El miedo con bigotes

  • Ignacio Esquivel Valdez
Algunas veces el ratón se había encontrado al gato

En una casa grande y vieja vivía un ratón, quien a diario asomaba la cabeza fuera de su agujero para ver si podía conseguir un poco de comida. En cuanto parecía que el lugar estaba seguro, salía corriendo pegado a la pared, pues el gato podría atraparlo.

Algunas veces el ratón se había encontrado al gato. Al verlo, el pequeño trataba de huir tirando al piso lo que había conseguido. El micifuz le ponía una pata para hacer que se desviara, luego lo alcanzaba y volvía a hacer lo mismo hasta que se cansaba. Parecía que le divertía hacer eso mientras que el ratón lleno de miedo corría hasta llegar su agujero.

 Un día en que había pasado casi media semana sin comer, al ratón le reclamaba su estómago a chillidos por estar vacío. Su sufrimiento se hizo más grande cuando una noche le llegó un sabroso olor que le hizo enloquecer. Era queso, su alimento favorito. Sacudió la cabeza y se echó en la cama para tratar de no pensar en ello, pero el aroma que había en el aire lo hacía imagina la suave textura y el cremoso sabor.

Se levantó y se fue al jardín. En una piedra tomó asiento y volteó al cielo donde encontró la luna llena. Le pareció enorme pieza de queso lista para ser mordida. Creyó estar perdiendo la razón, así que regresó a su agujero a acostarse otra vez y al voltear hacia afuera vio la cara de su depredador que tenía la mirada fija, las patas juntas y la cola moviéndose en un siniestro vaivén. 

En ese momento decidió no darse por vencido y pensar en algo para disfrutar de lo que tanto se le antojaba. En su mente visualizó cómo estaban los muebles de la sala y la cocina y así trazó una ruta que le pareció segura.

Al día siguiente echó a andar el plan a las cinco de la tarde, hora en que el gato tomaba una siesta. Se asomó para comprobar que el lugar estuviera seguro, salió y sin problemas llegó a la cómoda, luego a la mesa de la televisión. Esperó. Siguiente meta, el revistero. Volvió a esperar. En un rápido movimiento llegó a la puerta de la cocina y de ahí a la estufa. Con mucho cuidado llegó a la alacena, mueble que alojaba su sueño.

Por el costado cercano a la pared subió con mucho esfuerzo hasta alcanzar lo que era su oro blanco. Todavía jadeando se acercó, con una sonrisa cerró los ojos, lo olió y lo acarició con suavidad. Cortó un buen pedazo y bajó para hacer el recorrido de regreso.

Saliendo de la estufa miró a un lado y al otro. Todo parecía apacible, sólo el tictac del reloj en la sala podía oírse. Corrió al revistero, esperó un momento, salió y alcanzó el mueble del televisor. Todo bien. Al llegar a la cómoda dejó su carga en el suelo para comprobar si el minino andaba cerca. Sin novedad. Tomó su pedazo de queso y salió a toda velocidad con dirección al agujero. Se iba acercando más y más, su cara pintó una expresión de triunfo, pues estaba por lograr su objetivo. Ya tenía la entrada de su casa a sólo unos pasos cuando de pronto apareció frente a él la pata del felino.

Todo su gozo se hizo frustración. La sonrisa se borró, las orejas se le bajaron, sus ojos se vidriaron y una lágrima le rodó por la mejilla. De pronto, toda su congoja se convirtió en ira y aventando el trozo de queso volteó a ver al gato para decirle cara a cara:

─¿Sabes qué? Estoy harto de que me persigas, pero ya no te daré el gusto de que me veas asustado, así que no huiré, me quedaré aquí para que hagas lo que tengas que hacer.

El felino se sorprendió, no esperaba esa reacción y desconcertado lo miró con un ojo, luego con el otro y finalmente le contestó:

─Está bien, si eso es lo que quieres.

El gato levantó una pata de forma amenazadora, el ratoncito cerró sus ojos sintiendo que el final estaba cerca, la garra descendió con fuerza y rapidez hacia el vientre del pequeño que resignado esperaba su suerte, sin embargo, de repente escuchó.

─¡Kiri, kiri! Tiene mucha risa, tiene mucha risa ¡Kiri kiri!

En lugar de lastimarlo, el gato le hizo tantas cosquillas al ratón que se retorcía carcajeándose y el minino con él.

─Jajajaja, ya no, ya no, jajaja ─decía el roedor.

Después de reír tanto los dos quedaron exhaustos y tirados en el suelo. El minino tomó el queso y lo partió en dos para que ambos comieran recostados mirando al techo. Al terminar se lamieron los dedos diciendo “¡Mmmm, rico!”.

Desde ese día los dos animalitos se hicieron amigos, jugaban, bromeaban y comían juntos a diario y así vivieron muy contentos durante mucho tiempo en esa casa grande y vieja.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas