Gris sobre gris

  • Arturo Romero Contreras
Gris es el color de la tierra, del polvo, de las nubes, de la luz mediana, de la vida diaria

Hegel, filósofo del color gris, escribe: “Cuando la filosofía pinta gris sobre gris, entonces una forma de la vida ya ha envejecido, y con gris sobre gris no puede ser rejuvenecida, sino sólo conocida”. La frase expresa su convicción de que la filosofía no tiene la forma de la militancia sino del saber. La filosofía llega tarde a la vida, sólo para reconocer el fósil de una vida ya extinta. Es difícil admitir que Hegel lo haya creído. Es verdad que el “saber” opera retroactivamente, que no se presta al juego de la adivinación ni la prescripción. Pero del saber no hay sólo contenido, sino también uso.

Y Hegel, vendiendo la imagen de un pensador taciturno, enseñaba en verdad a plena luz del día.  La filosofía clásica alemana o “idealismo alemán” se había dado una tarea en el siglo XIX: llevar a cabo la revolución espiritual e intelectual que hiciera justicia al evento de la época: la Revolución Francesa. Se trataba de traer luz a la oscuridad conceptual que gobierna los actos de manera inconsciente con el fin de hacer sitio a la libertad y la dignidad prometidas por la Ilustración.

¿Por qué entonces pintar gris sobre gris? El entusiasmo es para la dura mirada alemana un momento de juventud, propio de Francia. El alemán no se subleva con el corazón. De hecho, no se subleva, sino que sueña con revoluciones espirituales, como acusaba Marx. Alemania antes de Alemania era un proyecto de revolución intelectual que tomara todas las reservas del sentimiento. Los románticos se lo echarían en cara a Hegel. Y muchos más. Pero la dureza del profesor no debe confundirse con la falta de vida. Nada más cierto hoy que la vida aspira a convertirse en un parque de diversiones. Sin colores, un libro nos parece insufrible. Aprender debe ser divertido. Las instrucciones las seguimos bien si nos proveen una infografía. El pecado mortal de la vida pública consiste en ser aburrido y por ello profesores, oradores y políticos se maquillan con los colores del “comunicador”.

Peter Sloterdijk ha dedicado un libro entero al gris el cual comienza recordando a Cézanne: “mientras no hayas pintado un gris, no serás un pintor”. Cézanne habría descubierto el color gris de la tierra, el cual se correspondería con la tierra misma, frente a los colores que hacemos proliferar con las banderas, especialmente las políticas. Piénsese en el recargado espacio de colores en tiempos electorales. O en las densas vitrinas de los centros comerciales. El gris es el color de la tierra, pero también, recuerda Sloterdijk, de lo vago, de la medianía, de lo mediocre. Pero, dice, nadie es filósofo hasta que piensa el gris.

Más allá de lo que piense Sloterdijk hay una expresión que puede capturar la potencia de lo gris: las zonas grises. Es ahí donde hoy se mueve el mundo. Gris cotidiano donde las cosas se escurren de sus categorías, de sus marcos conceptuales claros y distintos. En el gris nos extraviamos porque se hacen pasar unas cosas por otras. Pero sabemos muy bien que “el diablo se oculta en los detalles”. La mirada en la negrura que nos rodea debe acostumbrarse a la escasez de luz. Antes que prender luces de colores para hacer un bosque de luciérnagas borrachas, hay que acostumbrarse a la negrura y no correr al fuego. Ese gris de la vida cotidiana se ha despreciado en favor de lo sobrenatural o de lo extraordinario. No salimos de la casa sino porque esperamos que lo maravilloso nos golpee con su rayo. Pero regresamos abatidos al hogar porque “nada” ha pasado.

Pero ha pasado eso, el gris con todos sus matices. Quien se tome el tiempo para observar una fotografía en “blanco y negro” verá que el silencio de los colores hace hablar los matices más sutiles, los bordes de las cosas, claros o borrosos, los territorios inaudibles en el bullicio. La filosofía no pinta gris sobre gris por falta de vida, sino todo lo contrario, para poner atención a la sutileza, ahí donde se suele declarar un territorio yermo y ahogado por el aburrimiento. La zona gris de la vida cotidiana es la eterna vilipendiada, bodega donde se arrojan las tareas abominables del “cuidado”.

Gris es el color de la tierra que pisamos, del polvo, de las nubes que podrían anunciar lluvia, de la luz mediana de la vida diaria. Es todo lo contrario a lo excepcional. Si tiene que ver con el cuidado es porque éste tiene que ver con actividades invisibles por la debilidad de su brillo. En su Filosofía del cuidado, Boris Groys nos proporciona una imagen gris de las actividades relacionadas con el cuidado: se trata de pequeños actos que no cambian nada y que deben realizarse incesantemente. Lavarse los dientes, barrer, hacer la cama. A escala social se trata de los trabajos peor pagados y más humillantes a ojos de la sociedad: limpiar baños. Recoger la basura, manejar un autobús. Todos los días lo “mismo”, sin que cambie nada, sin invención, sin huella de lo extraordinario.

La tierra nos parece, por las mismas razones, trivial. Filósofos de todos los tiempos la han despreciado porque encontraría atrapada en la repetición de lo mismo: primavera, verano, otoño, invierno, una y otra vez, para siempre. Presa de reglas y leyes, estaría privada de creatividad y libertad. Este cuadro de la naturaleza es ya difícil de sostener, pero incluso si ella fuera también eso: repetición, ciclo, regla, medida y ritmo, sólo quien no aprecie el gris lo despreciaría. La reproducción del mundo y de la vida algo se convierte así en algo despreciable y que debe hacerse a regañadientes. “Sustentabilidad” es el nombre del engorroso impuesto que, creemos, debe pagarse para hacer todo lo que “vale la pena”. Incluso se dice que la filosofía y las artes solamente pueden realizarse cuando se han satisfecho las “necesidades más elementales”, como la alimentación o la reproducción. Se dice que el humano es “mucho más” que “meras necesidades biológicas”, sin reparar en que es esa biología misma la que admite ser algo más que ella misma. Pero de nuevo, incluso si la “biología” no se revolucionara a sí misma constantemente, persiste el odio al gris, el desprecio a lo cotidiano, a lo repetitivo. La aversión al gris se corresponde con la idolatría del resultado, de lo claro y lo distinto, de lo terminado y lo afilado.

Lo cierto es que los colores resplandecen sobre el gris y la adicción que desarrollamos a ellos acarrea consigo el odio hacia aquel. Pero aclaremos algo. No hay aquí un llamado al conformismo, una venganza contra los revolucionarios. Todo lo contrario. No solamente hay que lavarse los dientes. El estudiante debe atravesar largos momentos grises de lectura. El músico tocará una hora en el escenario, pero estudiará ocho horas todos los días en el gris de su habitación. Encima del ring se está un instante, pero no se llega sin el amor al entrenamiento. El revolucionario deberá meditar largamente sobre los caminos del hacer, lo que contará más que los eventos “gloriosos”. El gato ensucia el pasillo. Se limpia su caca. El gato vuelve a ensuciar…

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.