Un abismo que crece devorándose

  • Arturo Romero Contreras
¿Hay algo que nos pueda satisfacer y que pare la escalada de frustración en el juego del mercado?

Autoconciencia (Hegel), voluntad de voluntad (Nietzsche), deseo de deseo (Kojève/Lacan), valor que se valoriza (Marx). ¿Qué tienen en común estas formulaciones fundamentales que, a primera vista resultan irreconciliables? En un pensamiento que busca sostenerse en el vacío, cuando toda cosa ha desaparecido. Kant dice que el entendimiento humano no puede alcanzar las cosas en sí mismas, que estamos limitados, casi encerrados, al mundo de los fenómenos, es decir, a las cosas tal como aparecen para nosotros. Hegel comienza destruyendo la idea de la cosa en sí, la idea de que existe algo fuera de nuestra actividad subjetiva. Ese mundo puede existir, pero es irrelevante para nosotros, pues todo lo que nos importa está ya mediado por el pensamiento y el lenguaje. Todo el “drama” del sujeto será el de una interioridad que, al volverse absoluta, borra sus límites. El absoluto hegeliano consiste en la transferencia de la oposición sujeto-objeto al interior del sujeto. No luchamos contra el mundo, ni lo conocemos, ni lo transformamos. Luchamos contra nosotros mismos, nos (des)conocemos a nosotros mismos y nos transformamos a nosotros mismos. El lado de la cosa es lo inesencial, lo irrelevante, lo que desaparece y que solamente vive su segunda vida en nosotros, como pensamiento.

Autoconciencia es el nombre de un sujeto que ya no posee objeto como algo heterogéneo, pues él es su propio objeto. Eso no significa que pueda dominarlo, solamente que no hay nada “afuera”, “detrás” del telón, nada “oculto”, ningún “secreto”. Nosotros somos el secreto. Pero entonces, no hay nada secreto en nosotros. ¿Qué tendría esto que ver con Nietzsche? ¿Qué tendría qué ver con alguien tan hostil a las pretensiones de un saber absoluto? Todo. Nuevamente es Kant quien pone las coordenadas. La subjetividad es, por un lado, conocimiento o saber, razón pura teórica. Y, por el otro, es voluntad, deseo, razón pura práctica. Nietzsche hace desaparecer la razón teórica en la razón práctica, el saber en el deseo. No hay nada por saber, solamente voluntad. Pero, ¿qué deseamos? Aquí, como en Hegel, no hay objeto de deseo, ni motivaciones para desear. Es decir, no existe un bien al que aspiremos, ni tampoco criterios racionales para determinar nuestros actos.

Queda, pues, la pura voluntad vaciada de contenido y justificación. Pero no existe voluntad que no quiera algo. Siempre deseamos algo y siempre buscamos algo. Lo único que le resta a la voluntad es la voluntad misma: voluntad de voluntad. Esta voluntad de voluntad se llama voluntad de poder. Tras la desaparición del mundo, es decir, cuando éste se convierte en una fábula, no deseamos ya nada. La voluntad de poder es la voluntad que, desesperada, se aferra a sí misma. Ella desea seguir deseando mientras sabe que ya no puede desear nada. Desea desear. Aquí la vida debe afirmarse como un sordo grito de un deseo que se eco en su propia garganta. Al no desear ningún mundo determinado, decide hacer del destino su objeto de deseo. O mejor, quiere aprender a amar lo que deba pasar, sea lo que sea, al punto de afirmar: eso que no tuvo razón de ser coincide plenamente con lo que yo quiero.

Lacan lee a Hegel vía Kojève. Kojève enseña que una autoconciencia no puede satisfacerse con nada, excepto con otra autoconciencia. El énfasis está puesto en el deseo. El humano (llamado autoconciencia por Hegel por las razones que vimos) es un ser de deseo que no encuentra en las cosas disfrute ni algo que soporte su deseo. Él ya no existe como ser natural. Solamente puede satisfacerle otro humano. Pero los otros humanos están vaciados de todo contenido. Solamente existe como otros deseos. En un mundo así, lo único que se puede desear, es otro deseo. Los deseos se desean, aunque en el fondo sepan de sobra que no hay ahí ningún contenido, nada determinado qué desear. Deseo que el otro me desee. Quiero ser su objeto, sabiendo que no soy nada y que él o ella, tampoco. Hegel no usa el lenguaje del deseo, sino del reconocimiento. Lo que anhelamos, es ser reconocidos. Pero queremos ser reconocidos sin reconocer. Ello porque queremos ser reconocidos como la última instancia, como absolutos, donde toda concesión significa mi muerte, mi desaparición. Más claramente, si yo no tengo dónde apoyarme: ni en el mundo, ni en Dios, debo acudir a los otros. Pero los otros también se tambalean, así que sólo queda el reconocimiento como una lucha: ser reconocido sin reconocer. Es la guerra. Se entiende que Nietzsche vea en el poder y la lucha la salida natural a la voluntad de voluntad. Yo no tengo otra existencia que el diferencial en poder que pueda yo afirmar en contra de los otros. Sin ningún asidero en el mundo, lo único que puedo probar es la fuerza de mi poder sobre otros. Hegel, claro está, cree que el momento de la guerra es transitorio y que dará lugar a una comunidad sociopolítica de iguales. Nietzsche desconfía y eterniza el momento de la guerra. El genio de Kojève consiste en haber visto que dicha guerra tomaba la forma del mercado.

Llegamos entonces a Marx. Marx dice que el capitalismo no es un modo de producción dirigido a la satisfacción de necesidades, ni objetivas, ni subjetivas. La lucha entre clases se ha vuelto “objetiva”, es decir, opera por sí misma, como un automatismo. Una economía no capitalista utiliza el dinero para cambiar mercancías. Yo produzco trigo, recibo un pago en dinero por mi producto, y luego cambio ese dinero por otra mercancía, como zapatos que usaré. El capitalismo invierte la relación y solamente produce para lograr una ganancia. No comienza entonces con la producción de alguna mercancía, sino con un capital para invertir. Cómo se hizo de él es otro asunto, habrá sido por desposesión, a través de la fuerza, el engaño o simplemente el convencimiento. Se comienza entonces con un capital de inversión, se produce una mercancía con miras a la ganancia y, si todo sale bien, al final tengo más dinero. El dinero ha incrementado su cantidad. El valor se ha valorizado. Aquí, como en los casos anteriores, la cosa ha desaparecido. Es decir, las mercancías pierden todo valor intrínseco en cuanto cosas, pierden sus propiedades, sus cualidades, para reducirse a valores de cambio. Las cosas no existen en el mundo como libro, mesa, lápiz, desarmador. Ese es su momento inesencial. Existen, en cambio, como mercancías con un precio determinado y que apunta al comportamiento de los productores y del mercado. El trabajador o la trabajadora tampoco existe como tal o cual persona. Ese contenido es inesencial. Lo que importa es su fuerza abstracta de trabajo.

Aquí, el punto no es el saber (Hegel) ni la voluntad (Nietzsche), ni el deseo (Lacan), sino el valor. El valor del mundo, el hecho de que valga algo para nosotros es capturado en una estructura dineraria abstracta. Todo contenido ha sido borrado, como la cosa en sí en Hegel, el mundo en Nietzsche o la cosa en Kojève. Las cosas, el saber, los objetos, incluso las personas determinadas no son más que instancias de un dominio abstracto que solamente se relaciona consigo mismo. Ahora, mientras Hegel, Marx y Kojève creen que esta relación de lo humano consigo mismo puede traer alguna concordia o pacificación, Nietzsche eterniza el antagonismo subjetivo como guerra de poder expresada en la diferencia de niveles. Lo curioso es que cada uno de ellos se enfrenta con una bestia que, sin conocer nada exterior, se ensimisma. El antiguo interior (el sujeto, el espíritu, el pensamiento) se vuelve absoluto, se convierte en la totalidad. Pero, como muestra Marx, los antiguos problemas como la relación naturaleza-cultura vuelven a aparecer “dentro”, ahora como oposición entre trabajo manual y trabajo intelectual. Que hayamos pasado de una oposición trascendente a una oposición interna no supone ningún avance: ambos permanecen irresolubles.

Voluntad de voluntad y valor que se valoriza son correlativos. El capitalismo tampoco conoce objetos ni sujetos, sino solamente un imperativo de ganancia. Ahora, por más que el mercado se objetive en precios, lo que cuenta no es el crecimiento económico, ni el aumento de la producción, sino simplemente vencer al otro: acumulación no absoluta, sino diferencial: más que el competidor. Eso significa que no rige la competencia por “mejorar” sino solamente la guerra, que incluye el sabotaje, la corrupción, el engaño, el lobby con el gobierno, etc.

La única pregunta que vale responderse al respecto es si existe algo relativamente externo al juego de un saber que se sabe, algo así como una cosa que no queda tragada por el movimiento inmanente. Si se puede querer algo, legítimamente, todavía. Pues la paradoja del deseo consiste en que, en cuanto sabemos que lo importante es el deseo y no la cosa deseada, desaparecen ambos: la cosa y el deseo. Sin una confianza en la independencia de la cosa respecto a mí, no se la puede desear. De ahí que tras el reinado del psicoanálisis vengan los nuevos realismos. Mientras tanto, el deseo seguirá tratando de engañarse para mantenerse vivo como deseo, presentando supuestos obstáculos para alcanzar el objeto de deseo, mientras que el obstáculo es la condición positiva de todo desear… mientras no se sepa de mi autoría. Lo mismo sucede con el juego de deseos recíprocos. Si no hay nada qué desear en los demás, excepto su deseo, entonces no queda sino un juego vacío de la competencia por un trofeo imposible: el “reconocimiento”, pues quiero ser reconocido sin reconocer. ¿De los otros, pues, no puedo esperar algo distinto a que jueguen a ser amos o esclavos míos? Y finalmente, ante este imperativo de exceso, de plusvalor, ¿hay acaso algo que nos pueda todavía satisfacer y que pare la escalada de frustración, malestar y ansia, que no hace sino relanzar la esperanza de ganar, por encima de todos, en el juego del mercado?

  

 

 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.