia no sería sino la confirmación del éxito del modelo liberal democrático.

Al final de la historia, pues, uno está justificado para juzgar. Para fusilar. Pero el revolucionario no comprende que el problema de la sociedad no se decide en la militancia. Es ahí donde comienza, pero sólo se desarrolla el “día después de la revolución”, cuando se pasa del furor a la gris administración, donde se toman las decisiones que llegarán hasta las vidas de los individuos y los grupos. Entonces, o niega su ignorancia y deriva la construcción de la sociedad del modelo de la militancia, es decir, de los símbolos, de la contraposición y de la violencia juzgadora, o bien, declara la bancarrota de ideas y se sienta a formularse preguntas. Ésta es la situación del deconstruccionista, que, antes de actuar, y sin saber ya qué hacer, se hace preguntas sobre preguntas. Dice que, así, no impondrá nada a nadie, que dejará que exista un libre juego de visiones del mundo o, como se expresa, de diferencias. Juego anónimo, que, al no privilegiar ninguna posición, es anárquico. Pero aquí el deconstruccionista se vuelve indiscernible del liberal y especialmente del neoliberal. Así como este último pide que el Estado no intervenga, el deconstruccionista pide que no intervenga ningún “sujeto”. El mercado o el juego del lenguaje, sin tener dirección ni privilegio, dando libertad a los individuos o a los acontecimientos, oscilará libremente y compensará los picos hacia arriba y hacia abajo.

No sabríamos decir, qué dirección debe tomarse, sobre todo porque las posiciones políticas que buscan definirse por contraposición terminan, en verdad, entremezclándose. Parece entonces que una posición justa deberá hacer surgir los problemas fundamentales de las posiciones políticas, antes que sus aparentes diferencias. Quizá podemos decir que las posiciones políticas a las que estamos más o menos acostumbrados: conservadores, liberales y revolucionarios, son diferentes respuestas a problemas del orden y del tiempo. Sin comprender estos últimos, seguiremos errando sin piedad.

 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.